Capítulo XXII

BIEN ESTÁ LO QUE BIEN ACABA

Morgan no permitió que los niños se quedaran allí abajo mucho rato.

—Tenemos mucho que hacer —dijo con su profunda voz, ahora bastante enronquecida—. Vosotros vais a volver a la granja y telefonearéis a la policía. Decid simplemente: «Morgan ha ganado.» Y decidles que vayan con una barca a la pequeña cala que ya conocen. Yo llevaré hasta allí a esos hombres por el túnel. Andad, marchaos en seguida. ¡Obedecedme esta vez, muchachos!

—Sí, señor —respondió obedientemente Julián. ¡Ese hombre era un héroe! Y ellos que habían pensado que se trataba de un malvado. Ahora estaba dispuesto a obedecer sus menores órdenes. De pronto, se le ocurrió una idea y se volvió.

—Pero, ¿y la anciana? —exclamó—. La señora Thomas, la madre de ese tipo. ¿Qué piensa usted hacer con ella? Además, hemos encerrado al guarda en su cuarto.

—Vosotros os limitaréis a ir a la granja y telefonear —repitió Morgan severamente—. Yo haré todo lo que sea necesario. Llevad a Aily a la granja con vosotros. No debe estar aquí. Ahora, marchaos.

Y Julián obedeció. Él y los otros echaron una última ojeada a los hombres que permanecían inmóviles, muertos de pánico ante la vigilancia de los perros. Luego condujo a todos, Aily y sus animalitos incluidos, por el túnel hasta llegar al sótano.

—No me gusta dejar a la señora en la torre —comentó Dick.

—A mí tampoco. Pero está claro que Morgan tiene sus propios planes —repuso Julián, que no se sentía dispuesto a desobedecer en modo alguno—. Me parece que ya ha arreglado las cosas con la policía. No debemos intervenir en esto. Me temo que ya hemos complicado las cosas demasiado.

Subieron al lugar donde habían dejado los trineos. Tardaron bastante y, cuando llegaron, se sentían hambrientos. Pero Julián se negó a detenerse, ni siquiera para comer unos bocadillos.

—No. Tenemos que llamar a la policía lo más pronto posible. No nos detendremos. Podemos comer cuando regresemos a la granja.

No fue difícil salir del agujero, ya que habían dejado las cuerdas colgando. Primero, Julián y Dick ayudaron a las niñas empujándolas, y éstas les ayudaron después tirando de ellos.

Aily subió con la facilidad de un mono. El cordero trepó de un modo casi milagroso, y Julián lanzó a Dave a los brazos de la pequeña Aily.

Tim fue subido por el mismo sistema que había sido bajado. Él hubiera preferido quedarse con los otros perros. Sin embargo, nada podía apetecerle lo bastante como para separarse de Jorge.

—Bueno, ya estamos arriba —recapacitó Julián—. Ahora podemos bajar en trineo por esa ladera y con el impulso subir medio camino de nuestra montaña. Esto nos ahorrará mucho tiempo. Y tú, Aily, vas a venir con nosotros a la granja.

—No —dijo rotundamente Aily.

—Sí, Aily, bach —insistió Julián—. Quiero que tú vengas también.

La cogió de la mano y en la cara de la niña se dibujó una de sus inesperadas sonrisas. Le gustaba ir con aquel muchacho grande y amable, aunque tenía miedo de encontrar a su madre en la granja.

—Así me gusta, Aily, eres una buena chica —afirmó Julián sentándola en su trineo—. Cuando lleguemos a la granja, Aily tendrá un gran pedazo de chocolate.

Los trineos se deslizaron montaña abajo a toda velocidad y subieron un trozo de la montaña contigua sin ningún tropiezo. Les resultaba extraño encontrarse a la deslumbrante luz del día después de pasar tanto tiempo en los oscuros túneles bajo tierra. Toda la aventura transcurrida abajo aparecía ahora como irreal.

—Dejaremos los trineos en el chalet —dijo Julián mientras tiraban de ellos—. ¿Alguno de vosotros tiene sed? Yo sí. Debe de ser algo especial que hay en la mina. Tan pronto como bajé, me quedé con la boca seca.

