Capítulo XVI

AILY CAMBIA DE IDEA

Al oír que venía Morgan, Aily saltó de los brazos de Julián tan rápida y veloz como un gato. Miró a su alrededor como un animalillo atrapado y por fin se fijó en las literas. De un salto se subió a una de las más altas y se cubrió con una manta. Permaneció absolutamente quieta. El cordero la miró sorprendido y baló. De repente también él trepó a la litera, tan seguro como un gamo, y se acomodó junto a su amita. Sólo Dave se quedó abajo, gimiendo tristemente.

—¡Vaya! —exclamó Dick, asombrado ante aquellos imprevistos acontecimientos—. ¿Os habéis fijado? ¿Habíais visto a alguien en vuestra vida trepar así? Para ya de ladrar, Tim. Queremos enterarnos cuándo llega Morgan. Julián, ¿dónde metemos al perro de Aily? No conviene que lo vean ni lo oigan siquiera.

Julián subió el perro a la litera, junto a los otros dos.

—Es el único lugar donde estará tranquilo —dijo—. Aily, quédate completamente quieta hasta que vengamos a decirte que todo va bien.

No llegó respuesta de la litera, ni una palabra, ni un balido, ni un ladrido. Tim empezó a ladrar de nuevo fuertemente y corrió hacia la puerta.

—¡Voy a cerrar con llave! —anunció Julián—. No quiero que Morgan y sus perros entren aquí en busca de Aily. Yo creo que sabe ya que se escapó. O puede que ella se escapara mientras le estaba riñendo y él piense que se fue con su padre, el pastor. ¡Y va en su busca para evitar que diga lo que sabe!

—¡Por lo que más queráis, no dejéis entrar a los perros aquí! —suplicó Jorge desesperadamente—. Ya los oigo ladrar a lo lejos.

—¡Rápido! Sentémonos a la mesa con las cartas y hagamos ver que estamos jugando —urgió Dick, cogiendo la baraja de un estante—. Si Morgan mira dentro y lo encuentra todo normal, no se le ocurrirá pensar que Aily pueda estar aquí. Apuesto a que es lo bastante astuto para espiarnos sin que le veamos, y averiguar así si estamos ocultando a Aily.

Se sentaron a la mesa y Dick repartió las cartas. Los dedos de Ana temblaban y Jorge sentía debilidad en las rodillas. Ana dejó caer sus cartas y Dick se rió de ella.

—¡Tienes dedos de mantequilla! ¡Anda, anímate, Morgan no te va a comer! Escuchad: si yo digo de pronto «¡Qué risa! » es que he visto a Morgan espiando por la ventana. Entonces echaos a reír y jugad como si no pasara nada.

Dick era el único sentado frente a la ventana y, mientras jugaban a «atrapar», echaba rápidas ojeadas al exterior. No se oía a los perros ahora, aunque la actitud de Tim, sentado con las orejas tiesas junto a la puerta, daba a entender que él sí que oía algo.

—¡Atrapadas! —gritó Julián, apoderándose de las cartas. Siguieron jugando.

—¡Atrapadas! No te me tires encima. Casi me has roto una uña.

—¡Atrapadas! ¡Si yo lo he dicho primero!

—¡Qué risa! —exclamó Dick de pronto, poniendo a todos en guardia.

Siguieron jugando, aunque ahora sin prestar demasiada atención al juego. ¿Qué estaría viendo Dick?

Dick veía algo muy importante. Veía un rostro sombrío junto a la ventana, mirando hacia el interior. Era Morgan, naturalmente.

—¡Qué risa! —repitió Dick para advertir a los otros de que aún duraba el peligro—. ¡Qué risa!

La cara de Morgan estaba ahora pegada a la ventana. Evidentemente pensaba que no podían verle y que los niños estaban demasiado entretenidos con el juego para darse cuenta de nada más. Sus ojos registraban la habitación de cabo a rabo. Al fin su cara desapareció.

—Ya no está en la ventana —anunció Dick en voz baja—. Sigamos jugando. Seguro que se dirige hacia la puerta.

¡POM, POM!

—Sí, aquí está —prosiguió Dick—. Ju, ahora te toca a ti.

—¿Quién está ahí? —chilló Julián.

—Morgan. Dejadme entrar —anunció la profunda y ronca voz de Morgan.

—No podemos. Tenemos a nuestro perro aquí y no queremos de ninguna manera que vuelvan a hacerle daño —contestó Julián, resuelto a no dejarle entrar a ningún precio.

Morgan movió el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave. Gruñó de nuevo.

—Lo siento, pero no puedo abrirle —explicó Julián—. Nuestro perro saldría corriendo y podría morderle. Está gruñendo muy furioso.

—¡Ladra, Tim! —ordenó Jorge en voz baja, y Tim respondió tan satisfactoriamente que… ¡por poco echa la casa abajo!

Morgan habló:

—Si veis a Aily, mandadla a casa —advirtió—. Se ha escapado de nuevo y su madre está preocupada. Llevo buscándola toda la noche.

—De acuerdo —respondió Julián—. Si viene por aquí, le prepararemos una cama.

—No, mandadla a casa —gritó Morgan—-. Y acordaos de lo que os dije en el granero o será peor para todos vosotros.

—Para todos nosotros. ¡Tiene gracia! —rezongó Dick, disgustado—. Será peor para él y sus amigos cuando se descubra todo. ¡Tío más antipático! ¿Ya se ha ido, Tim?

Tim se alejó de la puerta y se tendió plácidamente. Ladró una vez suavemente, como para decir: «Todo está bien». Y cuando los perros ladraron en la lejanía, no les hizo el menor caso.

