Capítulo XXI

UN SUCESO EMOCIONANTE

Los cinco niños estaban rodeados de cestos y aun Morgan colocó otro encima de ellos, con lo que quedaron totalmente ocultos. Dick cogió a Julián por un brazo.

—¡Julián, estábamos completamente equivocados! Morgan trataba de averiguar el secreto de «Viejas Torres» por su cuenta, con la ayuda del pastor. Eran los únicos que podían sospechar que ocurría algo raro. El pastor pudo ver todas las cosas extrañas que vimos nosotros mientras vigilaba a sus ovejas en la montaña. Y sin duda se lo contó a Morgan…

Julián gruñó:

—Sí. No me extraña que se enfadara tanto cuando se dio cuenta de que pretendíamos mezclarnos en un asunto tan serio. Y que nos prohibiera meternos en esto.

¡Dios mío, qué idiotas hemos sido! ¿Dónde estará Morgan? ¿Puede verle alguien?

—No. Se habrá escondido en algún sitio. Escuchad, ya han llegado los hombres — repuso Dick—. Hay una rendija entre dos de los cestos y puedo ver a un hombre. Lleva una barra de hierro o algo así. ¡Parece muy enfadado!

Los hombres andaban con sigilo. Evidentemente no estaban seguros de a cuánta gente perseguían. Eran siete los hombres que se movían por la cueva, todos ellos armados de una manera u otra. Dos de ellos se fueron por el túnel, río arriba, y otros dos por el túnel que conducía al mar. Los demás empezaron a registrar entre las cajas.

¡Primero encontraron a los niños! Fue culpa de Aily, la pobre cría. Asustada, no pudo contener un grito de miedo y en un segundo los hombres empezaron a apartar cestos y trastos. Uno tras otro cayeron al suelo, y los hombres se encontraron contemplando asombrados a los cinco niños. Aunque no por mucho tiempo. Con un aullido salvaje, Tim se lanzó contra el primero de los bandidos.

Éste chilló y trató de luchar, pero Tim estaba muy enfadado. Morgan surgió de las sombras y sorprendió a otro de los hombres. Saltó sobre él y lo derribó, al tiempo que cogía a un segundo hombre y lo arrojaba contra el suelo. ¡Tenía una fuerza sobrehumana!

—¡Corred! —avisó a los niños. Mas ellos no se hallaban en condiciones de hacerlo. Dos de los hombres los habían acorralado en un rincón y, aunque Julián se lanzó contra uno, fue rechazado sin esfuerzo. Aquellos hombres eran mineros fuertes y, si bien no podían vencer al gigantesco Morgan, sí podían perfectamente apoderarse de todos los demás, incluido el simpático pastor, a quien también habían acorralado. Sólo Tim y Morgan luchaban aún.

—¡Van a pegar a Tim! —chilló Jorge con voz temblorosa. Y trató de escapar para ayudarle—. Mira, Ju, ese hombre intenta pegarle con esa barra.

Tim esquivó el golpe y se lanzó contra el hombre, que echó a correr para salvarse. Tim saltó sobre él y lo tiró al suelo. Pero los enemigos eran demasiados y todavía llegaban más por el túnel ancho, con armas de todas clases. Y todos quedaban muy extrañados al encontrar allí a los cinco niños.

La mayoría parecían extranjeros y hablaban un idioma que los niños no entendían. Sólo uno de ellos no era extranjero. Estaba claro que era el jefe y daba órdenes como quien tiene costumbre de verse obedecido. No se había mezclado para nada en la pelea.

El pastor pronto estuvo prisionero y con las manos atadas a la espalda. Morgan todavía se batió durante un rato. Sin embargo, también tuvo que rendirse. Parecía un toro salvaje, golpeando, empujando, rugiendo de rabia mientras trataban de atarle las manos.

El jefe se acercó a él.

—Te arrepentirás de esto, Morgan —le amenazó—. Toda nuestra vida hemos sido enemigos; yo aquí arriba, en «Viejas Torres», y tú abajo, en la granja.

Morgan le espetó súbitamente:

—¿Dónde tienes a tu anciana madre? —gritó—. Prisionera en su propia casa. ¿Quién la ha robado? ¡Tú, Llewellyn Thomas!

