El hermano portero se quedó muy sorprendido al ver aquella extraña comitiva de campesinos transportando un cuerpo en una carreta.
—Soy el jefe del burgo de Ostuni. Queremos ver al abad —dijo el viejo Giorgio.
—El padre abad no está. ¿Qué queréis? —repuso el monje en tono firme.
La ausencia del superior del monasterio desconcertó a los campesinos.
Lo que habían descubierto era demasiado importante para revelárselo a un simple monje. Tras un instante de vacilación, Giorgio preguntó:
—¿Y quién dirige el monasterio en su ausencia?
—Don Salvatore, el prior —respondió secamente el hermano portero, irritado por el hecho de que aquellos simples campesinos no quisieran hablar con él—. Pero no se le puede molestar por una insignificancia. ¿De qué se trata? ¿Hay un muerto? —preguntó, echando un vistazo hacia el cuerpo tendido en la carreta y cubierto con una sábana.
—¡Es algo peor! —afirmó el campesino con voz solemne.
El monje vio entonces en los rostros una expresión de terror que lo convenció de la necesidad de molestar al prior del monasterio.
Situado en un emplazamiento privilegiado, sobre una pequeña colina desde la que se dominaba el mar, y rodeado de olivares, el monasterio de San Giovanni in Venere seguía siendo a mediados del siglo XVI el principal centro religioso de la vasta región de los Abruzzos. Este macizo montañoso del centro de Italia estaba unido a Roma por la vía Trajana, que desembocaba al pie del monasterio, en el pequeño Porto Venere, una decena de leguas al sur de Pescara, uno de los mayores puertos del mar Adriático. El lugar debía su nombre a la diosa Venus. Según la leyenda, un comerciante que afirmaba haber sido salvado de un naufragio por Venus, la diosa nacida de las aguas, había construido allí un templo. Dedicado a Venus conciliadora, era visitado por innumerables parejas que iban a pedir los favores de la diosa del amor.
A principios del siglo VIII, un monje benedictino construyó sobre las ruinas del santuario pagano una iglesia que fue consagrada a santa María y a san Juan. En 1004, la iglesia fue transformada en abadía por los benedictinos. El nombre que le pusieron conserva —hecho rarísimo— el recuerdo de su pasado pagano: San Giovanni in Venere.
La abadía experimentó un desarrollo fulgurante, y durante casi dos siglos tuvo una inmensa proyección económica, cultural y espiritual. Los monjes enseñaban artes y los diferentes oficios, y poseía una rica biblioteca con numerosos copistas. Después vinieron los años oscuros. En 1194 fue saqueada por los soldados de la Cuarta Cruzada. Recuperó algo de su influencia, pero en 1466 un terrible terremoto la destruyó en parte. En 1478 la peste mató a la mayoría de los monjes que estaban reconstruyéndola. Los supervivientes, a fuerza de trabajo y de oraciones, consiguieron repararla, y en el presente año de gracia de 1545 una comunidad de unos cuarenta monjes vivía allí bajo el báculo del abad don Theodoro, secundado por don Salvatore, el prior del monasterio.
Como hacía aún fresco en aquellos primeros días de cuaresma, el prior se puso una cogulla de lana de color pardo encima del hábito benedictino y salió a recibir a los lugareños.
—La paz de Cristo —dijo—. ¿Qué ocurre?
El viejo Giorgio se quitó el sombrero y se aclaró la garganta.
—Somos del burgo de Ostuni, padre, a unas veinte leguas de aquí.
—¿Y por qué habéis hecho un viaje de varios días con ese cuerpo?
—Como sabéis, padre, una maldición se ha extendido sobre nuestro desdichado pueblo desde Navidad.
—Sí, recibimos vuestra petición de plegarias —contestó el prior, recordando de pronto al emisario enviado al monasterio hacía más de un mes—. Tengo entendido que varias personas han muerto de manera extraña.
