Capítulo XX

EN EL CORAZÓN DE LA MONTAÑA

Aquello parecía una pesadilla. Los niños se veían obligados a avanzar por el estrecho pasadizo rocoso que bordeaba el río. Sus linternas tenían buenas pilas, afortunadamente, y daban una luz brillante que les permitía ver un buen trecho del río. A veces el caminillo rocoso se estrechaba demasiado.

—¡Madre mía! —suspiró Ana tratando de mantenerse tras los niños—. Me parece que voy a resbalar. Ojalá no llevara puestas esas pesadas botas de nieve. ¡Vaya un jaleo que arma el río! ¡Y qué velocidad lleva!

Un poco más adelante de Ana y los niños, Jorge no dejaba de llamar a Tim. Estaba muy preocupada porque no volvía junto a ella, como siempre que lo llamaba. Olvidaba que el río hacía tanto ruido que Tim difícilmente podía oír otra cosa que el estruendo del agua.

De pronto, el túnel se ensanchó considerablemente, formando una especie de amplio lago, antes de canalizarse de nuevo. Las paredes formaban una gran caverna, la mitad de la cual se hallaba ocupada por el agua. La otra correspondía a un trozo de suelo rocoso y áspero.

Jorge se quedó asombrada ante el espectáculo, pero aún le maravillaron más las otras cosas que vio.

Dos balsas toscas y extraordinariamente resistentes estaban amarradas al borde de la profunda laguna. Y en el rocoso suelo de la caverna había una especie de barriles metálicos, presumiblemente aguardando para ser cargados en las balsas.

En un rincón se agrupaba un enorme montón de botellas, latas y cajas sin abrir; y en el otro extremo, un montón igualmente grande de latas, cajas y botellas vacías. También se veían enormes cestos de madera, aunque Jorge no alcanzaba a imaginar para qué servirían.

La caverna estaba débilmente iluminada, quizá por luz eléctrica, quizá por un foco colocado en alguna parte. No parecía haber nadie allí. Jorge voceó angustiada, esperando que Tim anduviera por allí.

—¡Tim! ¿Dónde estás?

Tim salió al instante de detrás de los cestos, meneando alegremente el rabo. Su ama se alegró tanto de verle que se arrodilló y lo abrazó fuertemente.

—Eres un perro muy malo —le riñó, mientras le acariciaba—. ¿Por qué no viniste cuando te llamaba? ¿Encontraste a los otros? ¿Dónde está Aily?

Una carita asomó tras el cesto de donde había salido Tim. Era Aily. Parecía aterrorizada y sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas. Llevaba a su cordero en brazos y Dave la seguía pegado a sus talones. Corrió hacia Jorge gritando algo y señalando al túnel por el que habían llegado. Jorge comprendió.

—Sí, ahora nos vamos. ¡Mira! Aquí están los demás.

Aily los había visto ya. Corrió hacia Julián sintiéndose feliz y se deslizó en sus brazos, con cordero y todo. Éste se alegró también de ver a Jorge y a Tim. Todos examinaron la caverna.

—Ya veo todo el plan —aseguró Julián—. ¡Una idea fabulosa! Extraen el metal precioso de su yacimiento, que debe estar por aquí cerca, lo colocan sobre esas balsas y el río subterráneo las arrastra directamente al mar. Apuesto a que tienen barcazas o algo así aguardando en alguna ensenada oculta, para llevarse la carga durante la noche.

—¡Caramba! —comentó Dick—. ¡Qué ingenioso! Y se sirven de los extraños ruidos y todo lo demás para asustar a la gente y mantenerla alejada de la montaña. ¡Así nadie se atreve a rondar por aquí para ver qué pasa!

—La granja más cercana es «La Cañada Mágica», donde viven los Jones — prosiguió Julián—. Realmente son los únicos capaces de averiguar algo.

—¡Cosa que hicieron, seguro! —añadió Dick—. Apuesto a que Morgan lo sabe todo y que está de acuerdo con el hijo de la señora Thomas, que vendió el metal a esos hombres, aunque pertenecía a su madre.

