¿QUÉ OCURRE, TIM?
Los cuatro niños se sentaron junto a la estufa y hablaron y hablaron durante mucho tiempo, mientras cenaban. ¿Qué sería mejor hacer primero? Estaba muy bien apasionarse como Jorge y decir que irían a averiguarlo todo y a rescatar a la vieja dama. Pero, ¿cómo? Ni siquiera sabían por dónde empezar. En primer lugar, ¿cómo iban a entrar en la casa? ¡Nadie quería arriesgarse a tener que pelear con aquella fiera de perro!
—¡Si por lo menos Aily quisiera ayudarnos! —suspiró Julián por último—. Es nuestra única esperanza. No conseguiríamos nada acudiendo a la policía. Tardaríamos años en llegar al pie de la montaña y buscar la comisaría. Y nunca conseguiríamos hacerle creer nuestra historia a un policía de por aquí.
—Me extraña que los aldeanos no hayan hecho nada todavía —intervino Dick—. Me refiero a todas esas vibraciones, a los ruidos y la niebla luminosa sobre la montaña.
—Bueno. Seguro que todo eso se oye y se ve más claramente aquí en la montaña que allá abajo, en el valle —dijo Ana con sensatez—. No creo que ni las vibraciones ni los ruidos lleguen al valle y, probablemente, ni siquiera se ve desde allí la niebla de «Viejas Torres».
—Tienes razón —asintió Julián—. No lo había pensado. Nosotros podemos verlo y posiblemente el pastor. Y me atrevería a decir que desde la granja también se puede ver algo. ¡No había más que fijarse en la manera de reaccionar de Morgan! Sabía muy bien de qué estábamos hablando.
—Está claro que es uña y carne con los hombres de allí, los hombres grandes y los hombres pequeños de que habló Aily. ¡Cielo santo! Me gustaría que nos enseñara el camino para entrar en la casa. ¿Cómo pudo entrar ella? No se me ocurre por dónde. Con una valla eléctrica rodeándolo todo parece completamente imposible.
—La «valla que muerde» —apuntó Jorge riendo—. Me imagino que esa niña la tocó y recibió una descarga. ¡Es extraordinaria! Aunque medio salvaje…
—Espero que su madre no le haya dado una paliza demasiado grande —comentó Ana—. Es una pícara y muy traviesa, desde luego, pero no podrán hacerla cambiar a golpes. ¿Alguien quiere más queso? Y todavía quedan manzanas. O podemos abrir una lata de peras, si os parece.
—Voto por las peras —contestó Dick—. Necesito algo dulce. Nuestra estancia aquí se está volviendo muy emocionante, ¿no creéis?
—Siempre nos estamos metiendo en líos —murmuró Ana sacando la lata de peras de la alacena.
—No lo llames líos, pequeña —replicó Dick—. ¡Es mejor decir aventuras! Siempre nos ocurre algo fuera de lo corriente. No podemos evitarlo. Hay gente que atrae a las aventuras, y nosotros somos así. Esto nos proporciona una vida muy emocionante.
De repente, Tim empezó a ladrar y todos permanecieron a la escucha. ¿Qué pasaba ahora?
—Dejad salir a Tim —propuso Dick—. Con todo lo que está pasando, creo preferible que Tim se entere de quién es el que ronda por aquí.
—De acuerdo —asintió Jorge, y se dirigió hacia la puerta. Pero, al llegar a ella, oyó a un perro ladrar fuera. Inmediatamente dio media vuelta.
—¡No voy a dejar salir a Tim! Me parece que es Morgan con sus perros. He reconocido el ladrido.
—Alguien viene —exclamó Ana, medio asustada—. ¡Es Morgan!
En efecto, era Morgan. Pasó junto a la ventana y pudieron ver sus anchos hombros y su gran cabeza cara al viento mientras subía. Ni siquiera les echó una ojeada, pero los perros empezaron a ladrar furiosamente al oler a Tim en la cabaña. Tim ladró con fiereza a su vez.
Pronto se hizo el silencio. Morgan y sus perros ya estaban lejos.
—¡Uf! Me alegro de que Tim no saliera —respiró Dick—. Lo hubieran hecho pedazos.
