Giovanni cerró el armario, volvió a colgarse la llave del cuello y se cambió para ir a cenar con sus anfitriones. El comedor estaba situado en el piso de abajo.
En esta estancia, de techo muy alto y con un carácter muy solemne, seis grandes ventanas se abrían sobre un pequeño canal.
Giovanni, sentado al lado de la señora de la casa, saludó a un invitado desconocido, de unos treinta años y con una barba negra muy corta. Este, sentado junto al señor, devolvió a Giovanni el saludo con cortesía.
—Agostino Gabrielli. Encantado de conoceros.
—Giovanni da Scola. Lo mismo digo.
—Llegué a Venecia anteayer, pero ya he oído hablar dos veces de vos y he aceptado con mucho placer y curiosidad la invitación de nuestros anfitriones, que me brinda la oportunidad de coincidir con vos.
El joven se esforzaba en mantener la cabeza fría ante los cumplidos. Sabía que, en cuanto diera el menor paso en falso, en cuanto fallara en una predicción, esos elogios se transformarían en sarcasmos.
Por ello, intentaba no conceder demasiada importancia a lo que decían o pensaban de él. Lo único que contaba era que Elena desease conocerlo cuando volviera. Esa era la única razón que lo animaba a cuidar su buena reputación.
—No sé qué os han dicho de mí, señor, pero espero no decepcionar vuestras expectativas.
—¡Lo mejor, me han dicho lo mejor! Pero llamadme Agostino, no soy mucho mayor que vos.
—Bien, puesto que las presentaciones han sido hechas, ataquemos este plato de anchoas ahumadas —intervino la señora de la casa. Luego añadió, dirigiéndose a Giovanni—: ¿Sabéis que nuestro amigo Agostino, ahora versado en arte, cursó largos estudios de teología?
—Sí, durante varios años en Roma, pues pensaba consagrarme a la carrera eclesiástica. Pero una encantadora morena, muy favorecida por la naturaleza, me desvió de mi vocación poco antes de ordenarme y reorienté mi actividad hacia el negocio del arte
—¡Sois muy escrupuloso! —exclamó el anfitrión—. ¡Las mujeres más excitantes no han desviado en absoluto de su vocación a la mayoría de nuestros sacerdotes y de nuestros obispos! ¡Por no hablar del papa Pablo III, que fue investido cardenal a los veinticinco años por haber metido a su encantadora hermana Julia en la cama del papa Alejandro VI Borgia, y a quien la púrpura cardenalicia no ha impedido tener por lo menos cuatro hijos y numerosas concubinas!
—Eso es precisamente lo que yo me negaba a hacer. ¿No creéis que nuestra Iglesia necesita una profunda reforma de las costumbres del clero, si no quiere ser totalmente liquidada por los reformadores?
—Lo admito —respondió Priuli en un tono más grave—. No siento una gran simpatía por ese tal Lutero, que es un personaje tosco y vanidoso, pero le doy la razón en ese punto y en algunos más.
—Tengo la impresión de que vuestra ciudad piensa mantener una posición bastante neutral en ese conflicto —observó Giovanni—. Porque, si bien la Reforma no tiene aquí ni templo ni pastor, he podido constatar que no condenáis a los defensores de la nueva doctrina.
—Así es —dijo el señor de la casa—. Apoyamos al Papa, pero no deseamos entregarle a los herejes.
Giovanni sonrió.
—¡Me parece que eso confirma vuestro perpetuo deseo de independencia!
Agostino apreció la observación de Giovanni.
—¡«Antes venecianos que cristianos», como dice el adagio! Veo que nuestro amigo ha comprendido a la perfección lo que da sentido a la política de nuestra orgullosa ciudad. —Acariciándose la barba, añadió—: ¿Puedo aprovechar vuestros conocimientos astrológicos para haceros una pregunta importante que inquieta a toda la cristiandad?
—Hacedla.
—¿Es Lutero el Anticristo?
Desde su llegada a Venecia, Giovanni había oído varias veces esa extraña afirmación en boca de fervientes papistas. Su maestro había evocado la cuestión del Anticristo cuando le había hecho estudiar el Apocalipsis de Juan. En ese texto profético, el último de las Escrituras cristianas, nunca se menciona explícitamente al Anticristo, sino a «bestias» al servicio del diablo que seducen a los creyentes y los apartan de la verdadera fe. Es, más concretamente, en sus dos epístolas donde Juan habla de la llegada del «Anticristo» al final de los tiempos y de los «anticristos» que le precederán, esos «seductores» y esos «mentirosos» que «han salido de nosotros, pero no eran de los nuestros». Lucius había explicado a Giovanni que, desde la época de los apóstoles, todas las generaciones de cristianos habían creído en la inminencia del fin de los tiempos. Las numerosas persecuciones de que fueron víctimas los discípulos de Jesús y los disturbios en el Imperio romano parecían entonces confirmar las predicciones de las Escrituras que anunciaban el fin próximo del mundo, precedido de males de toda naturaleza.
Sin embargo, tras la conversión del emperador Constantino, a mediados del siglo IV, la conciencia cristiana sufrió una modificación en profundidad. Agustín fue el mejor intérprete de ese nuevo estado espiritual y anunció que el fin del mundo no era tan inminente como los apóstoles pensaban: al tiempo apostólico de los fundadores sucedería el tiempo de la Iglesia, durante el cual la Buena Nueva de Jesucristo debía ser anunciada a todas las naciones. Solo entonces llegaría el fin de los tiempos y el advenimiento del Reino de Dios. Durante más de mil años dejó de vivirse en esa tensión escatológica de la espera inminente del fin del mundo.
