Pese a su juventud, Giovanni tenía aspecto de vagabundo. Con los zapatos agujereados, las alforjas en bandolera sobre unos pantalones y una camisa remendados, y la barba hirsuta, caminaba desde hacía cincuenta y siete días y otras tantas noches.
Se había marchado de su pueblo natal tres semanas después del descubrimiento de la carta que su padre había intentado ocultarle. Una vez tomada la decisión de ir a Venecia para ver a Elena, había aplazado la partida hasta que finalizara el trabajo en los campos. Su padre, al igual que el cura, había intentado disuadirlo de que emprendiera un viaje tan peligroso. Pero nada había podido mermar la determinación del joven.
Una mañana, se había levantado poco antes del amanecer, había reunido sus escasos ahorros y había tomado el camino de Nápoles. Sabía que Venecia estaba al norte, en el otro extremo del país, en la costa adriática. Es cierto que habría podido llegar en menos de una semana embarcándose en un navío mercante en el puerto de Catanzaro y pagar el viaje trabajando a bordo, pero, como buen campesino, prefirió ir a Venecia por vía terrestre.
Puesto que tendría que ofrecer sus servicios en las granjas para comer, el viaje podía prolongarse varios meses. Sin que él lo sospechara, esa elección iba a comprometer el resto de su existencia. Pero esa decisión también estaba motivada por el gran temor que sentía Giovanni. Quería encontrar a Elena, desde luego. Por el camino, no paraba de repetirse la frase de su amada: «Seguramente jamás tendremos ocasión de volver a vernos». Había leído ese «seguramente» como una sutil llamada de la joven. ¿No habría podido escribir «sin duda alguna»? Eso intensificaba su motivación para buscarla. Al mismo tiempo, sabía lo difícil que le resultaría acercarse a ella. Incluso una vez superado ese primer obstáculo, ¿tendría suficiente inteligencia, elegancia y bellas palabras para seducir el corazón de la joven noble? ¿No se sentiría terriblemente decepcionada al ver a ese campesino ignorante y mal vestido? El amor que abrasaba su corazón sin duda no bastaría para hacer que el de Elena latiera por él.
Así pues, Giovanni se encomendó a la Providencia y decidió dejarse guiar por los encuentros que fuera teniendo y hacer uso de todas las enseñanzas y experiencias: el arte, la religión, las ciencias, las buenas maneras, el manejo de las armas y del lenguaje… Sabía que un viaje así podría durar un año, incluso más, pero no le importaba.
Sería capaz de esperar para darse todas las oportunidades de acercarse a Elena y de conquistar su corazón.
Con el alma concentrada en ese único objetivo, pronto haría dos meses que recorría los grandes caminos deteniéndose de vez en cuando para ganar un poco de dinero. Su primer encuentro interesante fue con un burgués al que conoció en un albergue y que le pareció instruido. Le propuso trabajar a su servicio a cambio de algunas enseñanzas.
El hombre, que tenía un negocio de cerámica, lo había llevado a su casa y, por el camino, le había explicado la compleja situación política de Italia.
Pese a estar, en parte, culturalmente unificada por la lengua, las costumbres, el pensamiento o las artes, políticamente la península Italiana estaba muy dividida. Al noroeste, los ducados de Saboya y de Milán habían sabido conservar su independencia, pero eran permanentemente víctimas de las invasiones francesas. Al noreste, a orillas del mar Adriático, la república de Venecia era una gran potencia comercial y marítima, gobernada por un dux vitalicio. Esa evocación emocionó profundamente a Giovanni, el cual hizo varias preguntas sobre la capital véneta, pero su interlocutor solo la conocía de modo superficial y nunca había estado allí. Le explicó, sin embargo, que Venecia había rivalizado constantemente con la pequeña república de Génova, situada en la costa opuesta, a orillas del mar Mediterráneo, y había estado igualmente expuesta durante mucho tiempo a las invasiones francesas.
En cuanto a la gran república de Florencia, comprendía buena parte de la Toscana. Estaba rodeada de pequeños señoríos autónomos, como Módena, Parma o Plasencia. En el centro de la península, al este y al sur de la república de Florencia, se encontraban los Estados Pontificios, que dependían del poderoso soberano pontífice, el cual era tanto la cabeza espiritual de la Iglesia como la cabeza temporal de un conglomerado de provincias, que incluían sobre todo la vasta región montañosa de los Abruzzos. Todo el sur de la península Italiana estaba constituido por el Estado más vasto, del que Giovanni y el comerciante eran súbditos: el reino de Nápoles y de Sicilia. El trono lo ocupaba una rama menor de la casa española de Aragón, pero desde finales del siglo XV el rey de Francia reivindicaba legítimamente sus derechos a la corona de Nápoles. Así era como Carlos VIII y posteriormente Luis XII habían logrado conquistar el reino, antes de tener que replegarse frente a la liga armada de los otros estados europeos. Pues, si bien el reino de Francia era sin discusión el más importante en la primera mitad del siglo XVI, explicó el negociante, en cambio militar y económicamente permanecía dominado por un conjunto político poderosísimo, heredero del imperio de Carlomagno: el Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador, elegido de forma vitalicia por siete electores, reinaba sobre un vasto mosaico de reinos y de estados independientes que se extendían desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo y comprendían entidades tan distintas como los Países Bajos españoles, el Franco Condado, Austria, los cantones suizos, Baviera, Sajonia, Bohemia, los ducados de Milán y Saboya y la república de Florencia. En 1519, tras la muerte de Maximiliano, precisó el comerciante, el rey de España, Carlos de Habsburgo, había sido elegido emperador tras derrotar a otro candidato prestigioso: el rey de Francia, Francisco I. Incorporando sus propias posesiones —como España o el reino de Nápoles y de Sicilia— a su inmenso imperio, Carlos V se había convertido en el auténtico dueño de Europa.
Desde el fondo de su pobre Calabria natal, Giovanni no se había enterado de esos conflictos, aunque había oído hablar del célebre emperador.
El joven hizo muchas preguntas más al burgués, que le explicó detalladamente la historia de Europa y las organizaciones políticas de los estados. Le relató asimismo las incesantes querellas entre Carlos V y Francisco I.
Sin embargo, una vez en su casa, el hombre ya no volvió a encontrar tiempo para hablar con Giovanni. Le hizo trabajar quince horas al día cortando madera y alimentando un horno gigante donde cocía piezas de cerámica, mientras que dejaba siempre para más tarde la tarea de enseñarle cosas nuevas.
Al cabo de diez días, Giovanni había acabado por darse cuenta de que no obtendría nada más y había decidido proseguir su camino. Había dejado hacía poco los estados de Nápoles y ahora caminaba por los Estados Pontificios. Habría podido desviarse hacia la costa adriática para evitar el macizo montañoso de los Abruzzos, pero su instinto lo empujó, por el contrario, a penetrar en esos bosques agrestes.
Así fue como tuvo el primer encuentro determinante para su búsqueda.