Todos convinieron en ello.

—Voy a adelantarme corriendo hasta el chalet y os prepararé naranjada —decidió Ana—. Tú coloca los trineos en su sitio, Julián, y mira a ver si hay suficiente petróleo en el armarito de ahí fuera. Esta noche necesitaremos encender la estufa. Si no hay suficiente, lo subiremos de la granja.

Julián le dio la llave y ella y Jorge entraron en la casita. Prepararon cinco tazones de naranjada y los bebieron sedientos. Tenían la boca más seca de lo que jamás la habían tenido. Ana se sintió contenta de no tener que esperar más para beber.

—Creía que la lengua se me pegaba al paladar —comentó dejando la taza sobre la mesa—. Me ha sentado estupendamente.

—Hay suficiente petróleo —anunció Julián, entrando para tomar su naranjada—. La necesitaba, palabra. No me haría ninguna gracia tener que trabajar en esa mina.

Cerraron el chalet y bajaron hacia la granja, masticando con avidez sus bocadillos. Estaban muy buenos e incluso Aily pedía uno tras otro. Tim también tuvo su parte. Una vez se quedó atrás y tuvieron que llamarle.

—¿Has perdido tu trozo de carne en la nieve? —inquirió Ana.

Pero no. Él, como todos, tenía la boca seca y se había detenido para mordisquear un poco de nieve que aliviase su garganta.

La señora Jones se quedó muy sorprendida al verlos. Cuando Julián le preguntó dónde estaba el teléfono para llamar a la policía, se asustó mucho.

—No se preocupe, señora Jones. Todo va bien —la tranquilizó Julián—. Es un mensaje de Morgan. Ya le explicaremos lo ocurrido cuando él vuelva. No le gustaría que estropeáramos la noticia.

La policía no se mostró muy sorprendida ante el mensaje de Julián. Parecían esperarlo.

—Nos ocuparemos de ello —aseguró el sargento con voz profunda y severa—. Gracias. —Y colgó. Julián se preguntó qué ocurriría. ¿Qué habría planeado Morgan?

Se alegraron al ver que la señora Morgan les traía tazones de caldo caliente. Se sentaron para tomarlo junto al fuego que había encendido en la salita.

—¡Estupendo! Precisamente lo que más nos apetece —suspiró Ana, agradecida—. Todavía estoy terriblemente sedienta. ¿Y tú, Jorge? ¡Mira, Tim, qué hermoso hueso te han traído! ¡Es usted muy amable, señora Jones!

—¿Sabéis? Me siento bastante molesto ahora —anunció Julián—. No debíamos habernos metido en esto cuando Morgan nos lo advirtió. Ojalá que no lo hubiéramos hecho. No debe de tener muy buena opinión de nosotros.

—Lo mejor será que le pidamos perdón —intervino Dick—. ¿Cómo pudimos pensar que era un malvado? Ya sé que es duro y no muy charlatán, pero no parece malo ni cruel.

—Será mejor quedarnos en la granja hasta que regrese —propuso Jorge—. Quiero decirle que lo siento. Y también me gustaría saber lo que ha pasado.

—Y a mí —convino Ana—. Además, Aily tiene que esperar a su padre. A él le gustará saber que se encuentra bien.

Así que le preguntaron a la señora Morgan si podían quedarse hasta la vuelta de Morgan. Se mostró encantada con la idea.

—Claro que sí —exclamó—. Hoy tenemos pavo asado. Y para variar, tenéis que venir a nuestro comedor.

Todo esto sonaba muy bien. Los niños se aposentaron en torno al fuego para charlar y Tim apoyó su cabeza en la rodilla de su ama. Ésta le examinó el cuello.

—Aquel hombre por poco le ahoga. ¡Mira, Julián! Tiene el cuello lastimado.

—No empieces a quejarte del cuello de Tim otra vez, por lo que más quieras — advirtió Dick—. De verdad, Jorge. Estoy seguro de que Tim piensa que la aventura bien valía un cuello lastimado. No está triste. Fue muy valiente. Y se divirtió mucho cuando entraron los perros en la cueva y se unió a ellos para pelear.