—Todo empezó justo después de Navidad —prosiguió el campesino, satisfecho de ver que el monje se acordaba de eso—. El hijo del herrero cayó al pozo y se ahogó. El día de san Roberto, una viga del establo se desplomó sobre Emilio y le partió los huesos. Unos días después, la mujer de Francesco murió de parto, y el niño tampoco se salvó. Y por la Candelaria el viejo Tino, un hombre que era más fuerte que un roble, se fue en una noche echando las tripas por la boca.
—Es muy triste, en efecto. Continuaremos rezando por la salvación de vuestros parientes y para que el Señor os libre de nuevas desgracias.
—Vuestras plegarias no estarán de más… Todo esto lleva la huella del Maligno, padre.
Al pronunciar estas palabras, el campesino observó expectante la reacción del monje. Al ver que permanecía impasible, insistió:
—¡Es por culpa de esa bruja que vive en el bosque del Vediche! A buen seguro, comercia con el diablo o sus secuaces.
—¿Qué sabéis de ella?
—Se instaló en una cabaña abandonada menos de una luna antes de Navidad. Luego vino al pueblo para ofrecer su medicina de plantas a cambio de verduras y aves. Algunos no dudaron en pedirle remedios para aliviar sus dolores y empezaron a ir a la cabaña. Pero, justo antes de que todas estas desgracias se abatieran sobre nosotros, se negó a curarle al herrero una fea quemadura en la mano. Después, se negó a ayudar a Francesco y lo maldijo gritando injurias sin cuento contra Nuestro Señor. Uno perdió a su hijo, y el otro a su mujer y a su hijo. ¡Todo esto es brujería!
El monje se quedó pensativo unos instantes. Luego miró fijamente al viejo campesino.
—¿Qué prueba aportáis de que esa mujer es la causa de todos esos males?
—Lo que yo sé —respondió el campesino con voz trémula— es que ella ha echado mal de ojo al pueblo y que el cementerio se ha llenado más deprisa en dos lunas que normalmente en cuatro estaciones. ¡Es una bruja! ¡Solo las llamas nos librarán del mal de ojo!
—Vamos, vamos, calmaos. No se quema a la gente así como así. Es preciso realizar una investigación sobre esas muertes e interrogar a esa mujer. Hablaré del asunto con el preboste del condado.
—¡Ya no hace falta el preboste! La malvada ha huido… y nosotros tenemos la prueba de sus trapicheos con el Maligno.
—¿Ah, sí? Tengo curiosidad por verla.
El campesino esbozó una sonrisa desdentada y tendió la mano hacia la carreta.
—¡La prueba está aquí!
El prior, intrigado, avanzó. Los lugareños se apartaron en silencio. Don Salvatore cogió la sábana que ocultaba la forma tendida y, con ademán respetuoso, descubrió la cabeza y a continuación el cuerpo.
Se trataba de un hombre de unos treinta años, bastante bien parecido aunque muy delgado. Estaba completamente desnudo. En un costado, junto al corazón, el prior vio una larga cicatriz. El hombre respiraba, su corazón latía, pero tenía los ojos cerrados.
—¿Qué significa esto? —preguntó el monje, volviéndose hacia los lugareños.
El jefe del burgo tomó de nuevo la palabra.
—Lo hemos encontrado en el sótano de la casa de la bruja. Vive, pero su cabeza está ausente. Seguramente la mujer realizaba prácticas de magia con él. Había una gran cantidad de polvos y bálsamos a su lado. Además, mirad: le ha trazado en los pies y en las manos las marcas del demonio… ¡Es un poseído! Por eso lo hemos traído al monasterio.
El monje observó la presencia de curiosos signos geométricos trazados con carbón vegetal en sus pies y sus muñecas. Se dijo, sin embargo, que no parecían símbolos satánicos y que podían guardar relación con una técnica curativa, pues estaban recubiertos de un ungüento ambarino.
—¿Conocéis a este hombre? —preguntó, volviéndose hacia los lugareños.
—No —respondió Giorgio—. No es del pueblo. Nos preguntamos cómo ha podido caer entre las garras de esa diablesa.
—Es una curiosa historia, en efecto. Habéis hecho bien en traerlo. Nosotros nos ocuparemos de él. Y vosotros, dejad a esa mujer tranquila. Si aparece de nuevo, avisadme.
