Capítulo XIII

AILY ES DESCONCERTANTE

Aily no se mostró tímida esta vez. No echó a correr cuando Julián abrió la puerta. Todavía llevaba poca ropa, pero su rostro resplandecía y no parecía sentir el menor frío.

—¡Hola, Aily! —saludó Julián—. Entra, estábamos comiendo, pero queda mucho para ti.

El perro entró corriendo tan pronto como olió la comida. Sorprendido, Tim lanzó un suave gruñido.

—No, Tim, es tu invitado —advirtió Jorge—. Por favor, pórtate bien. —El perrito meneó su rabo vigorosamente.

—¿Lo ves, Tim? Te está diciendo que no le tengas miedo, que no te va a hacer daño —tradujo Ana, haciendo reír a todos. Tim también agitó con fuerza el rabo y con ello los dos se hicieron amigos.

Aily entró con el cordero en brazos, por si Tim tenía algo que objetar. Pero Tim no dijo nada. Se interesó mucho por el corderillo y, cuando Aily lo dejó suelto y empezó a corretear por la habitación, Tim corrió tras él, olisqueándolo y moviendo aún el rabo a toda velocidad.

Ana ofreció un pedazo de carne a la desaliñada niña, pero ésta agitó la cabeza y señaló el queso. «Aily gusta», dijo. Y quedó encantada cuando Ana le entregó un buen trozo. Se sentó en el suelo para comérselo y el corderillo se acercó a mordisquear también. Verdaderamente resultaba un cuadro encantador.

—¡Fany bach! —exclamó la chica, y le besó la punta del hocico.

—Bach quiere decir querida en galés, ¿verdad? —exclamó Ana. Puso una mano en el brazo de Aily—. ¡Aily bach! —dijo. Y la chiquilla le dirigió una inesperada y dulce sonrisa.

—¿Dónde dormiste anoche, Aily? —quiso saber Jorge—. Tu madre te anduvo buscando.

Pero había hablado tan de prisa que Aily no entendió nada. Jorge repitió sus palabras más lentamente. Aily respondió:

—En el pajar. En «La Cañada Mágica».

—Aily, escucha, ¿quién vive en «Viejas Torres»? —preguntó Julián hablando lo más lenta y claramente que pudo.

—Mucha gente —repuso Aily, al tiempo que señalaba el queso para que le dieran otro trozo—. Hombres grandes, hombres pequeños. También el perro grande. ¡Más grande que él! —terminó señalando a Tim.

Los niños se miraron unos a otros asombrados. ¡Muchos hombres! ¿Qué diablos hacían en «Viejas Torres»?

—¡Y el guarda dijo que estaba solo allí! —recordó Jorge.

—Oye, Aily, ¿hay… también… allí… una… anciana… señora? Aily asintió.

—Sí, una señora vieja. Aily la ve en la torre cuando ella no ve a Aily. Aily escondida.

—¿Dónde te escondiste? —curioseó Dick.

—Aily no dice, nunca dice —denegó la chica mirando a Dick con los ojos semicerrados, como si así pensara ocultar mejor sus secretos.

—¿Viste a la señora cuando estabas en las laderas? —preguntó Julián. Aily consideró la pregunta y al fin respondió que no.

—Bueno, pues entonces, ¿dónde? —insistió Julián—. Mira, te daré parte de este chocolate si me lo dices.

Le mostró la tableta de chocolate, aunque conservándola fuera de su alcance. Ella la miró con ojos brillantes. Estaba claro que el chocolate era algo que pocas veces había conseguido. Intentó cogerlo de pronto, pero Julián fue más rápido que ella.

—No. Contesta a mi pregunta y tendrás el chocolate.

De pronto Aily alargó los brazos y le pegó un puñetazo en las mejillas. Él rió y sujetó las dos manitas con la suya.

—No, Aily, no. Soy tu amigo. No se pega a los amigos.

—¡Ya sé dónde estabas cuando viste a la señora! —aventuró Dick astutamente—. ¡Estabas dentro, en los jardines!

—¿Cómo lo sabes? —chilló Aily. Se libró de la mano de Julián y se levantó encarándose con Dick, furiosa y asustada.

—Pero, ¿por qué te pones así? —le dijo Dick, atónito.

—¿Cómo lo sabes? —repitió Aily—. ¿No se lo has dicho a nadie?

—Desde luego que no se lo he dicho a nadie —aseguró Dick, a quien se le había ocurrido la idea justo en aquel momento—. ¡Muy bien! Así que te metiste en los jardines de «Viejas Torres», ¿no? ¿Cómo entraste?

—Aily no dice. —Y de pronto se echó a llorar.

Ana le rodeó los hombros con un brazo para consolarla, pero la chiquilla se apartó bruscamente.

—Él, Dave, entró allí, no yo, no Aily. Pobre Dave… El gran perro ladró, ¡guau, guau!, Así. Y… y… yo…

—Conque entraste a rescatar a Dave, ¿verdad? —continuó Dick—. ¡Buena chica, Aily valiente!

La chiquilla se secó los ojos con su sucia manita, dejándose extraños churretes en las mejillas. Sonrió a Dick asintiendo.

—¡Valiente Aily! —repitió. Y cogiendo al perrillo en sus brazos lo acarició—. ¡Pobre Dave bach!

—¿Así que consiguió entrar en la propiedad? —dijo Julián a Dick, en voz baja—. Me pregunto cómo lo lograría. Quizás a través del seto. Aily —continuó en voz alta—, vamos a ir a ver a la anciana señora. ¿Podemos atravesar el seto que rodea el jardín?

—No —aseguró Aily meneando la cabeza—. Hay una valla, valla muy alta que muerde.

