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Hasta el final del desayuno, el maestro Lucius interrogó largamente a Giovanni sobre él mismo. El muchacho habló con el corazón en la mano y le contó toda su historia. Solo omitió los acontecimientos de los dos últimos días, por miedo a que el filósofo no le creyera y lo echara de su casa en el acto.

El anciano quedó impresionado por la inteligencia y la pureza de corazón de Giovanni. Mientras le escuchaba, le entraban ganas de transmitir su saber a una mente joven como la suya, virgen de todo conocimiento. Además, el dominio relativo que tenía el muchacho de la lengua latina, aunque debía ser perfeccionado, facilitaría considerablemente su aprendizaje. Se preguntaba si la Providencia no le habría enviado a ese joven a fin de que, en el crepúsculo de su vida, pudiera transmitir lo esencial de su saber y de su pensamiento. Decidió concederse un tiempo de reflexión y observar atentamente a Giovanni, su carácter y, sobre todo, su perseverancia y su motivación para el estudio.

En cuanto terminaron de desayunar, le preguntó si deseaba quedarse unos días. Giovanni se sintió transportado de alegría al oír pronunciar esas palabras y no pudo evitar responder:

—¡Y varias semanas! ¡Incluso varios meses si lo deseáis!

—¿Y Elena? No olvides que has dejado tu pueblo y a tu familia para reunirte con esa encantadora persona…, ¡no para vivir con un viejo irascible! —bromeó el maestro Lucius, satisfecho del entusiasmo que el muchacho manifestaba.

Después lo dejó en manos de Pietro para que le enseñara la casa y le explicara sus costumbres en la vida cotidiana. El gigante propuso a Giovanni que lo acompañara al bosque en busca de leña.

—Ha sido un acierto traerte, creo que le gustas a mi señor —dijo el hombre mientras recogía ramas secas.

—No lo sé. Pero me alegro muchísimo de que me haya ofrecido quedarme con vosotros. Nunca podré agradecerte bastante que me hayas propuesto acompañarte a casa de tu señor. ¡Es un hombre extraordinario!

—Más de lo que puedas imaginar. Es un erudito, y habla griego, latín y seis lenguas vulgares además del italiano. ¡Pero sobre todo es un filósofo y un astrólogo ilustre en toda la cristiandad!

Giovanni se quedó un momento en silencio. Ignoraba lo que era un astrólogo.

—Y tú —dijo, deseoso de pasar a otro asunto—, ¿has estado siempre al servicio del maestro Lucius? ¿Nunca has estado casado?

—¡Nunca! Tuve muchas aventuras galantes cuando vivíamos en Florencia, eso sí, e incluso cuando acompañaba a mi señor en sus viajes. Pero, como él, nunca he sentido deseos de vivir con una mujer y de criar hijos. Y ya ves, con la edad, el deseo de mujeres casi se me ha pasado.

—¿Y también estudias con tu señor?

—No. Sé algunas cosas porque él me habla de ellas, o porque oigo conversaciones en las escasas ocasiones en que recibe visitas. Hace más de treinta años que estoy a su servicio, y pronto hará trece que vivimos aquí. Pero yo no sé leer en latín como tú. ¡Mis libros son las armas!

—¡Las armas! —repitió Giovanni, estupefacto—. ¿Qué quieres decir?

—Fui maestro de armas en casa de un noble florentino, el señor Galfao. Desde los diez años, aprendí a manejar la espada, la ballesta, el cuchillo y la lanza. Después me convertí en el jefe de su guardia personal y enseñé a manejar las armas a muchos hombres.

—¿Por qué dejaste a ese señor para servir al maestro Lucius?

—¡Por culpa de una mujer!

Giovanni miró, atónito, al gigante, el cual prosiguió su relato con una sonrisa divertida en los labios:

—¡Fui el causante de que le pusieran los cuernos a mi señor! Me echó y ningún otro noble quiso tomarme a su servicio por miedo a contrariarlo. Pensaba marcharme de la ciudad y alistarme como mercenario, pero al final el maestro Lucius me ofreció ser su guardia personal. Entonces era un hombre ilustre en Florencia, pero recibía muchas amenazas debido a sus tomas de posición en materia religiosa y política. Cuando tuvo que exiliarse, decidí acompañarlo y me convertí en una especie de hombre para todo… ¡Y a mis casi sesenta años, aquí sigo!

Una idea atravesó la mente de Giovanni.

—¿Todavía sabes utilizar las armas?

—¡Por supuesto! ¡Tengo aquí las necesarias para equipar a un regimiento! Y más de una vez he tenido que usarlas para echar a bandidos que merodeaban alrededor de la casa.

—Si me quedo algún tiempo, ¿aceptarás iniciarme en el manejo de algunas armas, como el cuchillo o la espada?

Pietro se incorporó lentamente y miró a Giovanni de hito en hito, con las manos apoyadas en sus anchas caderas.

—¡Nada podría complacerme más, muchacho!

