17

Era una hermosa mañana de otoño.

Acababa de llegar a un gran burgo llamado Isernia y le sorprendió ver una ruidosa aglomeración en el centro de la ciudad. La gente corría muy excitada. Preguntó a una anciana.

—¡Han cogido a una bruja! —dijo esta, con los ojos desorbitados debido a la importancia del acontecimiento.

Giovanni había oído hablar de tales criaturas. Sabía que las acusaban de aliarse con el diablo y de ser la causa de muchos males. Pero nunca había visto ninguna. Empujado por la curiosidad, siguió a la multitud y llegó al centro del burgo.

Descubrió con cierta alarma a una encantadora muchacha, de apenas veinte años, de rodillas sobre un estrado al que la habían subido los ciudadanos, amordazada y con las manos atadas. Sus larguísimos cabellos rojos caían de manera desordenada sobre su vestido escarlata. Sus ojos azules se veían tanto más inmensos cuanto que parecían increpar a la muchedumbre con una especie de miedo y de furor.

Giovanni se enteró de que vivía sola desde la muerte de su madre, quien le había transmitido sus conocimientos de las plantas. La joven había continuado aliviando de sus males a los habitantes, para lo cual cogía en los bosques, las noches de luna llena, las hierbas silvestres con las que preparaba remedios. Pero, en los últimos meses, algunas personas que se habían sometido a tratamientos suyos habían fallecido, víctimas de una fiebre infecciosa. A ello se sumaba que la cosecha había sido desastrosa. Asaltado por una sospecha, el cura del pueblo, acompañado de varios parroquianos, había ido por la noche al bosque. Esos hombres afirmaban haber visto a la joven rendir culto al Maligno. La habían cogido y la habían llevado al pueblo. Encerrada durante cuatro días, totalmente privada de agua y de alimentos, había sido interrogada por los notables, pero se había negado a admitir sus crímenes. Como allí nadie estaba habilitado para juzgar a una bruja, habían enviado a un mensajero a caballo a la gran ciudad de Sulmona para informar al obispo. Este último había hecho saber que muy pronto enviaría a un monje inquisidor para proceder a un primer interrogatorio. Si las sospechas se veían confirmadas, la mujer sería trasladada a los siniestros calabozos del obispado para ser interrogada por el prelado en persona. A fin de satisfacer la curiosidad de la población, que temía que se llevaran del pueblo a la bruja sin haber podido verla e insultarla, los notables habían decidido exhibirla durante el día en la plaza pública. Por miedo a que profiriera alguna horrible blasfemia, o intentara echar mal de ojo, habían tomado la precaución de amordazarla.

Giovanni observaba con atención a la muchacha, contra quien la gente arrojaba toda clase de fruta podrida, acompañada de pullas. Estaba sentada sobre los talones y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Cuando el insulto era demasiado cruel o el golpe demasiado violento, erguía el rostro súbitamente, con los ojos encendidos. Luego volvía a bajarlo con resignación. Giovanni sintió una profunda desazón. Se marchó del burgo.

Por el camino que lo alejaba de la ciudad, no pudo olvidar el rostro de aquella mujer. ¿Era realmente una adepta de Satán? No conseguía imaginarlo. Su mirada delataba sobre todo miedo y una especie de sentimiento de injusticia. Por segunda vez en su vida, rezó. Suplicó a Dios que acudiera en ayuda de esa pobre criatura y recitó varios Páter para sus adentros.

Al anochecer, se detuvo en un albergue. Se sentó a la única mesa donde quedaba sitio y pidió una comida caliente.

Observando con desagrado la cara del vagabundo, el hostelero pidió que le pagara por adelantado. Giovanni le dio las monedas sin pestañear y añadió una para reservar un jergón en el establo. Mientras comía, un monje y un hombre armado entraron en el albergue. Pidieron una buena comida y se sentaron frente a él. Por su conversación, comprendió que se trataba del inquisidor, escoltado por un guardia, que iba a interrogar a la joven. Prestó atención. Habían llegado a caballo con la intención de hacer un alto durante la noche y llegar al burgo por la mañana. El monje había reservado una habitación y el guardia dormiría con los caballos en el establo. Giovanni se enteró de que con toda certeza la muchacha sería trasladada a la gran ciudad para ser escuchada allí y juzgada por el obispo. Por lo que entendió, este ya había hecho quemar a varias mujeres acusadas de prácticas satánicas.

Inmediatamente después de cenar, Giovanni se fue al establo. Se tumbó sobre el jergón y no tardó en ser seguido por el guardia, que se acomodó sin decir palabra y se durmió.

Giovanni no podía conciliar el sueño. La mirada de la bruja lo obsesionaba.

A medianoche tomó una grave decisión y urdió un plan. Poco antes del amanecer, pasó a la acción.