El siglo XIV marcó un giro. Las hambrunas, la guerra de los Cien Años, la peste que diezmó a más de un tercio de la población europea: todo ello, catástrofes que no dejaron de ser interpretadas como las grandes tribulaciones que debían preceder al fin del mundo. Pero la última señal, la prueba de que la historia humana tocaba a su fin, fue el descubrimiento del Nuevo Mundo por Cristóbal Colón: así, el Evangelio sería anunciado a toda la Creación y el Juicio Final podría tener lugar, según las propias profecías de Jesucristo. Lucius recordaba la emoción que había provocado en toda la cristiandad el anuncio del descubrimiento del gran navegante. Pero, si de verdad el fin de los tiempos era inminente, debía producirse otra señal: la aparición de los «anticristos» y del Anticristo en persona. Ese servidor del diablo, ese falso profeta debía seducir a numerosos fieles imitando al propio Cristo o haciéndose pasar por su mensajero. Lucius también se planteaba el asunto de la venida del Anticristo, concomitante al descubrimiento del Nuevo Mundo. Pero jamás había identificado a ese personaje con Lutero, ni con nadie en concreto.
Giovanni ordenó sus recuerdos y finalmente dijo:
—Ignoro si Lutero es el falso Cristo anunciado por las Escrituras, ni siquiera si es un secuaz cualquiera de Satán, pero me parece que coincidiría demasiado con la propaganda de los papistas para ser cierto.
Agostino prorrumpió en unas carcajadas atronadoras.
—¡Evidentemente! La cuestión es, por lo demás, saber si el Anticristo es un único personaje, como creen la mayoría de los católicos, o si se trata más bien de una función o de una institución, como afirman los reformadores. ¿Qué pensáis vos?
Giovanni comprendió adónde quería llevarlo su interlocutor.
—Os referís al papado, ¿no?
—Tengo curiosidad por saber qué pensáis de las acusaciones de Lutero y sus discípulos contra la Roma católica. ¿Es la sede pontificia la del Anticristo? Los papas se hacen pasar por los representantes de Cristo en la Tierra, cuando, según los reformadores, en realidad son su figura opuesta y demoníaca. Jesucristo era casto; los papas son concupiscentes. Jesucristo era pobre; los papas son ricos. Jesucristo rechazaba todo poder terrenal; los papas corren tras poderes y honores. Jesucristo había pedido que no se llamara a nadie en la Tierra ni «padre» ni «santo», pues afirmaba que «tenéis un solo Padre» y «solo Dios es santo», mientras que los papas se hacen llamar «Santísimo Padre». En resumen, para el antiguo monje alemán el papado es la sede del Anticristo, la continuidad de la Babilonia y la Roma paganas, que se hace pasar por la cabeza y el corazón del cristianismo.
—De la misma manera que no seguiría a los papistas que acusan a Lutero de ser ese falso profeta salido del interior de la Iglesia para seducir a muchos fieles con sus mentiras, tampoco suscribiría esas tesis que asimilan la Santa Sede al trono de la Bestia del Apocalipsis o del Anticristo. Todo eso me parece que forma parte de una polémica demasiado simplista.
El viejo Priuli interrumpió a Giovanni:
—No parecéis creer mucho en la inminencia del fin de los tiempos, mi joven amigo. ¿Acaso no son los signos suficientemente numerosos para convenceros? ¿Qué dicen de ellos los planetas?
—Hablando con franqueza, no tengo una opinión precisa sobre esa cuestión. En cuanto a los astros, nunca se me ha ocurrido la idea de consultarlos sobre ella.
Mientras hablaba, un pensamiento cruzó súbitamente por la mente de Giovanni. Se acordó de que, después de la visita del legado del Papa, su maestro se había dedicado durante meses a realizar minuciosos cálculos astrológicos. Se preguntó si no sería ese el objeto de sus frenéticas investigaciones: la fecha del fin del mundo. No tendría nada de absurdo, puesto que católicos y protestantes solo pensaban en eso y Lucius tenía fama de ser el mejor astrólogo de su época. Pero ¿era posible prever semejante acontecimiento a partir de determinadas conjunciones planetarias excepcionales?
—Es curioso que un astrólogo de tanto talento como vos no parezca preocuparse de estas cuestiones tan apasionantes —dijo su anfitrión, un poco decepcionado.
—A decir verdad —confesó Giovanni con modestia—, todavía soy muy joven y he recibido toda mi formación de un solo maestro, alejado de la agitación de las ciudades. Pese a su grandeza, no ha tenido tiempo, en menos de cuatro años, de transmitirme todos sus conocimientos. Desde que estoy aquí, no paro de descubrir asuntos que preocupan a las mentes despiertas y sobre los que, desgraciadamente, he reflexionado muy poco.
—Quería preguntaros sobre otro punto igualmente atrayente —dijo Agostino—. Aunque quizá no estéis al corriente de esa otra polémica que inquieta a la cristiandad…
—Os escucho.
—Si Lutero no es el Anticristo, ¿es el profeta anunciado por el gran astrólogo árabe Albumazar hace varios siglos?