Giovanni pasó los días siguientes en estado de gracia. Agradeció al Cielo por ese encuentro que casi le había hecho olvidar el de Luna, que tan perturbador le había resultado. Con un celo extraordinario, ayudó a Pietro en las diferentes tareas domésticas, perfeccionó su latín trabajando con asiduidad y devoró en menos de dos días la traducción latina del Manual de Epicteto, que el maestro Lucius había puesto entre sus manos. Comenzó asimismo a aprender con Pietro el manejo de la espada.

Le gustaba esa alternancia de estudios intelectuales y ejercicio físico, y apreciaba enormemente la compañía de los dos hombres, de carácter tan diferente. Pietro era una suerte de oso jovial y tierno, mientras que el maestro Lucius demostraba ser de una gran severidad y podía tener accesos de cólera tan breves como violentos. Pero Giovanni, que sabía apreciar la generosidad con la que el filósofo le enseñaba, no le daba la menor importancia a esos episodios.

La verdadera prueba tuvo lugar ocho días después de su llegada.

El maestro Lucius lo convocó justo después del desayuno. Tenía un aire más grave que de costumbre. En un tono casi solemne, pidió a Giovanni que se sentara en un taburete, frente a él.

—Hijo —empezó a decir, aclarándose la voz—, hace más de una semana que compartes la vida con nosotros y que, de acuerdo con tus deseos, recibes mis enseñanzas y las de Pietro. ¿Qué deseas para el futuro?

Giovanni permaneció en silencio unos instantes. Después dijo con seguridad:

—Maestro, deseo con todo mi corazón quedarme con vosotros para continuar aprendiendo.

—Muy bien. Pero ¿sabes lo que eso significa?

Giovanni, desconcertado, contestó un tanto vacilante:

—Seguir con asiduidad vuestras clases, trabajar sin descanso, estudiar…

—Sí, pero la decisión te compromete también en la duración. Porque de ninguna manera pienso transmitir, aunque solo sea una parte de mi saber, a alguien voluble o superficial, capaz de irse, según se le antoje, a fabricar su miel a otro sitio después de haber libado algunas flores perfumadas. Debes saber que te adentras en un camino largo y difícil. Una sólida formación intelectual puede llevar años, aunque te dediques por entero a ello. Si tu intención es quedarte aquí unas semanas o unos meses, vale más que sigas tu camino y te reúnas con tu amada cuanto antes.

Las palabras del anciano eran un duro golpe para el corazón de Giovanni. Pero le obligaban a tomar una decisión tajante respecto a una ambigüedad interior de la que estaba tomando conciencia. Siempre había estado ávido de conocimientos. La adquisición de saber era para él un fin en sí mismo. A la vez, su deseo de reunirse con Elena y de conquistar su corazón se había convertido en su prioridad, y veía los estudios como el mejor medio de lograr ese fin. En otras palabras, no se arriesgaría a perder a Elena por cultivar su inteligencia. Sin embargo, su maestro le exponía claramente que no podía subordinar el aprendizaje de la filosofía al amor de una mujer. Debía adentrarse en esa vía sin segundas intenciones, con todo su cuerpo y toda su alma. Ese compromiso podría exigir años. ¿Tendría paciencia para esperar tanto tiempo antes de volver a ver a su amada? ¿Y no se exponía a que ella estuviera comprometida cuando volviera a verla? El riesgo era enorme. Apenas una semana antes, no lo habría corrido. Ahora, cuando acababa de degustar con deleite la satisfacción de instruirse, le resultaba mucho más difícil elegir.

—¿Cuánto tiempo tendría que quedarme con vos? —acabó por preguntarle al anciano.

El filósofo se frotó la barbilla con aire pensativo.

—Me es imposible responderte con certeza. Eso depende de tus aptitudes y de tu pasión por aprender. Pero digamos que no es imaginable que permanezcas conmigo… menos de tres años.

«¡Tres años!», se repitió Giovanni, estremeciéndose. Tres años sin ver a Elena. Eso le parecía superior a sus fuerzas. Pidió a su maestro un poco de tiempo para reflexionar. Este le concedió hasta el día siguiente por la mañana.

Giovanni se pasó, pues, el día y la noche cavilando sobre esa cruel alternativa. Decidiera lo que decidiese, debía hacer un verdadero sacrificio. Cuando salió el sol, Giovanni estaba agotado por esa lucha interior. Pero había tomado una decisión.

Como todos los que han tenido que efectuar una elección dolorosa, tras haberlo hecho se sentía aliviado. Había comprendido que el maestro Lucius y Pietro le brindaban la ocasión de convertirse en un hombre. Un hombre físicamente pleno, capaz de combatir, de defenderse o de defender a los demás contra bandidos y merodeadores. Un hombre también pleno intelectual y moralmente, capaz de conocerse y de comprender el mundo. Aun a riesgo, cosa terrible, de perder a Elena, no podía renunciar a esa oportunidad. Sabía también que, si Elena todavía estaba libre cuando volviera a verla, sus posibilidades de conquistar su corazón se verían multiplicadas por diez.

Fue a ver al maestro Lucius, que estaba regando el huerto.

—Maestro —dijo sobriamente—, ya he tomado una decisión: me quedo con vos el tiempo que os parezca necesario para mi formación.