6

Para no agravar la atmósfera de confusión que reinaba en el monasterio, don Salvatore decidió mantener en secreto ese sorprendente descubrimiento. Instó a fray Ángelo a dejar abierto a partir de ese momento el taller de pintura y a observar lo que hacía el amnésico, sin importunarlo jamás en su trabajo.

Todas las noches, una vez dormidos los monjes, el hombre iba al taller y continuaba su obra. Después dejaba el icono allí sin preocuparse de nada.

Tras haber grabado el dibujo de la Virgen con el Niño y perfilado los personajes utilizando láminas de oro, había seleccionado cuidadosamente los pigmentos, los había mezclado con una yema de huevo y había empezado a pintar. Partiendo de las capas más oscuras de la piel y de las vestiduras, aportaba progresivamente luz, y el icono iba cobrando vida a una velocidad sorprendente.

Fray Ángelo estaba asombrado de la destreza del pintor y de la finura del drapeado del manto de la Virgen, firma de los grandes pintores de iconos. En cuanto al prior, veía en ello la prueba flagrante de que su intuición no le había engañado. Pero ¿qué increíble destino había llevado a un monje ortodoxo, pintor de iconos, a ser gravemente herido y recogido por una sanadora en pleno corazón del macizo italiano de los Abruzzos? ¿De qué importante secreto era depositario para que siguieran intentando matarlo en el seno del monasterio, sin dudar en asesinar salvajemente a otro monje que había salido en su defensa? Don Salvatore solo pensaba en una cosa: descubrir la identidad y la historia de ese hombre. Pero ¿cómo iba a conseguirlo?

Una mañana, durante el oficio de laudes, el prior tuvo otra idea cuya paternidad atribuyó inmediatamente al Espíritu Santo por lo luminosa que le pareció. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que el amnésico hubiera vivido en el famoso monte Athos. Y don Salvatore mantenía excelentes relaciones con un rico comerciante de Pescara, Adriano Toscani, que iba con frecuencia a Grecia. ¿Por qué no confiarle la misión de ir al monte Athos con un retrato del amnésico hecho por fray Ángelo, para investigar sobre ese misterioso pintor de iconos?

Convocó al comerciante, que aceptó gustoso ir al monte Athos, tanto más cuanto que se disponía a fletar un barco para Grecia. Athos estaba a una semana escasa de Pescara. Al cabo de quince días como máximo, aseguró, estaría de vuelta.

Don Salvatore rogaba al Cielo que el abad no regresara antes de que Toscani hubiera cumplido con éxito su misión.

Esperando su regreso con ansiedad, continuaba yendo todas las noches al taller para ver cómo avanzaba el trabajo del pintor. Un detalle había llamado la atención de los dos monjes: el hombre casi había terminado de pintar el rostro, las vestiduras y las manos de la Virgen, pero, curiosamente, había dejado en blanco sus ojos. Cinco días después de la marcha de Toscani, don Salvatore vio que el resto del icono estaba acabado y que el hombre había empezado a pintar los ojos. El prior se acercó a la obra prácticamente terminada y observó que los ojos de la Virgen estaban cerrados. «¡Una Virgen con los ojos cerrados! Jamás he visto una cosa así ni he oído hablar de que exista». Pasado el primer momento de sorpresa, don Salvatore se fijó en la belleza conmovedora de la Virgen. Ese detalle hacía resaltar la ligera sonrisa que el pintor había esbozado en las comisuras de la boca de la madre de Jesús y le daba una profundidad y una dulzura inigualables. María parecía absorta en una contemplación interior. Lejos de darle un aire ausente, esa interioridad la hacía intensamente presente.

—Este icono desprende una fuerza impresionante —murmuró don Salvatore con un nudo en la garganta provocado por la emoción.

Permaneció un largo rato inmóvil ante el icono de la Virgen con los ojos cerrados. Su curiosidad se había transformado en oración, y su oración en lágrimas que no lograba contener. Ninguna pintura le había hecho sentir tanto la presencia amante de María. «Este icono es una obra maestra —se dijo—. Solo puede ser obra de un hombre que ha atravesado el infierno de sus pasiones y que las ha superado. Un hombre que dice que la misericordia divina es como el amor de una madre. Que es más fuerte que la muerte…».

Un grito ronco sacó bruscamente a don Salvatore de sus meditaciones. El prior salió precipitadamente del taller. A unos metros de allí, delante de la enfermería, vio al amnésico de pie, con la mirada llena de terror. El monje se dirigió hacia él para interrogarlo. Sin embargo, aunque el hombre hablaba por primera vez con los ojos, ninguna palabra surgió de sus labios. Tendió la mano hacia la enfermería, sumida en la oscuridad. El prior iluminó la habitación con su antorcha y profirió también un grito de espanto.

Un monje yacía boca arriba, con los ojos muy abiertos y la mirada extraviada, como si hubiera visto al diablo en persona. Estaba muerto.