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El fraile prosiguió su relato por el camino.

—Me he levantado un poco antes del oficio de maitines para cambiarle el vendaje al herido. Cuando he llegado a la enfermería, me ha sorprendido ver que la habitación estaba iluminada. ¡Y cuál no habrá sido mi estupor al encontrarme con que el pestillo interior estaba corrido! Imposible abrir la puerta… De pronto, he notado cómo un líquido caliente se deslizaba sobre mis sandalias. Cuando me he dado cuenta de que era sangre, he venido corriendo a avisaros. ¡Parece que hayan degollado a un buey!

—¿Quién dormía en la enfermería esta noche?

—Solo el hombre herido que trajeron los campesinos.

Los dos monjes llegaron ante la puerta de la estancia. Fray Gasparo iluminó la rendija inferior con la antorcha.

El prior tuvo una arcada al ver el charco de sangre que se extendía bajo sus pies. Hizo una seña al fraile indicándole que le ayudara a derribar la puerta. Los dos hombres consiguieron enseguida romper el pestillo. Este cedió bruscamente, ofreciendo a los monjes un espectáculo horrendo.

La habitación estaba iluminada por una antorcha colgada de la pared.

El hombre que habían llevado los lugareños estaba tendido en el suelo, con la cara tumefacta y los brazos en cruz; de una herida del costado manaba un hilillo rojo. A unos metros de él, yacía otro cuerpo sobre un charco de sangre.

—¡Dios mío! —exclamó el prior—. ¡Fray Modesto! Es… está…

—Destripado —afirmó fray Gasparo con voz temblorosa—. Le han traspasado el vientre con la cuchilla de cauterizar que había dejado junto al herido —añadió, observando el objeto cortante al lado del cuerpo.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha podido cometer estos dos crímenes terribles entre nuestros muros?… ¿Y por qué?

—Pero ¿dónde se ha metido el asesino? —preguntó, inquieto, fray Gasparo—. Si la habitación estaba cerrada por dentro…, tiene que estar todavía aquí…

—Tienes razón —dijo el prior, cogiendo un atizador.

Luego indicó al monje que abriera el armario, el único lugar donde un hombre habría podido esconderse. Con el corazón palpitante, fray Gasparo tiró de la puerta de madera. Nada. Los dos hombres se miraron estupefactos. Don Salvatore fue a inspeccionar los pequeños tragaluces practicados en el techo, pero eran demasiado estrechos para permitir que pasara un hombre, incluso un niño. Quedaba la chimenea. Esa era la única explicación: el asesino debía de haber echado una cuerda por allí para poder huir. Los monjes inspeccionaron el conducto con ayuda de la antorcha. Para su gran sorpresa, no encontraron ningún indicio. Ningún rastro de hollín en el suelo, ninguna marca en la pared.

—Es incomprensible —concluyó el prior, pasando un dedo por el conducto negruzco—. Cualquiera que hubiese pasado por aquí, inevitablemente habría dejado marcadas las paredes.

—Ha… ha sido el diablo en persona quien ha venido —añadió fray Gasparo con voz trémula.

Al oír estas palabras, el prior no pudo evitar pensar en la advertencia de los lugareños, pero descartó esa idea.

—No podemos dejar los cadáveres así. Y quizá el asesino sigue entre nuestros muros… Dentro de muy poco tocarán a maitines, debemos…

—¡Vive todavía! —lo interrumpió bruscamente el hermano enfermero, que se había inclinado sobre el cuerpo del desconocido—. Si no ha perdido demasiada sangre y consigo cerrar la herida, tiene alguna posibilidad de sobrevivir.

El prior ayudó a fray Gasparo a trasladar el cuerpo inánime a su cama.

Mientras el enfermero intentaba salvar al moribundo, él limpió el cadáver de fray Modesto. Cuando tocaron a maitines, dejó que el fraile, todavía aterrorizado, continuara con su tarea y atravesó el claustro para entrar en la iglesia y presidir el oficio.

Al terminar la liturgia, anunció a los cuarenta monjes la celebración inmediata de un capítulo extraordinario. Fray Gasparo se reunió con ellos. El prior les informó de las trágicas noticias de la noche, aunque no dijo que la puerta estaba cerrada por dentro para evitar que un pánico irracional se adueñara del monasterio. Todos se miraban estupefactos. ¿Quién había cometido semejante crimen contra uno de los suyos? ¿Y por qué haber intentado asesinar también al misterioso herido? Se preguntaban asimismo qué hacía fray Modesto en la enfermería en plena noche. A no ser que lo hubieran matado en otro sitio y transportado después hasta allí. Los monjes se pasaron el día atormentados por estas preguntas. A fin de evitar un escándalo en ausencia del abad, don Salvatore pidió a la comunidad que guardara el secreto sobre aquellos acontecimientos trágicos y anunciaron en el exterior el fallecimiento accidental de fray Modesto.

