Luna se quedó en silencio. Sus ojos se cerraron y unas lágrimas resbalaron por sus mejillas. Se las secó y dirigió por fin la mirada hacia Giovanni.
—Perdóname, no debería haberte propuesto leer tu futuro.
Giovanni había permanecido como anonadado todo el tiempo que habían durado las visiones. No había entendido nada de ese fresco sangriento y se sentía totalmente ajeno a aquella historia incoherente. Como mucho, habría podido identificarse con el chiquillo que había perdido a su madre, pero ninguna joven muy morena lo había consolado. También había pensado en Elena cuando Luna había mencionado a una mujer que miraba con compasión a un hombre que sufría a causa de ella. Pero no podía tratarse de la joven veneciana, ya que, según la vidente, era una mujer madura. Cuanto más imposible le resultaba relacionar su vida con esa historia, más conmovido e impresionado se sentía. Su alma se había visto afectada en lo más íntimo, sin que su razón supiera por qué. Allí estaba, pues, conmovido e incapaz de pensar o articular una palabra. Luna rompió una vez más el silencio:
—Es la primera vez que veo tantas cosas y de manera tan desordenada. No sé quién eres y no tienes el aspecto del hombre que he visto mirando las entrañas del animal. Ese no solo era un criminal, sino que además lo percibía como un hombre poderoso y con grandes conocimientos. A ti te veo más aspecto de campesino.
—Es verdad, no soy más que un simple campesino —dijo Giovanni, casi tranquilizado por sus propias palabras—. Y me pasa lo mismo que a ti, no comprendo nada de tus extrañas palabras.
El muchacho se levantó lentamente.
—Estoy agotado. Este día tan agitado, tus espantosas visiones, el vino, todo se me ha subido a la cabeza. Necesito dormir.
—Puedes subir a la cabaña. Allí estarás bien y no te despertará la humedad del alba. A mí, esos malditos me han dejado demasiado hambrienta para que renuncie a este manjar. Me reuniré contigo más tarde… Y duerme en paz, no soy una bruja mala.
Giovanni no tuvo fuerzas para sonreír. Ya no pensaba en nada. Subió trabajosamente la escalera de cuerda y se tumbó en un rincón de la cabaña suspendida. Al cabo de unos instantes, se durmió.
A medianoche, un extraño pájaro se puso a cantar. Giovanni necesitó unos instantes para despejarse. Una joven dormía a su lado, acurrucada contra él. Le intrigaron sus cabellos y le acarició suavemente el rostro, iluminado por un rayo de luna. Se sobresaltó.
—¡Elena!
No cabía ninguna duda. Estaba allí, en ese instante, contra él. Dormía plácidamente, con un brazo estirado sobre su torso.
Pese a que era imposible, Giovanni no tuvo ninguna duda. Era ella. Estaba hechizado por la magia de sus grandes ojos cerrados, por la suavidad de su piel, por el olor almizclado de sus cabellos.
Sintió un irrefrenable deseo de posar los labios sobre los suyos. Fue en ese instante cuando la joven entreabrió los párpados. Giovanni se quedó en suspenso sobre sus ojos entreabiertos, con los labios cerquísima de los suyos. Tras la sorpresa inicial, sus miradas se penetraron lentamente, de ternura y de deseo. Giovanni se disponía a romper el encanto de ese delicioso silencio para preguntarle cómo era posible que estuviera allí, cuando la mujer, como si adivinara sus pensamientos más íntimos, se apresuró a ponerle un dedo sobre la boca. Después deslizó el dorso de la mano por la barba incipiente que cubría su mentón, por su cuello, por su torso desnudo. Pareció marcar una pausa a la altura del tórax: a continuación, le dio la vuelta a la mano y subió hasta el otro lado de la cara, a lo largo del cuello, de la mejilla, hasta la punta de los cabellos para asirlos con vigor.
Giovanni ya no era dueño de sí. Estaba hechizado y saboreaba las caricias de la mujer como si fueran un néctar divino.
Ella desplazó la cara a la altura de la suya. Giovanni veía sus miradas fundirse la una en la otra y sus labios cada vez más cerca, cada vez más, hasta deleitarse con su sabor. La mujer se acurrucó contra él y lo envolvió con sus brazos deseosos. Con delicadeza, sus manos pasaban y volvían a pasar sobre las cicatrices todavía vivas de su espalda. Sus caricias le proporcionaban tanto bienestar que parecían aplicar los más refinados ungüentos.
Notó el deseo del muchacho. Con un movimiento rápido que sorprendió a Giovanni, le dio la vuelta y se incorporó sobre él. Deslizó una mano hacia su miembro ardiente. Lo asió y lo introdujo en su gruta íntima. Un movimiento de caderas, casi salvaje, se apoderó del cuerpo de la joven mientras profería débiles gritos. Luego se inclinó hacia él y Giovanni se estremeció al sentir los cabellos sueltos rozarle el pecho al ritmo endiablado de su pelvis.
Ebrio de felicidad, acercó las manos a sus pechos vibrantes y los acarició con devoción. Su emoción era tan intensa que perdió el conocimiento.
¿En qué momento volvió en sí?
La mujer estaba enroscada contra él, desnuda, con el rostro enterrado bajo su brazo. La débil luz del amanecer empezaba a iluminar la cabaña.
La mirada adormecida de Giovanni se detuvo de pronto en los cabellos rojos de su amante.
—¡Luna! —exclamó, incorporándose bruscamente.
La mujer dormía. Un mohín sensual iluminaba los rasgos de su rostro sereno. Giovanni retrocedió.
—¡La bruja me ha engañado! —masculló.
Temblando de miedo y de cólera, recogió su ropa y bajó por la escala lo más deprisa que pudo. Se puso la camisa y los pantalones mientras caminaba, se calzó los zapatos agujereados, cogió con una mano la espada que le había robado al soldado y con la otra su cantimplora de piel de cabra, y se marchó corriendo.