Hacía ya tres años que Giovanni estudiaba con su maestro. Su metamorfosis, tanto física como intelectual, era espectacular. El joven soñador, inculto y algo enclenque se había convertido en un hombre robusto y cultivado. No había perdido ni un ápice de sus ideales ni de su sensibilidad, pero era menos ingenuo, más decidido, estaba más anclado en la realidad.
Había adquirido con Pietro una excelente formación en el manejo de la espada. Más joven y ágil que su maestro, ahora lo vencía a veces en los entrenamientos. No se había producido ningún incidente desde el ataque de los bandidos, y Giovanni se sentía tan dispuesto a pelear que casi llegaba a lamentarlo.
Sus progresos con el viejo filósofo eran asimismo excelentes. Dominaba el griego lo suficiente para leer los textos originales de los filósofos, conocía las Escrituras cristianas, algunos de cuyos pasajes aprendía gustoso de memoria. Tenía buena retentiva, lo que facilitaba sus estudios. Pero lo que le apasionaba por encima de todo era la astrología.
Sabía hacer un horóscopo a partir de las efemérides y de las tablas de longitud y de latitud, que permitían calcular la orientación topológica de la carta astral de un individuo en función de la hora y el lugar en que había nacido. Había terminado de copiar las tablas, válidas para toda Italia, así como las efemérides, que daban las posiciones diarias del Sol, de la Luna y de los planetas. Había aprendido sobre todo el simbolismo de los planetas y de los signos del Zodíaco y empezaba a saber interpretar correctamente un horóscopo. Más allá del interés intelectual que tenía por esa disciplina, el aspecto práctico de esa arte y la utilidad material y social que sacaría de ella multiplicaban su motivación.
Elena continuaba habitando sus pensamientos y sus sueños. Pero su amor por la joven también había madurado. Estaba decidido a no refugiarse en lo imaginario y evitaba todo pensamiento y toda imagen que no estuvieran basados en recuerdos precisos. Su trabajo filosófico y astrológico le había permitido aprender a conocerse mejor. Sabía lo peligrosamente dado que era, por naturaleza, a representarse las cosas y a las personas de un modo demasiado idealizado. Así pues, había decidido luchar contra ese rasgo de carácter y sometía sus pensamientos a una vigilancia constante, sobre todo los relativos a Elena. Esperaba pacientemente volver a verla, cultivaba en su corazón el recuerdo de su rostro sin tratar de imaginar los cambios que había experimentado. Sobre todo, leía todas las noches antes de dormirse la breve carta que le había escrito. Pese a que se la sabía de memoria, se emocionaba cada vez que su mirada se posaba en la escritura de la joven: la única huella concreta de su encuentro fugaz con la veneciana. El compromiso que había adquirido consigo mismo estaba cumplido; sabía que muy pronto iría en su busca. Sin embargo, sentía la necesidad de perfeccionar su formación astrológica, que se había convertido en su principal apoyo para el camino que lo conduciría hacia el corazón de Elena.
Estaba todavía más convencido de ello desde que, dos meses antes, hacia finales del mes de agosto, un hombre había ido a ver a su maestro. Era un filósofo español llamado Juan de Valdés y una de las escasísimas personas que sabían dónde encontrar a Lucius. Había ido a comunicarle el fallecimiento de su amigo común, Desiderio Erasmo, acaecido el 12 de julio de ese año 1536. A Lucius le afectó mucho la noticia. Los dos hombres conversaron largamente sobre los asuntos del mundo. Como no había recibido ninguna visita desde hacía casi dos años, el filósofo se enteró entonces de la elección, en octubre de 1534, de Alejandro Farnesio para ocupar la silla pontificia. No le sorprendió mucho, pues veinte años antes él mismo le había predicho al cardenal que un día sería elegido Papa…, ¡pese a que tenía ya cuatro hijos!
Juan de Valdés contó a Lucius que la elección de ese viejo zorro de Farnesio —entonces tenía setenta años— había acrecentado enormemente su fama como astrólogo y que muchos nobles, empezando por el propio Papa, intentaban dar con su escondrijo para hacerlo ir a Roma. «¡Dios me libre!», había exclamado el filósofo, encantado, no obstante, de enterarse de que su renombre seguía intacto.
Interrogó largamente a su amigo sobre las decisiones del nuevo soberano pontífice, que había adoptado el nombre de Pablo III. El español le dio noticias tranquilizadoras. Aunque continuaba practicando su política de nepotismo, que consistía en distribuir bienes eclesiásticos entre sus hijos y nietos, parecía dispuesto a trabajar por la reforma de la Iglesia y pensaba dialogar con los protestantes. Había nombrado inmediatamente a un grupo de cardenales abiertos en los temas evangélicos, con vistas a preparar un importante concilio, y había recibido el apoyo de Erasmo. En respuesta, el Papa había ofrecido al humanista el capelo de cardenal, acompañado de una considerable renta eclesiástica, regalos envenenados que lo habrían apartado definitivamente de los reformadores y que el filósofo se había apresurado a rechazar. Lucius había reído a carcajadas al enterarse de la noticia.