A esto siguió una larga perorata en galés, en tono cada vez más fuerte, en la que acusaba al hombre que tenía delante. Julián admiró sumamente la valentía de Morgan, que, con las manos atadas, desafiaba a su eterno enemigo. ¿Cuántas peleas habrían sostenido aquellos dos, viviendo en la misma región y probando siempre sus fuerzas el uno contra el otro? Julián deseó vehementemente haber obedecido la orden de Morgan y haberlo dejado todo en sus manos. ¡Pero había creído que Morgan estaba en el otro bando! ¡Qué estúpido había sido!

«Lo han cogido por nuestra culpa —pensó con remordimiento—. ¡He sido un loco!».

¡Y encima pensaba que obraba de un modo acertado e inteligente! Ahora todos estamos metidos en un buen apuro, incluso las niñas. ¿Qué harán con nosotros? Supongo que lo único que les queda es mantenernos prisioneros hasta que acaben su trabajo, recojan todo el metal y se larguen.»

Llewellyn Thomas daba órdenes que los hombres atendían. Tim gruñía, retenido por el collar por uno de los hombres. Si trataba de moverse, el hombre estrechaba el collar, así que el pobre Tim estaba medio ahogado.

Jorge se desesperaba. Julián tenía que retenerla para que no se abalanzara hacia Tim. Temía que aquellos brutos le pegaran, a pesar de ser una niña.

Mientras tanto, Aily permanecía sentada en un rincón, acariciando a Fany y a Dave. Éste, muy asustado, no había hecho ni un solo intento de atacar a los hombres. Dos fornidos mineros sujetaban a Morgan. No obstante, se lanzó de pronto hacia un lado, arrojando al suelo a uno de los hombres y luego al otro, que cayó sobre una lata.

Con un rugido, Morgan se precipitó a la laguna y la vadeó hasta el túnel que conducía al mar, aún con las manos fuertemente atadas a la espalda.

—¡Está loco! —exclamó Llewellyn Thomas—. Si se figura que conseguirá llegar muy lejos con las manos atadas, es que está totalmente chiflado. Caerá al río y, al no poder ayudarse con las manos, se ahogará. No, no lo sigáis. Dejadle marchar. Dejadle que se ahogue. ¡Así nos libraremos de él!

El pastor se esforzó en seguir con el pensamiento a su amo, sabiendo que Llewellyn tenía razón. Nadie podría andar por el desigual borde del río sin disponer de las manos para apoyarse en la pared. Un resbalón podía precipitarle en la espumeante y rápida corriente que bajaba hasta el mar, al pie de la montaña.

Sin embargo, Morgan no intentaba escapar. No tenía la menor intención de arriesgarse caminando junto a la traidora corriente. Había venido por allí con el pastor y sabía cuán fácil era resbalar sobre las húmedas rocas. No, Morgan tenía otro plan.

Julián lo vio desaparecer por el túnel y el corazón le dio un vuelco. También él sabía que no se podía andar por allí sin ayuda de las manos, pero, ¿acaso alguno podía remediarlo?

El jefe se dirigió a sus hombres, que contemplaban todavía el lugar por donde Morgan había desaparecido. Iba a decir algo cuando les llegó el resonar de una especie de bramido.

No era el estruendo del torrente subterráneo que corría bajo el túnel. Ni el retumbar de la extraña mina. No. Era el rugido de una voz gigantesca, que provenía del túnel y retumbaba en la caverna.

Era la potente voz de Morgan, llamando a sus siete enormes perros. Los niños escucharon con emoción aquella voz de potencia increíble:

—¡DAI, BOB, TANG! ¡VENID A MI! ¡DOON, RAFE, JOLL, HAL!

Los nombres resonaron en la cueva como si una docena de potentísimos altavoces funcionaran a todo volumen. Aily, que estaba acostumbrada a oírle llamar a los perros, no se inmutó. Pero los otros se miraron asombrados al escuchar aquello. ¡Nadie en el mundo podía gritar tan fuerte!

—¡DAI, DAI! ¡RAFE, RAFE!

