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El miedo se leía en el rostro de los lugareños. Reunidos a unos pasos de la cabaña, estaban inmóviles, con los ojos clavados en la miserable construcción. Unas gotas de sudor brillaban en las frentes surcadas de arrugas. El viejo Giorgio alzó el puño y gritó:

—¡Muerte a la bruja!

—¡Muerte a la bruja! —repitieron a coro la veintena de hombres y mujeres que se habían adentrado audazmente en el bosque, decididos a acabar con la maldición.

Empuñando bieldos y picas, se precipitaron hacia la casa.

Derribaron la puerta al primer empujón. Iluminada por un débil rayo de sol, la única habitación quedó expuesta a sus miradas furibundas. Vacía.

—Ha huido —dijo con desprecio la viuda Trapponi.

—No hace mucho —observó un joven enclenque, acercando la nariz a la marmita colgada sobre un lecho de brasas—. Mirad, el hogar está encendido y el agua caliente.

—No me extrañaría que estuviera escondida entre los matorrales de los alrededores.

—Vayamos a buscarla —dijo el viejo Giorgio.

Durante dos horas largas, los lugareños registraron la maleza y escudriñaron las copas de los árboles. En vano.

—La bribona ha debido de presentir algo y ha abandonado la madriguera —masculló el herrero—. ¡Que se vaya a hacer sus maleficios a otro sitio!

Volvió entonces a la casucha, sopló sobre las brasas y las extendió por el suelo de madera. Ayudado por un tuerto, rompió la única mesa para alimentar las pavesas que danzaban por toda la habitación. El tuerto tropezó con un obstáculo que le hizo dar un traspié.

—¡Rediez! —exclamó el campesino—. ¡Una anilla! ¡Hay una trampilla debajo de la mesa!

Gritando y gesticulando, hombres y mujeres se congregaron en la habitación. Pisotearon las llamas y se apiñaron alrededor de la trampilla, mirando la anilla como si fuera a abrirles las puertas del infierno. Porque, pasado el primer momento de júbilo, el terror paralizaba de nuevo las respiraciones y humedecía las sienes.

El herrero hizo dos antorchas. Sin pronunciar palabra, indicó por señas que levantaran la trampilla. Un hombre agarró la anilla. En el instante en que la portezuela de madera se abrió, el herrero arrojó una antorcha al agujero. Instintivamente, todos retrocedieron.

No sucedió nada. Los más atrevidos se inclinaron sobre el vacío. La antorcha, que había recorrido una distancia menor que la altura de un hombre para caer sobre la tierra batida, iluminaba los siete peldaños de una pequeña escalera de madera. No se distinguía nada más.

—Sal de tu agujero, mal bicho, si no quieres acabar asada —dijo Giorgio en un tono que intentaba ser firme, pero que delataba una angustia sorda.

Ninguna respuesta.

—Habrá que bajar —añadió el viejo en una actitud mucho más vacilante.

Nadie se movió.

—Sois todos unos cobardes —gritó la viuda Trapponi—. Si mi Emilio está muerto, es por culpa de ella.

Se arremangó las faldas, cogió la otra antorcha y se adentró en el escondrijo.

Cuando hubo llegado al final de la escalera, iluminó el fondo de la cavidad.

En el minúsculo cubículo, un cuerpo inmóvil, cubierto con una sábana, estaba tumbado sobre un jergón extendido en el suelo húmedo. La mujer se acercó. Dominando su terror, dio un paso adelante y tiró de la tela con un gesto seco. Ahogó un grito, se santiguó varias veces seguidas y subió precipitadamente. Con los ojos desorbitados, agarró al herrero por la camisa.

—¡Es obra del diablo! —gritó.