Se aseguró de que el guardia dormía profundamente. Entonces, cogió un leño y le asestó un golpe seco. El hombre ni siquiera profirió un grito. Giovanni se puso su ropa y se ciñó su espada y su daga. Ató el cuerpo inanimado antes de esconderlo bajo el heno. Se afeitó lo mejor que pudo, ensilló los caballos y esperó febrilmente la llegada del monje. Cuando este apareció, profirió un débil grito al constatar que el guardia había cambiado de cara. Giovanni no le dejó tiempo para reaccionar. Le puso la daga contra el abultado vientre y le ordenó que montara en el caballo sin rechistar. Pasado el estupor, el monje obedeció temblando. Giovanni se sintió aliviado al comprobar que el inquisidor era un cobarde. Era condición indispensable para que su audaz plan fuera un éxito, pues habría sido incapaz de manejar las armas contra un adversario decidido y todavía menos de matarlo.

Los dos hombres se marcharon del albergue y cabalgaron uno junto a otro en dirección al burgo. Giovanni bendecía al cielo por haber tenido desde la infancia pasión por los caballos y haber aprendido a montar bastante bien en la propiedad del jefe del burgo, que tenía varios. Explicó al monje lo que tendría que decir y hacer cuando llegaran. Adoptó un tono de voz amenazador y aseguró al aterrorizado religioso que no vacilaría en matarlo si intentaba desobedecerle.

Los dos hombres llegaron a la ciudad a media mañana. Su llegada no pasó inadvertida, y una multitud de curiosos los escoltó hacia la plaza donde estaba atada la bruja.

Tal como Giovanni le había exigido, el monje ordenó, sin siquiera bajar del caballo, que soltaran a la joven y la pusieran sobre la montura del guardia. Los hombres que vigilaban a la bruja se quedaron sorprendidos por semejante petición, pero no se atrevieron a contradecir las órdenes del inquisidor. La hicieron bajar de la plataforma, pero le dejaron la mordaza y las manos atadas a la espalda. Después la sentaron a mujeriegas en el caballo del guardia. Giovanni sintió con cierta emoción el cuerpo largo y flexible de la mujer pegarse al suyo. Con una mano, la asió firmemente de la cintura para que no se cayera; con la otra, aflojó ligeramente la brida de su montura para hacerla avanzar.

Giovanni leyó en sus hermosos ojos una mezcla de credulidad y de alerta, pero sobre todo le impresionó la intensidad de su mirada, pese al cansancio y la sed que la torturaban. Una ligera duda atravesó su mente y se preguntó qué haría si se encontrara ante una verdadera bruja que intentara hechizarlo. No tuvo apenas tiempo para detenerse en ese pensamiento. Un murmullo empezaba ya a elevarse de la multitud, que no comprendía por qué el inquisidor iba a marcharse con la bruja cuando estaba previsto interrogarla en presencia de los notables.

El cura hizo acto de presencia y le preguntó al monje qué significaba aquello. El religioso, que seguía al alcance de la daga de Giovanni, contestó, apurado, que convenía interrogar a la mujer en un lugar que no fuese aquella plaza pública.

El cura replicó que sería más prudente trasladarla flanqueada por dos hombres fornidos y se acercó a la montura de Giovanni. El muchacho intuyó que la situación se le iba a escapar de las manos.

Sin tomarse tiempo para reflexionar, estrechó a la mujer contra sí y dio un enérgico golpe con los estribos. El caballo se lanzó al galope en medio de los curiosos, estupefactos. El monje salió entonces de su inercia y gritó:

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! ¡No conozco a ese hombre! ¡Es un impostor!

Pero ya era demasiado tarde. Giovanni había salido de la plaza y se había adentrado en una calleja que llevaba a la salida de la ciudad.

Como casi todos los habitantes estaban congregados en el centro, solo encontró a algunos viejos que lo miraron pasar. Cuando los notables reaccionaron y enviaron a unos jinetes en su persecución, ya había recorrido media legua.

La bruja tardó unos instantes en darse cuenta de que había sido raptada delante de las narices de sus verdugos. También comprendió, por el nerviosismo de su secuestrador, que la partida no estaba ganada y que había actuado solo. Le hizo una seña con los ojos para que le quitara la mordaza. En cuanto quedó liberada, le dijo:

—Continúa hasta el puente y luego gira a la izquierda en el sendero que bordea el río.

El muchacho obedeció. Detrás de ellos, una nube de polvo se acercaba.

—No temas —lo tranquilizó la joven, que parecía leerle el pensamiento—, llegaremos al bosque antes de que nos hayan alcanzado.

Se internaron, efectivamente, en un espeso bosque. El caballo no podía avanzar.

—Sujeta la montura a ese árbol y desátame las manos —ordenó de nuevo la joven, que parecía desenvolverse perfectamente. Giovanni no vaciló ni un segundo y le cortó las ligaduras con la daga. La mujer se precipitó sobre la cantimplora colgada de la silla y se bebió hasta la última gota. Después miró a Giovanni directamente a los ojos.

—¡Esos malditos casi me matan de sed! Acompáñame, jamás nos encontrarán en este bosque.

Lo cogió de la mano y lo condujo por la espesura.