El vozarrón sonaba una y otra vez, cada vez más fuerte. Al principio, Llewellyn Thomas, el jefe, pareció asombrado, mas luego rió burlonamente.

—¿Es posible que crea que los perros van a llegar aquí desde la playa? ¿Subiendo por el túnel? ¡Está loco! ¡Dejadlo estar!

La voz gritó una vez más los nombres de los siete perros que pertenecían a Morgan y al pastor: «¡DAI, BOB, TANG, DOON, JOLL, RAFE, HAL

Por último, la voz de Morgan se desvaneció. El pastor inclinó la cabeza con desmayo. Sin duda Morgan se había roto las cuerdas vocales, y no era de extrañar. Ningún altavoz podía haber sido más potente.

Se hizo el silencio. Morgan no volvió a gritar ni apareció de nuevo. Los niños se sentían asustados y deprimidos, y Aily empezó a sollozar.

El curioso temblor empezó otra vez a agitarlo todo. El jefe se volvió rápidamente dando algunas órdenes. Dos de los hombres salieron corriendo por el túnel situado en la parte posterior de la caverna. Entonces todas las cosas se tiñeron de un extraño resplandor, como si una niebla cálida se hubiera esparcido por toda la caverna. Y al mismo tiempo se empezó a notar que hacía mucho calor.

De repente algo sucedió. Al principio, sonó muy lejos un ruido confuso, que hizo que Tim diera un tirón a su collar y levantara las orejas. Ladró, y el hombre que sostenía el collar le pegó.

—¿Qué significa eso? —inquirió Llewellyn Thomas secamente, mirando a su alrededor. De momento no se podía distinguir lo que era. Pero el sonido aumentaba. De pronto, Julián comprendió. ¡Era el fuerte ladrido de una jauría de siete enojados perros!

El pastor lo notó también y una alegre sonrisa iluminó su rostro. Observó a Llewellyn, para ver si éste lo había reconocido también.

Sí, también él había reconocido el espantoso sonido. Apenas podía creerlo. ¿Era posible que la voz de Morgan, por fuerte que fuera, hubiera sido repetida por el eco hasta llegar abajo y hubiera sido recogida por las agudas orejas de los perros pendientes de su amo?

¡Pues así había ocurrido! Dai, el más viejo de los perros, que quería a su dueño más que ningún otro, había permanecido en guardia escuchando desde el momento en que Morgan y el pastor le habían dejado. Y allí en la lejanía, brotando desde el extremo del túnel donde montaba guardia, Dai había percibido los débiles ecos de la amada voz de su amo.

Sus ladridos advirtieron a los otros perros. Conducidos por Dai, corrieron túnel arriba, sin resbalar por el rocoso pasadizo junto al río.

Al fin llegaron al lado de Morgan, que les esperaba sentado junto al agua, no lejos de la gran cueva. ¡Fue un instante de verdadera alegría para el gigante y sus perros!

Dai olisqueó las manos de su dueño y mordió las cuerdas hasta hacerlas saltar.

¡Estaba libre!

—¡Venid conmigo! —ordenó Morgan. Avanzó cautelosamente hasta la cueva, empujando a los perros ante sí—. ¡Al ataque! —gritó en galés.

Y entonces, ante el horror de los hombres, los siete perros entraron en la caverna a toda velocidad, ladrando, gruñendo y alborotando, y un triunfante Morgan apareció tras ellos, tan alto que tuvo que agacharse para salir del túnel.

Los hombres huyeron. Por su parte, Llewellyn ya había escapado, aun antes de ver a los perros. Dai se lanzó sobre un hombre y lo derribó, mientras Tang hacía lo mismo con otro. La caverna estaba llena de gruñidos y excitados ladridos.

Tim se unió encantado a la batalla, ya que su guardián había huido. Incluso el pequeño Dave se incorporó a la gran lucha, mientras los niños observaban asombrados y agradecidos al ver vencidos a sus enemigos.

—¿Quién hubiera creído esto? —exclamó Dick, lanzando cestos al aire— ¡Esto es algo verdaderamente emocionante! ¡Viva Morgan y sus siete perros!