31

El sol empezaba a declinar. Había dejado los caminos secundarios y caminaba a paso vivo por la vía Valeria desde hacía tres horas largas cuando un rugido sordo fue creciendo a su espalda. Se volvió y vio cinco caballos que galopaban por la calzada desierta. Cuando los jinetes estuvieron a una veintena de metros de él, vio que iban envueltos en grandes capas negras y que parecían llevar máscaras. Instintivamente, sintió que un peligro lo amenazaba.

De un salto, se apartó hacia los arbustos y echó a correr en dirección al bosque.

Los jinetes salieron del camino y se lanzaron en su persecución. Consiguió llegar a los árboles justo en el momento en que el primer hombre de negro llegaba a su altura. El jinete tuvo que ralentizar la carrera para esquivar las ramas, mientras que Giovanni se internaba en la maleza.

Corrió todo lo que pudo, aumentó la distancia entre él y sus perseguidores y se refugió en las altas ramas de un roble. Jadeando y con el miedo en el cuerpo, observaba a los jinetes negros rezando para que no se les ocurriera levantar la cabeza. Se habían dispersado y registraban el bosque minuciosamente.

Empezaba a caer la noche y Giovanni pensó que tenía que aprovechar la oscuridad para marcharse de allí.

Mientras bajaba del árbol, oyó a uno de los jinetes acercarse y pasar lentamente justo por debajo de él. Giovanni no lo dudó ni un instante: saltó sobre su adversario, que ni siquiera tuvo tiempo de gritar, y rodó por el suelo con él. Con una agilidad de felino, lo agarró del cuello y apretó sobre la carótida hasta que el hombre perdió el conocimiento. Luego puso el cuerpo sobre el caballo, montó en él y huyó al trote hacia la salida del bosque.

En cuanto llegó a la vía Valeria, se puso al galope y continuó así varias leguas antes de tomar un atajo.

Cuando se sintió a salvo, se detuvo, bajó al hombre y le ató fuertemente las manos tras la espalda. Luego le quitó la máscara de piel y empezó a reanimarlo a bofetadas. El jinete negro volvió en sí. Cuando se percató de la situación, no podía creer que aquel muchacho lo hubiera raptado y hubiera logrado escapar.

—¿No eres tú el discípulo del astrólogo?

—Sí, lo soy.

—¿Y dónde has aprendido a defenderte así?

—Es a mí a quien le toca preguntar. ¿Quiénes sois? ¿Qué queréis? ¿Por qué os escondéis bajo esas capas y esas máscaras?

El hombre soltó unas carcajadas y no contestó. Giovanni empuñó su cuchillo y lo puso contra la garganta del prisionero.

—Esta noche se me está acabando la paciencia. Si te niegas a responder a mis preguntas, no dudaré en degollarte como a un vulgar pollo.

—He jurado no decir nada. Si hablara, mis compañeros me matarían.

—¿Por qué me perseguís?

—Para apoderarnos de la carta que debes entregar al Papa.

«Así que es eso», pensó Giovanni.

—Pero ¿quiénes sois y por qué es tan importante esa carta?

—¿No conoces su contenido?

El hombre se dio cuenta, por la expresión de Giovanni, de que el astrólogo había mantenido en secreto el contenido de la carta.

—Créeme —prosiguió, más seguro de sí mismo—, vale más que te libres de ella. Lo que revela es más terrible que si un cometa se abatiera sobre la Tierra. Dámela, vuelve a casa y dile a tu maestro que la has perdido. Te prometo que no volverás a ser amenazado.

Giovanni rompió a reír.

—Eres tú, no yo, quien está en el filo de la navaja. He prometido a mi maestro que entregaré esta carta al Papa y cumpliré mi promesa. ¡Me da igual lo que contenga!

—Entonces no volverás a dormir en paz. Aunque me mates, mis compañeros te acosarán por doquier. Y si consigues deshacerte de ellos, vendrán otros y te perseguirán hasta que tengan la carta en sus manos. No tienes ninguna posibilidad de llegar vivo a Roma.