Giovanni descubrió con motivo de esa visita que su maestro no solo era reconocido como un gran sabio, sino como el mejor astrólogo de su tiempo, y que años atrás había hecho diversas predicciones que la realidad había confirmado. Esa noticia le encantó y lo reafirmó en su decisión de convertirse a su vez en un astrólogo famoso, cuyos méritos podría atribuir con orgullo a la formación recibida de su ilustre maestro… Pero le intrigó sobre todo oír hablar al filósofo español de su reciente instalación en Nápoles y de su encuentro con una joven condesa, bella y cultivada, llamada Giulia Gonzaga. No pudo evitar intervenir en la conversación y contar su extraño encuentro, dos años antes, con aquella encantadora amazona llamada Giulia que cabalgaba hacia el monasterio de San Giovanni in Venere Juan de Valdés se quedó pensativo unos instantes.
—¿Dices que ese encuentro tuvo lugar a principios del mes de agosto de 1534? —preguntó a Giovanni—.
Sí.
—¿Y dices que esa joven era muy bella, tenía largos cabellos castaños, iba vestida como un hombre y parecía atemorizada?
Giovanni asintió con la cabeza.
—¡Sería una extraordinaria coincidencia!
Giovanni, Pietro y Lucius estaban pendientes de las palabras del español.
—Tengo que contaros la increíble historia de Giulia Gonzaga, condesa de Fondi, pues es muy probable que fuera a ella a quien viste aquel día. ¡Qué extraña es la vida!
—¡No nos hagas esperar más! —dijo el astrólogo.
—La joven Giulia es hija de Ludovico Gonzaga, conde de Sabbioneta, y de Francesca Fieschi. Recibió desde la más temprana edad una educación refinadísima. A los trece años era ya una persona muy instruida en música, filosofía, teología y ciencias naturales. Como, además, era una jovencita bellísima, suscitaba la admiración de todos los que la conocían.
»Poco antes de cumplir catorce años, se casó con Vespasiano Colonna, conde de Fondi, una hermosa ciudad situada entre Roma y Nápoles, no lejos de la costa mediterránea, a dos horas de caballo de aquí. El conde era un hombre rico y cultivado, pero treinta años mayor que ella. Era viudo y tenía una hija de la misma edad que Giulia. Estaba muy enamorado de su joven esposa, lo que provocaba los celos de su hija. Dos años después de su matrimonio, murió en un accidente y dejó a su joven viuda de dieciséis años a la cabeza de un magnífico patrimonio. Tanto por su inteligencia como por su belleza y riqueza, Giulia habría podido ser el partido más codiciado de Italia. Pero el conde había incluido en su testamento una cláusula en la que prohibía a su joven esposa volver a casarse, so pena de perder todos sus bienes… ¡en beneficio de su hija!
—¡Ah, qué canalla! —exclamó Pietro, riendo a carcajadas.
—Habría sido más justo repartir la herencia entre su mujer y su hija, sin esa cláusula estúpida —corrigió Lucius.
—Sobre todo teniendo en cuenta que esa rivalidad fue la causa de un espantoso drama.
»Giulia aceptó la cláusula y se comprometió a no volver a casarse nunca. Transformó el rico palacio en un centro intelectual al que muy pronto empezaron a acudir pensadores, artistas y eclesiásticos.
»Pintada por Tiziano y Del Piombo, la condesa adquirió una reputación tal que Fondi se convirtió en una verdadera corte de adoradores prendados de la joven viuda, todos los cuales intentaban seducir su corazón. Seguramente esta tuvo, con la mayor discreción, algunos amantes, entre ellos, según dicen, el joven cardenal Ippolito de Medicis.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Lucius, que había conocido a fondo a la familia Medicis—. Pero, cuando yo me marché de Florencia, era todavía un niño.
—En efecto, era apenas mayor que Giulia y tuvo un fin trágico. Pero, antes de llegar a eso, tengo que contaros el increíble episodio acaecido la noche del 8 al 9 de agosto de 1534, que revolucionó la vida de la condesa.
Juan de Valdés hizo una pausa y bebió un trago de vino.
Sus anfitriones permanecieron en silencio mientras esperaban la continuación de su relato.
—A medianoche, despertaron a Giulia para informarle de que el célebre corsario Barbarroja acababa de desembarcar en compañía de dos mil jenízaros turcos con el propósito de raptarla… ¡para ofrecérsela como regalo al sultán Solimán el Magnífico!
