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Los meses que siguieron fueron los más excitantes de la joven existencia de Giovanni.

Los ejercicios diarios en compañía de Pietro le hacían sentir su cuerpo de un modo diferente. Había adquirido flexibilidad y notaba mejor cada uno de sus músculos. El entrenamiento en el manejo de la espada le daba, además, una agilidad y una vivacidad nuevas.

Pero se sentía más transformado aún por el maestro Lucius. El anciano había decidido dirigir varios cursos en paralelo. Un curso de latín, a fin de que su joven estudiante llegara a dominar la lengua de los letrados, indispensable para leer la mayoría de las obras de filosofía y teología. Un curso de Sagradas Escrituras y de teología. Un curso de griego, a fin de que pudiera leer a los principales filósofos y los Evangelios en versión original. Finalmente, un curso de filosofía, no solo para que adquiriera un buen conocimiento de los grandes temas de la moral, de las ciencias naturales y de la metafísica, sino sobre todo para que aprendiera a pensar por sí mismo, para que desarrollara su espíritu crítico y su capacidad de discernimiento.

Porque, para el maestro Lucius, filosofar significaba adquirir un saber, sí, pero sobre todo desarrollar la facultad de razonar y de actuar sin prejuicios. Filosofar era aprender a vivir como ser humano lúcido, libre y responsable.

Para él, al igual que para su amigo Erasmo, la filosofía no se oponía a la fe. Simplemente, permitía a la fe ser más madura, más personal, más justamente crítica con los dogmas y las instituciones. Al igual que su amigo holandés, el maestro Lucius reprochaba a la Iglesia haber dado la espalda a los ideales evangélicos que habían presidido su fundación. La criticaba violentamente porque la amaba y deseaba verla recuperar la sencillez y la pureza de sus orígenes, cuando Jesús arengaba a sus discípulos en los caminos de Judea y de Galilea, exhortándolos a abandonarlo todo para seguirle. La Iglesia, y muy en particular Roma, se había convertido con el transcurso de los siglos en uno de los principales lugares de poder y de corrupción, de intrigas políticas, de desenfreno sexual y de culto al dinero.

Esa era la razón por la que un joven monje alemán, llamado Martín Lutero, se había rebelado contra el poder romano. Había exigido que se abandonara la práctica de las indulgencias, consistente en vender el perdón de los pecados para evitar las penas del purgatorio en la vida futura. Siguiendo a Erasmo, llamaba a la Iglesia a comprometerse en una profunda reforma de las costumbres y a volver al mensaje primero de Jesucristo. Impregnado de las ideas de los humanistas, pedía también que se tradujera la Biblia a la lengua del vulgo para que todos los fieles pudieran leerla y ejercer su espíritu crítico en lo concerniente a los principios evangélicos y al dogma romano. Una decena de años antes, en enero de 1521, la Iglesia había excomulgado a Lutero, pero sus ideas no cesaban de extenderse por todo el norte de Europa y algunos príncipes las apoyaban.

Fuera de los cursos, el maestro Lucius abordaba también con su joven discípulo estas cuestiones candentes y que le apasionaban. Le explicó que había tenido que marcharse de Florencia unos meses después de la ruptura entre Lutero y Roma, porque había condenado vivamente, en un pequeño opúsculo, la excomunión del antiguo monje de Wittenberg.

Un día, cuando el invierno tocaba a su fin, Giovanni preguntó a su maestro por qué no se había unido al bando de los reformadores, puesto que parecía compartir lo esencial de los puntos de vista de Martín Lutero.

—Por una cuestión filosófica y teológica mayor —respondió el anciano—: la del libre albedrío.

—El libre albedrío… —murmuró Giovanni.

La cuestión del destino y la libertad humanos era una de sus principales preocupaciones. Desde que había conocido a la bruja y le había predicho su destino, se preguntaba si al hombre le era posible cambiar su curso mediante el ejercicio de la libertad, o si estaba condenado a debatirse en vano.

Esperaba pacientemente que Lucius le explicara lo que significaba esa noción y por qué había motivado su rechazo a adherirse a la reforma luterana. Eso le brindaría también la ocasión, se decía Giovanni, de preguntarle acerca de la cuestión de la libertad y el destino.

Tras un largo silencio, el anciano acabó por levantarse de su asiento. Fue hasta el centro de la estancia principal, pidió a Giovanni que lo ayudara a empujar la mesa y las sillas, y a continuación apartó la alfombra. Una trampilla apareció ante los ojos estupefactos del joven.

—Vas a ver mi biblioteca secreta —dijo en un tono festivo—. Abre la trampilla; yo voy a buscar una vela para alumbrarnos.

Los dos hombres bajaron a un pequeño sótano. A la derecha de la escalera había un arcón de madera, de un tamaño bastante grande. El anciano lo abrió con una llave que llevaba colgada del cuello. El arcón, lleno de paja, contenía unas treinta obras.

—Los tesoros de mi biblioteca personal —comentó el filósofo.

—¿Tenéis miedo de los bandidos? —preguntó Giovanni.

—No. Los libros interesan poco a los ladrones de estas tierras. Pero temo que un incendio destruya estas obras que me son tan queridas. ¡Aquí están a salvo!

El maestro Lucius sacó algunos libros de entre la paja. Uno de ellos atrajo la atención de Giovanni. Tenía un grueso lomo y estaba magníficamente encuadernado.

—¡Qué libro tan precioso! —murmuró Giovanni con admiración.

—¡Ah!, te has fijado en la perla de mi colección.

El filósofo cogió el volumen y lo abrió.

—Es un libro de una rareza excepcional, escrito por un astrólogo árabe llamado Al-Kindi. Este que ves es el único ejemplar en latín. Posee un valor incalculable y temo que la humedad de este sótano acabe estropeándolo.

Lo guardó con cuidado antes de coger otro volumen. Cerró el arcón y subió los siete peldaños de la escalera detrás de Giovanni, que llevaba la vela. Mientras el joven cerraba la trampilla y colocaba en su lugar la alfombra y los muebles, el anciano fue a buscar otros dos libros a la biblioteca. Tendió los tres a Giovanni.

—Toma, hijo.

Giovanni se inclinó sobre el precioso botín. El primer libro era delgado: se trataba de una epístola del apóstol san Pablo, la Epístola a los Romanos, que todavía no había leído. El segundo era una breve obra de Erasmo titulada Diatribe sive Collatio de Libero arbitrio, o sea, «Diatriba o confrontación sobre el libre albedrío». Se trataba de la edición original publicada en Basilea en 1524, es decir, hacía justo diez años. El último era una obra de Lutero publicada en 1525 y titulada De servo arbitrio, «Sobre el albedrío esclavo». Los tres libros estaban escritos en latín.

—Aquí tienes tres textos esenciales para discutir sobre la concepción cristiana de la libertad humana. Voy a hacerte algunas aclaraciones sobre ese punto y a explicarte la razón por la que no he seguido a Lutero. Pero antes lee el principio de la epístola de Pablo. ¡Es un placer tan grande escuchar estos textos en voz alta!

Giovanni abrió el delgado libro y, con un nudo en la garganta, empezó a leer:

—«Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para anunciar el Evangelio de Dios…».