A partir de ese momento, los monjes tomaron disposiciones para vigilar día y noche la entrada del monasterio.

Dos días más tarde, el desdichado fraile fue inhumado en el cementerio de los monjes que lindaba con la abadía y quedaba frente al mar. Nada más terminar el oficio, don Salvatore se dirigió a la enfermería en compañía de fray Gasparo. Ya junto a la cabecera del herido, preguntó por su restablecimiento.

—Gracias a Dios, está recuperando fuerzas —comentó el enfermero—. Las magulladuras de la cara son superficiales y he conseguido cerrarle la herida. Pero unas horas más y se habría desangrado.

—¿No ha vuelto en sí?

—Todavía no. He visto casos similares. A veces se quedan entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Tan solo Dios conoce su destino.

—Sí, su vida está en manos del Señor —murmuró el prior, levantándose.

Acto seguido, se fue a su celda, que le hacía también las veces de despacho. Se sentó y expuso por escrito los acontecimientos del día. Ese informe estaba destinado al padre abad, que regresaría unas semanas más tarde de un largo viaje al extranjero. Don Salvatore temblaba ya ante la idea de anunciar la terrible noticia al irascible don Theodoro.

Ese septuagenario, amante del orden y la disciplina, no dejaría de recordar al prior que jamás se había producido un incidente grave estando él en sus más de treinta años como abad. Por ello, don Salvatore deseaba dilucidar ese crimen atroz antes del regreso de su superior. Desgraciadamente, nadie había visto ni oído nada la noche anterior, y no habían encontrado ninguna huella del asesino. Lo único que sabían, gracias al testimonio de varios frailes, era que el pobre fray Modesto se había levantado y había salido del dormitorio entre completas y maitines. Pero, como ese piadoso insomne iba a veces a la cripta de la iglesia para rezar durante la noche, nadie se había preocupado. El prior supuso que el fraile debía de haber oído un ruido sospechoso en la enfermería al pasar por el claustro y había descubierto a un individuo que intentaba asesinar al herido, probablemente asfixiándolo, como hacían suponer las marcas que presentaba en la cara. El monje debía de haberse interpuesto y había sido él mismo víctima del monstruoso asesino. «Todo esto parece plausible —se dijo el prior—, pero ¿cómo pudo huir el criminal dejando el pestillo corrido por dentro?». Atormentado por estos interrogantes, don Salvatore fue a arrodillarse ante el icono de la Virgen colocado en una hornacina, junto a su cama.

El monasterio benedictino de San Giovanni in Venere tenía la particularidad de poseer un taller de iconos. Esas pinturas sobre madera, que representaban a Jesucristo, la Virgen o los santos, estaban muy extendidas en la Iglesia ortodoxa de Oriente. Pero desde el gran cisma del siglo XI entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente, los latinos habían dado preferencia a las esculturas y las vidrieras. Sin embargo, el abad del monasterio de San Giovanni había conservado de su estancia en Oriente un gusto pronunciado por esas sagradas imágenes pintadas y había enviado a la isla de Creta a dos frailes especialmente dotados para la pintura a fin de que aprendieran la técnica.

Uno de ellos había muerto, pero el segundo, fray Ángelo, continuaba practicando su arte en un pequeño taller situado al lado de la enfermería. Por ello, numerosos iconos decoraban la iglesia del monasterio, al igual que algunas estancias conventuales, como el refectorio, la sala capitular y hasta las celdas del prior y del abad.

Mirando la imagen de la Virgen, don Salvatore confesó a la Madre de Jesucristo los tormentos que lo agitaban. Después le encomendó la vida y sobre todo el alma de ese hombre que había irrumpido súbitamente en la vida ordenada del monasterio. Como buen discípulo de Aristóteles y de Tomás de Aquino, era poco dado a creer en las manifestaciones sobrenaturales. O, al menos, buscaba primero una explicación racional a todo fenómeno aparentemente extraño.

Esta sensata actitud le había permitido desenmascarar falsas manifestaciones de Dios o del diablo, en ocasiones incluso entre algunos de sus monjes un poco más exaltados de lo debido. Pero esta vez se preguntaba, en el fondo de su ser, si el diablo no tendría algo que ver con los acontecimientos de los últimos días. Fue entonces cuando, pese a lo avanzado de la hora, llamaron de nuevo a la puerta de su celda.