»Los corsarios estaban ya a las puertas de Fondi y llegarían en unos minutos al castillo. Giulia no vaciló ni un segundo: acompañada de un sirviente, fue corriendo a las caballerizas, ensilló su mejor caballo y huyó en camisón por la montaña. Galoparon toda la noche a través de las colinas de los Abruzzos. Al amanecer, se tumbaron unos instantes para descansar un poco y su sirviente intentó violarla. Giulia lo atravesó con su daga, se puso su ropa y reanudó la marcha en dirección al monasterio de San Giovanni in Venere, donde pensaba que encontraría a su mejor amigo, el cardenal de Medicis, que debía de estar allí de retiro.
Valdés se volvió hacia Giovanni, literalmente estupefacto por el relato.
—Es, pues, totalmente posible que tomara este camino y os encontrarais al final del día, al detenerse ella a la orilla del río para que bebiera su montura.
—Posible no, ¡es seguro! —intervino Pietro—. ¡Qué lástima que no la trajeras!
—Me hubiera gustado, pero estaba aterrorizada y deseaba marcharse cuanto antes —repuso Giovanni—. ¡Ahora comprendo por qué!
—Esta historia rocambolesca es increíble —dijo Lucius—. ¿Y qué sucedió después?
Juan de Valdés exhaló un profundo suspiro.
—El cardenal se encontraba en Roma. A la mañana siguiente llegó a sus oídos la noticia del ataque de los corsarios y reclutó un ejército de seis mil hombres. Cuando llegaron a Fondi, encontraron la ciudad arrasada. Barbarroja se había ido con las manos vacías, pero, llevado por la rabia de haber dejado escapar a su presa, mató a todos los habitantes que pudo, saqueó las casas ricas y profanó las sepulturas de los castellanos. Fue una terrible carnicería.
Los tres hombres se quedaron aterrados imaginando las escenas de horror evocadas por el español.
—Pero ¿por qué razón se le había metido en la cabeza a Barbarroja capturar a la bella Giulia para regalársela al sultán? —preguntó Pietro—. Esa operación en las tierras del Papa era muy arriesgada. Además, ¿no tiene ya el señor de Constantinopla varias decenas de esposas en su harén?
—Amigo mío, has puesto el dedo en el aspecto más oscuro de toda esta historia y que todavía no ha sido aclarado. La hipótesis apuntada por muchos es sórdida: fue la propia hijastra de Giulia, que no había aceptado ser desheredada en favor de esa mujer a la que odiaba, quien alertó al corsario sobre la belleza excepcional de la condesa y le prometió entregarle las riquezas del castillo a cambio de ese rapto. De hecho, los corsarios estaban perfectamente informados, y parece ser que unos cómplices los guiaron hacia el castillo. Pero no se pudo aportar ninguna prueba contra la hija de Vespasiano Colonna. Las sospechas, sin embargo, se vieron confirmadas un año más tarde, cuando encontraron al cardenal Medicis, el mejor amigo y el más firme apoyo de Giulia, asesinado en los jardines de la condesa. Aunque también se dice que ese acto podría haber sido cometido por otro hombre locamente enamorado de la bella Giulia.
»A partir de ese momento, la joven condesa se sintió harta de tantas intrigas y decidió retirarse del mundo. Se instaló en un convento de Nápoles y ha apoyado diversas obras. Yo la conocí la primavera pasada a través de nuestro amigo Bernadino Ochino, que predicaba el retiro de cuaresma en Nápoles.
Valdés se volvió esta vez hacia su amigo Lucius.
—Y debo decir que ese encuentro fue útil, porque la condesa es muy receptiva a nuestras ideas. Desde entonces apoya a nuestros grupos evangélicos y trabaja para favorecer el acercamiento entre católicos y reformadores.
—Muy bien —aprobó el humanista.
La conversación derivó entonces hacia las actividades de Juan de Valdés en Nápoles y el desarrollo a través de las grandes ciudades italianas de esos grupos evangélicos que intentaban reformar la Iglesia desde dentro, tendiendo a la vez la mano a los luteranos.
El relato había conmovido a Giovanni en lo más profundo de su ser. Se pasó varias semanas pensando en la condesa Giulia. «¡Qué trágico destino para una persona tan dotada por la naturaleza y por la vida desde su nacimiento!», se dijo. Tal como le había sugerido su maestro, rezó con frecuencia por esa persona a la que había visto muy brevemente y continuó interrogándose sobre el sentido de aquel encuentro.
Tales eran los pensamientos de Giovanni en aquellos hermosos días de finales de otoño. Una mañana, mientras vagaba por el bosque a menos de un centenar de metros de la casa, se encontró cara a cara con una decena de jinetes armados.