—Aquí abajo no hay ningún ruido extraño. No se oye más que el río —dijo Julián—. ¿Creéis que estarán trabajando ahora?

—Bueno… —comenzó Dick.

Se paró de repente porque Tim y Dave habían comenzado a gruñir; Tim, con su «voz» profunda y Dave en tono agudo. Julián empujó a Aily y Jorge tras el gran cesto, mientras Dick hacía lo mismo con Ana. Escucharon atentamente. ¿Qué habrían oído los perros? ¿No sería mejor salir corriendo por donde habían venido antes de que los descubrieran?

Tim seguía gruñendo sordamente. Los corazones de los niños empezaron a latir apresuradamente. De pronto, oyeron voces. ¿De dónde venían? Dick atisbo cautelosamente. Los niños se hallaban en un rincón oscuro y esperaban no ser vistos.

Las voces parecían llegar de la gran laguna y Dick miró en aquella dirección. De repente, dejó escapar una gran exclamación.

—¡Ju! ¡Mira allá! ¿Ves tú lo que yo veo?

Julián miró y se quedó estupefacto. Dos hombres habían llegado por el otro lado del túnel, el que daba al mar, evidentemente andando por el borde rocoso, como lo habían hecho ellos, y ahora se movían en las sombras, junto a la laguna.

—¡Uno de ellos es MORGAN! —susurró Julián—. Pero, ¿y el otro? ¡Sopla! ¡Si es el pastor, el padre de Aily! ¿Os parece posible? Bueno, siempre pensamos que Morgan estaba mezclado en todo esto, pero nunca imaginé que el pastor también lo estuviera.

Aily había visto a Morgan y a su padre. Pero no hizo ningún ademán de acercarse a él. ¡Le tenía demasiado miedo a Morgan!

Ambos hombres estaban mirando a su alrededor, como si buscaran a alguien. Luego salieron de las sombras y cruzaron la gran caverna hacia otro túnel muy ancho que se abría en dirección al interior de la montaña. Mientras se iban comenzó a oírse un ruido extraño.

—El trueno —murmuró Jorge, y Tim gruñó de nuevo—. Aunque no suena muy cerca. ¡Qué horrible ruido! ¡Y cómo se mete en la cabeza!

Ahora era inútil susurrar. Tenían que gritar si querían oírse unos a otros. ¡Y de pronto empezó el temblor! Todo se estremecía y vibraba. Los niños sentían las vibraciones hasta al cogerse de las manos.

—Es como si nos pasara una corriente eléctrica —comentó Dick con asombro—. Me extraña que se pueda hacer algo bueno con ese raro metal que hace las cosas tan pesadas que los arados no aran y las azadas no cavan.

—Sigamos a Morgan y al pastor —propuso Julián, tan intensamente interesado que estaba decidido a llegar hasta el final del asunto—. Podemos ocultarnos bien en las sombras. No tienen ni idea de que estamos andando por aquí; Aily, tú quédate. El ruido puede asustar a Dave y a Fany.

Aily aceptó. Se sentó tras el cesto con sus animales.

—Aily espera —dijo. No tenía el menor deseo de acercarse a los extraños ruidos. En su sencilla mente imaginaba que el propio trueno se fabricaba en la montaña. Sí. ¡Y quizás el rayo también!

Morgan y el pastor ya habían desaparecido por el túnel que se abría frente a la laguna. Los cinco se acercaron rápidamente a él y atisbaron hacia el interior. Era muy ancho y empinado, pero unos toscos escalones habían sido tallados en él y no resultaba difícil bajar.

Bajaron cautelosamente, extrañados de la difusa luz que los iluminaba, aunque no se veían lámparas ni nada parecido.

—Creo que es el reflejo de un gran resplandor que sale de abajo —gritó Julián por encima del estruendo.

El ruido era tan potente que parecía que anduvieran envueltos en un trueno. Bajaron y bajaron. El túnel se curvaba y serpenteaba, siempre rocoso, empinado e iluminado. De repente, el ruido creció y la luz se hizo más intensa. Y entonces los niños pudieron ver el final. La salida aparecía recortada por una luz brillante, una luz que resplandecía intensamente y se movía de una manera extraña.