—Me pregunto qué harán con esa pobre señora —comentó Ana—. Supongo que se alegrará de que su hijo esté vivo. Pero, ¡qué desilusión saber que le ha mentido y que ha vendido lo que le pertenecía sólo a ella, ese extraño metal que había bajo la montaña!

—Supongo que ahora no podrá seguir vendiéndolo —aventuró Julián—. ¡Vaya plan! Tantos hombres trabajando… Y luego embarcar el metal en balsas y llevarlo a barcos que aguardaban ocultos en la bahía. Tendremos que bajar a examinar esa cala. Será interesante ver qué clase de sitio es. Debe de estar escondido al pie de la montaña.

—Sí, tenemos que ir mañana mismo —exclamó Jorge, emocionada—. Voto por que nos quedemos aquí esta noche. Después de la aventura, estoy un poco cansada. ¿Vosotros no?

—Sí, un poco —asintió Julián—. Bueno. Supongo que ya no habrá más ruidos, temblores ni resplandores. Es cómico que esa montaña haya sido siempre tan misteriosa. «Arados que no aran, azadas que no cavan». Debe destratarse de algún tipo de hierro que magnetiza las cosas. Bueno, la verdad es que no lo entiendo.

Morgan y el pastor volvieron al anochecer. Julián se dirigió al granjero.

—Queremos disculparnos por haber sido tan idiotas. No deberíamos de habernos entrometido desde que usted nos lo prohibió.

Morgan sonrió. Parecía de muy buen humor.

—Olvídalo, muchacho —respondió—. Todo está bien ahora. La policía subió por el túnel y toda esa chusma está ya en prisión. Llewellyn Thomas no se sentirá muy alegre esta noche. Su madre ya está libre y en casa de unos amigos. La pobre todavía no entiende lo que ha ocurrido. Ahora, personas decentes trabajarán ese extraño metal que vale cien veces su peso en oro.

—Ven a cenar, Morgan, bach. Y usted, pastor, entre también —llamó con voz suave la señora Jones—. Los niños cenarán con nosotros. Tenemos pavo asado. Es tu cumpleaños, Morgan, ¿no te acordabas?

—¡En absoluto! —exclamó Morgan. Y le dio tal abrazo a su madre que por poco la asfixia—. Vamos por el pavo. No he comido nada en todo el día.

Pronto estuvieron sentados delante del más enorme pavo que hubieran visto los niños en su vida. Morgan lo trinchó cuidadosamente. Luego le dijo algo a su madre en galés y ella asintió sonriendo.

—Sí, hazlo —dijo.

Morgan colocó algunos trozos de pavo en una enorme fuente esmaltada y se dirigió al patio. Gritó con tanta fuerza que los niños saltaron en sus asientos. ¡Qué voz!

—¡DAI, TANG, BOB, DOON, JOLL, RAFE, HAL!

—Está llamando a sus perros como lo hizo en el túnel —exclamó Ana—. De verdad que se merecen una buena cena.

Los siete perros llegaron a la puerta ladrando fuertemente. Morgan les tiró los pedazos de pavo y ellos los engulleron satisfechos.

—¡Guau! —ladró Tim cortésmente. Morgan se volvió. Cortó un trozo grande y otro pequeño.

—Tomad —les dijo a Tim y a Dave—. También vosotros os portasteis bien. ¡Cogedlos!

—No va a quedar mucho de tu pavo de cumpleaños —advirtió su madre, entre divertida y enfadada—. Ahora llenad de nuevo vuestros vasos, niños, y bebamos a la salud de Morgan. ¡El mejor hijo que existe!

Ana sirvió limonada casera en los vasos vacíos, mientras Morgan sonreía oyendo ladrar a sus perros.

—¡Feliz cumpleaños, feliz cumpleaños! —gritaron todos haciendo entrechocar sus vasos.

Julián quiso añadir unas palabras.

—¡Feliz cumpleaños, señor! ¡Y que no pierda usted nunca su maravillosa voz!

FIN