—¿Adonde suponéis que va? —preguntó Ana—. Es raro que suba por nuestra montaña y no en dirección a «Viejas Torres».
—Seguro que va a hablar con el pastor —opinó Julián—. Está más arriba, con sus ovejas. Me pregunto si no estará también mezclado en esto.
—No —aseguró Ana—. Me lo dice el corazón. Es bueno. No puedo imaginármelo mezclado en una banda o algo semejante.
Ninguno se lo imaginaba, claro. A todos les gustaba el pastor. Pero, ¿por qué subiría Morgan a verle a altas horas de la noche?
—Puede que vaya a decirle que nosotros sabemos demasiado y que sería conveniente nos vigilase —sugirió Julián.
—O puede que vaya a quejarse de Aily y de sus paseos por los terrenos de «Viejas Torres» —aventuró Dick—. ¡Demonios! ¿Creéis que habremos metido a esa chiquilla en un lío al hablarle de ella a Morgan y darle el papel que encontró?
Se miraron unos a otros con desmayo. Ana meneó la cabeza, muy seria.
—Sí, eso es. Aily se va a ver en apuros por nuestra culpa. ¡Dios mío! ¿Por qué se nos habrá ocurrido decirle a Morgan lo que sabíamos? ¡Pobre Aily!
Se sentían muy mal al pensar en Aily. Todos querían a aquella chiquilla semisalvaje, con su corderillo y su pequeño perro. Ahora quizá recibiese una gran paliza a causa de lo que ellos habían contado a Morgan.
Ninguno de ellos se sentía con ánimos para jugar a las cartas. Se sentaron y estuvieron hablando, preguntándose si oirían volver a Morgan. Sabían que Tim ladraría a su paso.
Hacia las ocho y media empezó a ladrar de repente, haciéndoles pegar un brinco.
—Debe de ser Morgan que regresa —dijo Julián. Y todos permanecieron atentos para verlo pasar por la ventana. No obstante, no lo vieron. Tampoco oyeron a ningún perro.
Jorge observó que Tim estaba sentado, con las orejas erguidas y la cabeza inclinada en una dirección determinada. ¿Por qué lo hacía? Y si oía algo, ¿por qué no ladraba de nuevo? Estaba muy extrañada.
—Mirad a Tim. Está oyendo algo y sin embargo no ladra. Y no parece muy asustado. ¿Qué ocurre, Tim?
El perro no le hizo el menor caso. Continuó escuchando atentamente en la misma dirección. ¿Qué sería lo que oía? Esto era lo más enojoso, puesto que ninguno percibía el menor sonido. Todo parecía sumido en el más absoluto silencio.
¡De pronto Tim saltó y rompió a ladrar alegremente! Corrió hacia la puerta y gimió rascándola con su pata. Se volvió a Jorge ladrando como si dijese: «Vamos, ¿qué haces? ¡Abre la puerta!»
—Bueno —exclamó Dick, sorprendido—. ¿Qué te pasa, Tim? ¿Es que ha llamado tu mejor amigo? ¿Abrimos la puerta, Julián?
—Yo iré —respondió Julián, y abrió cautelosamente. Tim se deslizó por la abertura al momento, ladrando y gimiendo.
—No hay nadie —dijo Julián, atónito—. ¡Nadie en absoluto! Tim, ¿por qué armas tanto jaleo? Dame una linterna, Dick, por favor. Voy a seguirle para ver qué es lo que lo ha excitado tanto.
Salió e hizo girar la linterna a su alrededor para localizar a Tim. ¡Ah! Allí estaba rascando la tapa del pequeño cajón de madera donde guardaban las latas de petróleo y el gran jarro esmaltado. Julián estaba asombradísimo.
—Pero, ¿qué te pasa, Tim? —inquirió—. No hay nada ahí dentro. Mira, voy a levantar la tapa para que lo compruebes por ti mismo.
Levantó la tapa e iluminó el interior para mostrar a Tim que el cajón estaba vacío.
¡Pero no lo estaba! Julián por poco deja caer la tapa con la sorpresa. Alguien estaba allí, una pequeña y medio helada figura. ¡Era Aily!