—Estamos llegando al lugar donde trabajan, a la mina donde está ese extraño metal

—chilló Dick. Le temblaban las manos de nerviosismo—. ¡Tened cuidado de que no nos vean, Ju! ¡CUIDADO, NOS PUEDEN VER!

Llegaron cautelosamente al final del pasadizo y observaron por la abertura. Vieron un enorme pozo lleno de luz, alrededor del cual trabajaban unos hombres con unas curiosas máquinas. Los niños no podían divisar mucho desde donde se encontraban. Además la luz era tan poderosa que sólo podían mirar con los ojos casi cerrados. Todos aquellos hombres llevaban careta.

Repentinamente el ruido cesó y la luz desapareció, como si alguien hubiera cerrado un interruptor. Pero en la oscuridad se formó un resplandor, un extraño calor que ascendía, pareciendo atravesar el techo. Dick se asió a Julián.

—Ésa es la clase de resplandor que vimos la otra noche —exclamó—. Empieza aquí abajo, sube a través de la montaña y flota sobre ella. La luz tiene que salir de aquí. Debe de ser alguna clase de rayos capaces de atravesar lo que sea, como los rayos X, o algo por el estilo.

—Es como un sueño —murmuró Ana. Jorge pensó que lo era verdaderamente.

—¡Como un sueño! —repitió.

—¿Dónde estarán Morgan y el pastor? —preguntó Dick—. ¡Ah! Allí, en aquella esquina. Mirad. ¡Mirad! Ya vuelven.

Los cuatro niños retrocedieron precipitadamente, temiendo que los hubieran descubierto. Oyeron gritos y ascendieron todavía más de prisa por los rocosos escalones. ¿Les habrían visto? ¡Parecía que sí!

—Oigo a alguien que trepa por el túnel detrás de nosotros —apremió Dick—.

¡Rápido! Ojalá empezase el ruido otra vez. Ahora nos van a oír.

Alguien subía velozmente tras ellos y se oían gritos y chillidos. Daba la sensación de que aquellos hombres estaban muy enfadados. ¿Para qué habrían seguido a Morgan y al pastor? ¡Podían haber vuelto tan fácilmente a los sótanos!

Llegaron a lo alto del empinado túnel y corrieron a esconderse tras las cajas, esperando poder deslizarse sin ser vistos por el camino que les había llevado hasta allí. Pero tenían que recoger a Aily antes de huir. ¿Dónde estaba?

—¡Aily, Aily! —gritó Julián—. ¿Dónde se habrá metido? ¡No podemos dejarla aquí! ¡Aily!

Era difícil recordar exactamente dónde la habían dejado en aquella oscura cueva.

—¡Aquí está el cordero! —exclamó Julián, aliviado al descubrirlo al otro lado del cesto—. ¡Aily!

—¡Mirad! ¡Ya ha llegado Morgan! —avisó Jorge.

El gigante salía entonces del túnel y atravesaba la cueva. Al ver a los niños, se detuvo con el mayor de los asombros.

—¿Qué hacéis vosotros aquí? —rugió—. Venid con nosotros, de prisa. ¡Estáis en peligro!

Al aparecer el pastor, Aily corrió junto a él, abandonando su escondite. El pastor la miró como si no pudiera creer lo que tenía ante sus ojos. Finalmente la cogió en sus brazos, diciendo algo a Morgan en galés. Morgan volvió a dirigirse a Julián.

—Te dije que no te mezclaras en esto —le gritó—. ¡Que yo me encargaría del asunto! ¡Ahora nos capturarán a todos! ¡Pero qué pandilla de locos! Rápido, escondámonos. Esperemos que los hombres crean que hemos huido. Si tratamos de escapar nos alcanzarán.

Metió a los asombrados niños en un rincón y los rodeó con cajas, para ocultarlos.

—¡Quedaos aquí! —advirtió—. Haremos lo que podamos.