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Transcurrieron días, semanas y meses. El anciano filósofo se había llevado muchos libros, entre ellos el famoso manuscrito de al-Kindi, a su dormitorio, que le servía de gabinete de trabajo. Escribía, se pasaba el día, y a veces hasta la noche, estudiando, y solo salía dos veces a lo largo de la jornada para dar un breve paseo. Hacía casi cuatro meses que llevaba ese ritmo de trabajo.

Una mañana, salió de su habitación y tendió a Pietro un abultado sobre, cuidadosamente lacrado con su sello.

—Toma. Mañana partirás para llevarle esto al Papa. Primero te presentarás ante el cardenal que viste aquí. He escrito su nombre en el sobre. Él te conducirá ante el Santo Padre. Le entregarás la carta personalmente. ¡Sobre todo, que el contenido de este sobre no caiga en otras manos! Si te atacan unos bandidos, destrúyelo antes de permitir que lo cojan. ¡No debe perderse!

Impresionado por el tono solemne de su señor, el gigante asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.

—Maestro, ¿puedo haceros una petición? —preguntó Giovanni.

—¿Crees realmente que es el momento oportuno? Necesito descansar.

—Es importante.

El anciano se sentó.

—Bien, te escucho.

Giovanni estaba muy emocionado. Hacía varias semanas que había tomado una decisión y se repetía mentalmente cómo iba a anunciársela a su querido maestro.

—Hace más de tres años que soy vuestro alumno con una felicidad sin igual. Gracias a vuestra generosidad, en el espacio de solo unos años he adquirido un saber inesperado. Más aún, he aprendido a conocerme a mí mismo y a apreciar la búsqueda de la verdad. Tendría aún muchas más cosas que aprender de vos; en realidad, mi vida entera no bastaría para acoger vuestros conocimientos.

Volvió lentamente la cabeza hacia Pietro.

—Y lo mismo cabe decir de ti, amigo mío. Jamás podré pagar la inmensa deuda que tengo contigo.

Su mirada se dirigió de nuevo hacia el anciano, que escuchaba a su discípulo con una atención llena de solicitud.

—Estoy resuelto a marcharme. Esta decisión me rompe el corazón, porque os quiero tanto al uno como al otro más que a mis propios padres.

A Giovanni le costaba dominar su emoción. Su voz se hizo débil y trémula.

—Sin embargo, mi corazón no ha dejado nunca de amar a la joven a la que tan brevemente vi en mi pueblo. Por ella, dejé a mi padre y a mi hermano. Gracias a ella, os he conocido. Ha llegado el momento de que vaya en su busca.

Hizo una pausa y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas. Un profundo silencio se había hecho en la habitación.

—No sé lo que me reserva el destino. Quizá me dirija hacia una gran decepción…, pero no puedo esperar más. Debo reanudar mi camino. Querido maestro, con vuestro permiso, me gustaría marcharme mañana y prestaros ese servicio de pasar por Roma para entregar esa carta al Papa.

Los dos hombres, emocionados, no pudieron reprimir un gesto de sorpresa.

—Sé que Pietro está cansado y sufre de reumatismo —prosiguió Giovanni—. El camino hasta Roma es largo y poco seguro. Sería una satisfacción para mí dar ese rodeo por la Ciudad Santa y encomendarme a Dios antes de reanudar mi camino hacia Venecia.

Lucius meneó la cabeza con una gravedad impregnada de tristeza.

—Sabía que antes o después este momento llegaría, mi buen Giovanni. Y debo confesarte que esperaba que llegase lo más tarde posible. Has sido durante estos tres años el mejor discípulo con el que un maestro pueda soñar. —La voz se le quebró—. Todavía eres joven y tu carácter impulsivo puede gastarte malas pasadas. Aristóteles dijo que nadie llega a ser realmente filósofo antes de los cuarenta y cinco años… ¡Pero, no te preocupes, no te obligaré a quedarte conmigo hasta esa avanzada edad! Has adquirido con inteligencia muchos conocimientos. La vida se encargará ahora de perfeccionar tu educación y tu reflexión. Sé que serás un astrólogo digno de su maestro. Vete, pues, hijo mío. Coge tus cuadernos de efemérides y los libros que desees de mi biblioteca. Y si Pietro está de acuerdo, llévate la carta para el Santo Padre.

Giovanni volvió la cara bañada en lágrimas hacia el gigante, que asintió moviendo torpemente la cabeza. Después se echó en brazos de su maestro y dio rienda suelta a su llanto.

Se marchó esa misma mañana para no prolongar una despedida tan penosa. No sabía si el destino permitiría que volviese a ver algún día a sus dos amigos más queridos, pero lo esperaba de todo corazón. Se llevó sus preciosos cuadernos y solo tres libros escritos en griego: El banquete, de Platón, la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, y el Nuevo Testamento.

Metió la carta destinada al Papa en la vaina de su espada, los cuadernos y los libros en un talego, junto con una cantimplora, una prenda de abrigo y algunas provisiones, comprobó que llevaba en el bolsillo los ducados que su maestro le había dado para el camino hasta Roma y Venecia, y abrazó a sus dos amigos.

Sin pronunciar palabra, emprendió el camino hacia la Ciudad Eterna y no volvió la vista atrás.