—¡Aily! —exclamó Julián sin creer lo que veían sus ojos—. ¿Qué diablos haces aquí, Aily?
Aily pestañeó. Parecía atemorizada. Abrazaba al perro y al cordero sin decir una palabra. Julián comprobó que estaba temblando y que lloraba amargamente.
—¡Pobre Aily bach! —exclamó, usando la única palabra galesa que conocía—. Ven al chalet, anda. Entrarás en calor y te sentirás mejor.
La niña negó con la cabeza, estrechando más hacia sí sus animalitos. Sin embargo, Julián no estaba dispuesto a dejarla en el cajón durante aquella noche tan fría. Así que la levantó, animalitos incluidos, y se la llevó hacia la casa. Aily forcejeó para soltarse, pero los brazos de Julián eran fuertes y la tenían bien sujeta.
La voz impaciente de Jorge llegó hasta ellos.
—¡Ju! ¡Tim! ¿Dónde estáis? ¿Habéis encontrado algo?
—Sí —repuso Julián—. Ahora mismo lo llevamos. ¡Es una sorpresa!
Y entró en el chalet con la temblorosa chiquilla. Sus tres compañeros la miraron atónitos. ¡Aily! ¡Una Aily fría, desamparada, miserablemente pálida y temblorosa! ¡Y también el cordero y el perrito!
—Tráela junto a la estufa —indicó Ana, tomándole del brazo—. ¡Pobre Aily!
Julián trató de dejarla en el suelo, a ella y a sus animales, pero Aily se aferró a él. Sentía que era bueno, amable y fuerte y sus brazos resultaban muy consoladores. Entonces Julián se sentó, conservando en sus brazos a la niña. El perro y el cordero se deslizaron de sus rodillas y corretearon husmeando por la habitación.
—Los encontré a los tres en el cajón donde guardamos el petróleo, ahí fuera — explicó Julián—. Los tres abrazados, supongo que en parte para ocultarse mejor y en parte para calentarse. Puede que hayan dormido allí otras veces los tres. ¡Aily es tan pequeña! Y parece muy desgraciada. Vamos a darle algo que comer.
—Le prepararé cacao caliente —dijo Ana—. Jorge, tú tráete pan, mantequilla y queso. Tendremos que darle algo también al perro y al cordero, ¿no? ¿Qué comen los corderos?
—Leche —respondió Dick—. Pero no tenemos biberón. Bueno, creo que será capaz de lamerla. ¡Caray! ¡La de cosas que pasan por aquí!
Aily se sentía cálida y confortable en los brazos de Julián. Permanecía allí como un animalito, demasiado frío y cansado para tener ningún temor. Julián era feliz al poder consolarla. ¡Pobrecilla! ¿Qué la habría obligado a venir desde tan lejos en la noche?
—Debe de haberse ido a casa con su madre —aventuró Julián, observando cómo jugaba el perrito con el encantado Tim—. Probablemente le dio una paliza y la encerró en alguna parte. Y pienso que Morgan fue a ver si estaba allí para regañarla y para decirle a su madre que es mejor que no la deje salir y…
—¡Morgan! —repitió Aily, incorporándose asustada y mirando a su alrededor como si estuviera a punto de aparecer allí—. ¡Morgan! ¡No, no!
—No te preocupes, chiquilla —la tranquilizó Julián—. Nosotros nos ocuparemos de ti. ¡Morgan no podrá cogerte! ¿Veis? —dijo dirigiéndose a los otros—. Yo tenía razón. Él fue a su casa y la asustó. Y tan pronto como él se marchó, ella se escapó y vino a nosotros; debió de asustarla mucho. Apuesto a que Morgan tiene miedo de que, si no la tienen encerrada, pueda echarle a rodar sus planes, enseñándonos el camino que lleva a la vieja casa.
De pronto Tim volvió a ladrar. Pero ahora no lo hizo alegremente como antes. Ana gritó en seguida:
—¡Debe de ser Morgan que vuelve! ¡Esconded a Aily, por Dios! Si la encuentra aquí se la llevará fuera y la arrastrará por la fuerza. ¡Rápido! ¿Dónde la escondemos?