—Eso significa que vuelven a la granja con Morgan —interpretó Jorge, aliviada—. Podemos sacar a Aily de su escondite y darle algo de comer. —Se dirigió a las literas y la llamó—. ¡Aily! Morgan se ha ido. Ya se ha marchado. Ven a comer algo. Le daremos leche a tu cordero y carne y galletas a tu perro.

La cabeza de Aily atisbo cautelosamente por debajo de la manta. En seguida saltó al suelo, seguida por el corderillo, que aterrizó firmemente sobre sus cascos. El perro tuvo que ser bajado. Estaba demasiado asustado para saltar.

Con gran diversión de todos, Aily corrió hacia Julián y le tendió los brazos para que la cogiera. Se sentía a salvo con aquel muchacho grande y amable. Se apretó contra él como un gatito. El se sentó con ella sobre sus rodillas.

Jorge puso pan con mantequilla y queso en la mesa frente a ella y Ana colocó un plato de leche en el suelo para el cordero, que la lamió ávidamente, esparciéndola por el suelo. Al principio, el perro quiso también participar de la leche, pero pronto se dirigió al plato de carne y galletas que Ana le ofrecía.

—Bueno, ya hemos alimentado a la familia de Aily —dijo ésta—. ¡Caramba!

¡Cuántas emociones! Julián, haz el favor de impedir a Aily que trague de esa manera. Nunca había visto a nadie comer a esa velocidad. Es posible que no haya tomado nada desde aquel pedazo de queso que le dimos ayer.

Cuando hubo terminado la última migaja de su comida, Aily se recostó satisfecha en los brazos de Julián. Le miró como deseosa de complacerle.

—Aily te dice cómo entrar en la gran casa —anunció de pronto, sorprendiendo a todos. Julián la miró. Ahora tenía al perro sobre sus rodillas, pero se negaba a que subiera también el cordero.

—¿Aily me lo dice? —repitió gravemente—. ¡Buena chica, Aily bach! Aily empezó:

—Gran agujero. Hondo, baja hondo…

—¿Dónde está el gran agujero? —inquirió Julián.

—Allá arriba —explicó Aily—. Baja, baja mucho…

—Pero, ¿dónde está? —repitió Julián.

Aily inició una larga perorata en galés y los niños la escucharon desilusionados. Resultaba enloquecedor que Aily les estuviera contando su secreto y que ellos no pudieran entender ni media palabra de lo que decía.

—Buena chica, Aily —repitió Julián cuando ella se detuvo por fin—. Pero, dime, ¿dónde está el gran agujero?

Aily lo contempló con reproche.

—¡Aily te lo dijo, te lo dijo, te lo dijo!

—Ya lo sé, pero yo no entiendo el galés —replicó Julián, tratando de hacérselo comprender a la chiquilla—. Sólo quiero saber dónde está el gran agujero.

Aily lo observó un momento y luego sonrió.

—¡Aily lo enseña! —exclamó descendiendo de sus rodillas—. ¡Aily lo enseña! Ven.

—¡Bueno, ahora no! —dijo Julián—. No puede ser ahora, en la oscuridad y con la nieve. No, Aily. Mañana por la mañana. No ahora.

Aily miró por la ventana y asintió.

—No ahora. ¿Por la mañana sí? Aily enseña por la mañana.

—¡Vaya! Menos mal que estás de acuerdo —suspiró Julián—. Me encantaría ver ese gran agujero, o lo que sea, inmediatamente. Pero lo único que conseguiríamos sería perdernos en la oscuridad. Iremos mañana.

—De acuerdo —convino Dick, bostezando—. También yo creo que eso es lo mejor que podemos hacer. Es una suerte que Aily te esté agradecida. Parece que no hay nada en el mundo que ella no hiciera por ti.

—También yo pienso lo mismo. Es una niña muy extraña —asintió Julián, viendo como Aily se enroscaba sobre la alfombra junto a la estufa, con su perro y su cordero junto a ella—. ¿Cómo pudo Morgan asustar así a una chiquilla indefensa? ¡Es un verdadero bruto!

—Tuvimos suerte de que no la descubriera cuando miró por la ventana —exclamó Jorge—. Probablemente hubiera derribado la puerta. ¡Con sólo un puñetazo la hubiera hecho añicos!

Todos rieron. Julián dijo:

—¡Me alegra de que no sucediera nada de eso! Ahora será mejor que nos acostemos. Mañana nos esperan muchas emociones.

—¡Ojalá podamos sacar a la pobre señora de su torre! —deseó Ana—. Eso es lo más importante. Aily, puedes dormir en la litera donde te ocultaste. Te daré mantas, sábanas y una colcha.

Al poco rato, el chalet había quedado en silencio y en paz. Los cinco chiquillos dormían en sus literas. Tim estaba con Jorge, Y el cordero y el perrito con Aily. Julián asomó la cabeza y sonrió. ¡Vaya colección de niños y animales! Bueno, se alegraba de que hubiera allí dos perros aquella noche.

Nadie se despertó durante toda la noche a excepción de Jorge al sentir a Tim removerse y alzarse junto a su brazo. Pero no ladró. La lamió suavemente y permaneció un momento escuchando.

El extraño trueno se oía de nuevo y se sentía también el temblor, aunque no eran tan fuertes como la vez anterior. Jorge notó que su litera temblaba como si hubiera bajo ella un motor que la hiciera vibrar.

Se deslizó de la litera y atisbo por la ventana. Y vio lo mismo que Dick había visto, un resplandor en el cielo. No encontraba nombre para la extraña luminosidad que subía hasta perderse en las estrellas que brillaban extraordinariamente.

No despertó a los otros. Tan pronto como terminaron los extraños acontecimientos, se acostó de nuevo. Quizá mañana conseguirían averiguar cuál era la causa. ¡Iba a ser un día muy emocionante!