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Señor, ¿qué habrá pasado ahora?», pensó el santo hombre, levantándose trabajosamente para ir a abrir. Se encontró ante fray Gasparo, con la capucha puesta, como impone el uso después de completas, y muy alterado.

—¡Ha abierto los ojos! El herido ha recobrado el conocimiento.

El prior se sintió aliviado de enterarse por fin de una buena noticia.

Sin entretenerse, acompañó al monje enfermero, impaciente por interrogar él mismo al hombre sobre los trágicos acontecimientos de hacía dos noches.

—Aún no ha pronunciado ni una palabra —prosiguió fray Gasparo—, pero está tranquilo, con los ojos abiertos clavados en el techo.

Los dos monjes entraron en la enfermería. Don Salvatore hizo un gesto de sorpresa al ver la mirada del herido. El hombre tenía un aire ausente, sus mejillas estaban hundidas y destacaban sus pómulos salientes, pero sus ojos, de un negro intenso, estaban teñidos de gravedad y parecían conectados con lo más íntimo de su ser. Don Salvatore tuvo en ese mismo instante el convencimiento de que ese hombre regresaba de los abismos. Leyó en su alma y adivinó en ella un destino a la vez trágico y luminoso. «Indudablemente —se dijo—, este hombre ha conocido el paraíso y el infierno».

—¿Me oís, amigo mío? —susurró el monje al oído del enfermo—. Quizá me oís y no podéis responderme —prosiguió con voz cálida.

Tras un momento de silencio, le cogió la mano. El hombre no tuvo al principio ninguna reacción. Luego volvió lentamente la cabeza en dirección al monje y lo miró sin decir palabra. Don Salvatore intentó captar en el fondo de sus ojos una palabra muda.

En vano. Al cabo de unos instantes, el hombre desvió la mirada y la dirigió de nuevo hacia el techo.

El prior le soltó la mano y, lentamente, se alejó hacia la puerta. Fray Gasparo revisó el vendaje que envolvía el pecho del herido y se reunió con el superior del monasterio.

—Es consciente de lo que le rodea, pero parece ausente de sí mismo —susurró don Salvatore—. ¿Habrá perdido la memoria?

—Eso puede suceder como consecuencia de una conmoción violenta, en efecto —asintió el hermano enfermero—. Le ocurrió a una hermana de mi madre después de haber visto morir a su marido aplastado por una carreta.

—¿Recuperó la memoria?

—Sí, al cabo de más de un año.

—¿Cómo fue?

—Casi por casualidad. Un día, un mercader expuso unos juguetes. Mi tía se quedó inmóvil mirando una pequeña muñeca de trapo. No podía apartar los ojos de ella. Y de repente recuperó parte de la memoria. Se volvió hacia mi madre y le dijo: «Mira cómo se parece a la muñeca que nos disputábamos en otros tiempos». A partir de ese momento, todos los días recordaba sucesos de su pasado, hasta que recuperó del todo el control de su mente.

—Muy interesante —dijo el prior, deteniéndose ante la puerta de su celda—. ¿Te has fijado en la mirada de ese hombre?

—Es triste y profunda —respondió fray Gasparo tras un instante de reflexión.

—Sí. Pero también he visto en ella luz, inteligencia. Casi me atrevería a decir… saber. Ese hombre no es un campesino.

—No tiene manos de campesino. Quizá sea un comerciante.

—Yo diría más bien un artista o un intelectual, pero mi imaginación puede gastarme malas pasadas. Continúa extremando los cuidados y hazle todas las preguntas que puedas. Avísame si pronuncia aunque solo sea una palabra.

Los dos monjes se separaron. Les costó conciliar el sueño. Don Salvatore rezó de nuevo a la Virgen por el desconocido. Deseaba que recuperara la memoria para aclarar el asesinato inexplicable de fray Modesto y el ataque de que él mismo había sido víctima y que había estado a punto de costarle la vida, por supuesto, pero también por la compasión que le inspiraba. Su mirada lo había conmovido. Pensó en la tía de fray Gasparo y se dijo que, en el caso de ese hombre, sin duda se había alzado un muro entre su conciencia y su pasado para ocultar una imagen insoportable. ¿Qué imagen? ¿Cómo hacerle recuperar la memoria? ¿Qué hacía en la cabaña de aquella sanadora a la que los lugareños acusaban, equivocada o acertadamente, de practicar la brujería? La oración del monje se transformaba poco a poco en innumerables interrogantes. Finalmente, don Salvatore acabó por dormirse acurrucado ante el icono de María, hasta que las campanadas anunciando el oficio de maitines lo sobresaltaron.

Durante los días que siguieron, la salud del enfermo mejoró considerablemente. Era de bastante buena constitución y recobraba las fuerzas con una rapidez que sorprendió al hermano enfermero. Ocho días después de que hubiera vuelto en sí, ya podía levantarse y dar unos pasos. Fray Gasparo temía que una caída le reabriera la herida del pecho, pero don Salvatore, por el contrario, lo animó a acompañar al herido en su voluntad de recuperar la movilidad y de explorar el lugar donde se encontraba.

Apoyado unas veces en el hermano enfermero y otras en el prior, el hombre llegaba cada día un poco más lejos. Salió de la enfermería y recorrió el pasillo que comunicaba las estancias comunes del piso superior: la cocina, el refectorio, el scriptorium y el taller de iconos. Acabó por entrar en el claustro, al final del pasillo.

Después consiguió hacer lentamente el recorrido completo. Don Salvatore confiaba en que recuperase la memoria y no dejaba de observar su mirada. Pero el hombre permanecía en silencio; nada en sus ojos parecía delatar una emoción o el afloramiento de un recuerdo enterrado.

El prior no tardó en tener que aguantar los comentarios de varios hermanos, que reclamaban que el enfermo saliera de la clausura para instalarse en la hospedería. Él se opuso, con el pretexto de que el hombre había sido víctima de dos intentos de asesinato y de que sería demasiado peligroso dejarlo salir en ese estado de la clausura monástica, ahora severamente vigilada. Sus explicaciones, sin embargo, no satisfacían a los monjes más apegados al estricto respeto de la regla. El prior sabía que tendría que rendir cuentas de esa audaz decisión al padre abad cuando este volviera de su viaje. Sabía también que era muy probable que el anciano la desaprobara y echara al herido del monasterio. Y tenía el tiempo contado, ya que el abad había anunciado su regreso para Pascua. Al prior le quedaban, pues, menos de tres semanas para tratar de que el desconocido recuperase la memoria y, con su ayuda, dilucidar el asesinato tan horrendo como misterioso de fray Modesto.

Justamente entonces don Salvatore recibió, poco después del oficio de la noche, la visita de fray Ángelo, el pintor de iconos del monasterio, el cual le anunció una extrañísima noticia.