Todos se rieron al imaginar una valla que mordía. Pero pronto Jorge adivinó lo que quería decir.

—¡Una valla eléctrica! Eso es lo que han puesto. ¡Caramba! Ese sitio es una verdadera fortificación. Puertas cerradas, un perro salvaje, una valla eléctrica…

—¿Y cómo diablos entró Aily? —quiso saber Dick.

—Aily, ¿has visto muchas veces a la señora? ¿Te ha visto ella a ti?

Aily no entendió y Julián tuvo que repetirle otra vez su pregunta más sencillamente. La niña asintió.

—Aily ha visto muchas veces la señora allá arriba y una vez ella vio Aily. Tiró papeles, trocitos de papeles por la ventana.

—Aily, ¿los cogiste? —Julián se incorporó súbitamente—. ¿Estaban escritos? Todos aguardaron ansiosos la respuesta de Aily.

—Sí, estaban escritos como en la escuela, con tinta.

—¿Los leíste? —intervino Dick.

Aily puso una cara extraña. Primero negó y luego asintió.

—Sí, Aily los leyó. Decían: «Buenos días, Aily. ¿Cómo estás, Aily?»

—¿Te conocía la anciana señora? —inquirió Dick, sorprendido.

—No, no conoce a Aily, sólo la madre Aily —respondió la chiquilla—. Decía en sus papeles: «Aily, eres buena chica, Aily, eres muy buena.»

—No está diciendo la verdad ahora —observó Dick notando que la niña procuraba no mirarles a los ojos mientras hablaba—. ¿Por qué será?

—Creo que yo lo sé —intervino Ana. Cogió un trozo de papel y escribió claramente: «Buenos días, Aily.» Se lo enseñó a la niña—: Léelo, Aily.

¡Pero Aily no pudo! No tenía ni idea de lo que decía el papel.

—¡No sabe leer! —anunció Ana—. Y le daba vergüenza confesarlo, así que pretendió hacernos creer que sí sabía. ¡No importa, Aily! Escucha, ¿tienes alguno de los trozos de papel que tiró la señora?

Aily rebuscó entre sus ropas y, por último, sacó un pedazo de papel que parecía arrancado de la parte superior de la página de un libro. Se lo tendió a Dick.

Los cuatro se inclinaron sobre él, descifrando las palabras escritas en una apretada y casi ilegible letra.

NECESITO AYUDA. ESTOY PRISIONERA AQUÍ, EN MI PROPIA CASA, MIENTRAS PASAN COSAS TERRIBLES. HAN MATADO A MI HIJO.

¡SOCORRO, SOCORRO!

BROWNEN THOMAS.

—¡Dios mío! —exclamó Julián, sobrecogido—. ¡Esto es extraordinario! ¿Creéis que deberíamos enseñárselo a la policía?

—Bueno, es probable que sólo haya un policía para cada tres o cuatro pueblecillos de éstos —opinó Dick—. Además, la vieja señora puede estar chiflada y haberse inventado toda esa historia.

—¿Cómo podríamos averiguar si es cierto o no? —inquirió Julián. Dick se dirigió a Aily:

—Aily, queremos ver a la señora. Queremos llevarle algo bueno para comer. Está sola y está triste. ¿Puedes enseñarnos el camino para entrar en la finca?

—No —replicó Aily agitando violentamente la cabeza—. Está el gran perro, perro con dientes así.

Y mostrando sus blancos dientecillos, imitó el gruñido del perro, ante la sorpresa de Tim. Los niños rieron.

—No podemos obligarla a que nos lo diga —reconoció Julián—. De todas maneras, aunque consiguiéramos meternos en el jardín, el perro estará allí. No me apetece en absoluto tropezarme con él.

—Aily enseñará el camino para entrar en la casa —anunció la muchacha de pronto ante la sorpresa de todos. La miraron asombrados.

—¡A la casa! —exclamó Dick—. Pero primero tendrás que enseñarnos el camino que lleva al jardín si queremos entrar en la casa, Aily…

—No —denegó ella—. Aily enseña la entrada a la casa. Aily lo hace. ¡No está el gran perro allí!

En aquel momento, Tim empezó a ladrar y alguien se asomó por la puerta, mirando hacia el interior. Era la madre de Aily, que iba a llevar algunas cosas a su marido, el pastor. Al ver a Aily sentada en el suelo, le gritó enfadada. Y en seguida le lanzó una retahíla de palabras en galés, de las que los niños no entendieron nada. Aily, aterrorizada, corrió hacia la alacena con su perro y su cordero.

Fue inútil. Su madre entró en el chalet y la agarró por el brazo, sacudiéndola fuertemente. Tim gruñó, pero el perrito de Aily estaba tan asustado como ella y el cordero balaba desesperadamente en los brazos de la chiquilla.

—¡Me llevo a Aily! —exclamó la mujer, mirando a los niños como si fueran responsables de la escapada de su hija—. ¡Os aseguro que le daré una buena paliza!

Y salió, llevando firmemente sujeta a su rebelde hija.

Los niños se quedaron quietos. No podían hacer nada. Al fin y al cabo, era la madre de Aily y, realmente, ésta era una verdadera golfilla que no hacía sino vagar todo el día por la montaña.

—Oíd, creo que lo mejor sería que fuéramos a la granja y le explicáramos a Morgan todo lo que sabemos —anunció Julián expresando su pensamiento en palabras—. Sí, eso será lo mejor. Si todo esto es verdad y la señora está verdaderamente prisionera, no creo que nosotros podamos hacer nada. En cambio, Morgan sabrá lo que hay que hacer. Él llamará a la policía. Andad, vámonos ya. Pasaremos la noche en la granja si oscurece antes de volver. ¡Daos prisa!