—No tardéis en exorcizarlo… ¡No cabe duda de que lleva dentro al diablo!
Don Salvatore esbozó una sonrisa a modo de respuesta. Hizo transportar al herido a la enfermería del monasterio y despidió a los lugareños.
Por la noche, en el capítulo de la comunidad, relató el incidente.
Encomendó al desconocido a la plegaria de la comunidad y a los cuidados de fray Gasparo. Este último aseguró al prior que la grave herida del costado había sido infligida con una daga. Lo más normal es que le hubiera atravesado el corazón. El hombre se había salvado de milagro y su herida había sido muy bien curada mediante cataplasmas de plantas. Aunque su pulso era débil, sus funciones vitales estaban intactas. Sin embargo, estaba ausente, como perdido en un sueño profundo. Los frailes escucharon las explicaciones del prior. Luego, don Marco, un antiguo prior de edad avanzada, señaló a don Salvatore que introducir a un laico en la clausura monástica iba en contra de la regla.
La enfermería estaba situada, efectivamente, en las zonas comunes reservadas a los monjes. Como todos los monasterios benedictinos, San Giovanni in Venere estaba compuesto de una iglesia, un claustro y varios edificios conventuales donde vivían los frailes. En la mayor parte de las abadías, las zonas comunes rodean el claustro, verdadero corazón del monasterio, por donde los monjes pasan para ir de un sitio a otro. En este caso, dado que la abadía se alzaba sobre un terreno en pendiente, los constructores habían edificado la iglesia en la cara oeste del claustro y el conjunto de las dependencias conventuales en tres niveles al sur del claustro, en la parte descendente, que quedaba frente al mar, mientras que las caras norte y sur del claustro daban a unos jardines. En la planta inferior de las zonas comunes se encontraba la bodega, la sala de visitas y la hospedería, únicos lugares abiertos a las personas ajenas al monasterio. En el nivel medio, a la altura del claustro y de la iglesia, se situaban la cocina, el refectorio, el scriptorium, la enfermería y el taller de pintura. En el piso superior, por último, el dormitorio de los monjes, las letrinas y las dos celdas del abad y del prior.
Don Salvatore reconoció abiertamente que había infringido la sagrada regla introduciendo a un laico en la clausura monástica. Justificó esa decisión por la extrema gravedad del enfermo, que necesitaba cuidados intensivos difíciles de prodigar fuera de la enfermería. Recordó a sus hermanos que, de acuerdo con el espíritu de su fundador, la caridad era la virtud suprema contra la que nadie debía ir, pues hacerlo conllevaría transgredir ciertas reglas en uso.
La mayoría de los frailes no quedaron convencidos de que su prior estuviera actuando correctamente, pero, en ausencia del abad, nadie podía oponerse a sus decisiones.
La noche cayó sobre el monasterio. Después del oficio de completas, los monjes se retiraron al dormitorio y don Salvatore a su modesta celda.
Este hombre fornido de unos cincuenta años, de rostro fino, iluminado por una hermosa mirada azul, había ingresado en la orden de los benedictinos a la edad de diecisiete años. Largos estudios habían hecho de él un maestro en teología y en Escrituras Sagradas. Elegido por tercera vez para el cargo de prior del monasterio de San Giovanni in Venere en los últimos diez años, tomaba todas las decisiones en ausencia del abad. Hombre amable y humilde, era lo contrario de don Theodoro, el padre abad vitalicio, un anciano frío y cortante.
Esa noche, don Salvatore estaba preocupado. No se creía la historia de brujería y posesión diabólica, pero sentía confusamente, como si se tratara de un presentimiento, que ese hombre herido iba a causarle muchos problemas.
Todavía era noche profunda cuando fray Gasparo llamó a la puerta de su celda.
—¡Venid deprisa, don Salvatore!
—¿Qué pasa? —preguntó el prior, abriendo la puerta mientras terminaba de ponerse el escapulario.
—Algo insólito está ocurriendo en la enfermería. La habitación está iluminada y cerrada por dentro…, ¡y sale sangre por debajo de la puerta!