Giovanni comprendió que el hombre decía la verdad. Supo asimismo que, incluso bajo la amenaza de su cuchillo, se negaría a confesar nada. Reflexionó y tomó una decisión muy sensata. Puesto que sus misteriosos perseguidores no dejarían de pisarle los talones, debía renunciar a ir a Roma por la vía Valeria. Tomar los atajos era mucho más peligroso a causa de los bandidos. Lo más sencillo era ir a caballo por la vía Valeria en dirección opuesta a la Ciudad Eterna, donde no encontraría ningún obstáculo. Iría al puerto de Pescara y embarcaría en una nave. Desde allí, en menos de una semana estaría en Roma.

Una vez tomada esta decisión, ató cuidadosamente al hombre a un árbol y partió a caballo en dirección al Adriático.

Cabalgó parte de la noche, pero tuvo que detenerse para que su montura descansara. En cuanto amaneció, reanudó la marcha.

Al anochecer, avistó por fin el mar. Cuando llegó al puerto, ató el caballo delante de un albergue, entró y, después de haber comido, se informó sobre las naves que partían para Roma. Mientras hablaba con el posadero, la puerta se abrió bruscamente. Tres hombres de negro aparecieron en el hueco.

Giovanni se precipitó hacia el fondo del establecimiento y salió por una ventana. Se dio de bruces con otro hombre enmascarado que vigilaba la parte de atrás del albergue. Giovanni desenvainó la espada y las hojas entrechocaron. Dominó rápidamente a su adversario, al que hirió en un muslo, y desapareció en la oscuridad mientras otros hombres, a pie y a caballo, iniciaban la persecución. «Pero ¿cuántos son? ¿Y cómo se las han arreglado para encontrar tan pronto mi rastro?», se preguntó mientras corría hacia las numerosas naves ancladas en los muelles.

El ruido de cascos y los gritos llegaban de todas partes. Sintiéndose acorralado, Giovanni se metió en una pequeña embarcación. Vio a dos vigilantes que dormían a pierna suelta y bajó a la bodega. Se escondió detrás de las cajas de mercancías.

A medianoche, oyó ruido en la cubierta del barco. Contuvo la respiración, pero enseguida dedujo que se trataba de marineros que volvían después de una velada bien regada. Volvió a reinar el silencio durante unas horas. En cuanto salió el sol, empezó el ajetreo y la embarcación se hizo a la mar.

Giovanni decidió no salir de su escondrijo hasta que no hubieran llegado a otro puerto. Poco acostumbrado al balanceo de alta mar, se pasó todo el día mareado, tanto más cuanto que el viento zarandeaba la nave como si fuera una cáscara de nuez. Tras un día, una noche y un día más de navegación, el barco echó el ancla en un puerto. Giovanni no tenía ni idea de dónde estaba, pero le daba igual; estaba convencido de haber escapado definitivamente de sus perseguidores. Esperaba, no obstante, que la nave se hubiera dirigido hacia el sur.

Al caer la noche, cuando estuvo seguro de que la mayor parte de la tripulación había desembarcado, salió de su escondrijo y volvió a tierra firme con alegría. Vio grandes naves y numerosas luces rodeando el puerto, en el que reinaba una gran agitación pese a la hora tardía. «Hemos atracado en una gran ciudad —se dijo—. Quizá Bari, si hemos tomado la ruta del sur. O bien Ancona, si desgraciadamente hemos ido hacia el norte…». Acabó por abordar a un marinero ocupado en deshacer los nudos de un cabo.

—¿Qué ciudad es esta, amigo?

El hombre lo miró como si se le hubiera aparecido la Virgen María.

—¿Qué?

—Os pido que me digáis el nombre de esta ciudad.

El hombre puso los ojos en blanco y levantó los brazos hacia el cielo:

Ma… Venezia!