Capítulo XI

OCURREN COSAS EXTRAÑAS

Todos se despertaron con los gritos de Ana. Medio dormido aún, Julián creyó que estaba en su cama y saltó fuera, olvidando que se hallaba en la litera de arriba. Aterrizó con estrépito en el suelo, alarmado y dolorido.

—¡Caramba, Ju! No te acordaste de que estabas en la litera —exclamó Jorge, medio asustada, medio divertida—. ¿Te has hecho daño? Ana, ¿qué ocurre? ¿Por qué has gritado? ¿Has visto alguna cosa?

—No. He oído y he sentido algo raro —explicó Ana. Se alegraba mucho de que todos estuvieran despiertos—. También Tim. Ahora ya se ha terminado.

—Sí, pero, ¿qué era? —inquirió Julián. Sentado en el borde de la litera de Dick, se frotaba la rodilla que se había golpeado al caer.

—Era… un… un… una especie de retumbar muy fuerte y muy lejano —expuso Ana. Un retumbar a lo lejos y hacia abajo. Y luego una especie de… de temblor. El borde de mi litera se movía cuando lo toqué. No puedo explicarlo bien. Estaba terriblemente asustada.

—Parece como si hubiera sido un pequeño terremoto —comentó Dick, preguntándose si Ana no lo habría soñado—. De todos modos ahora no se oye ni se siente nada, ¿verdad? ¿Estás segura de no haber soñado todo eso, Ana?

—¡Segurísima! —replicó Ana—. Yo…

¡Y justamente entonces empezó de nuevo! Primero como un quejido, un ruido sordo tal como Ana había dicho, sonando hacia abajo, y luego la igualmente extraña vibración. Penetró en sus cuerpos hasta que todos comenzaron a temblar sin poder detenerse.

—Es como si estuviéramos temblando de pies a cabeza —exclamó Dick—. Como si tuviéramos un pequeño motor en marcha dentro de nosotros.

—¡Sí! Eso es —convino Jorge—. ¡Sopla! ¡Cuando pongo la mano sobre Tim noto sus sacudidas como si tocara un aparato eléctrico! Acordaos de que siempre vibran…

—¡Se acabó! —anunció Dick en el momento en que Jorge acababa de hablar—. Ya no hay vibración. Ha parado de repente. Y tampoco oigo ningún ruido. ¿Y vosotros?

Todos se dieron cuenta de que tanto el temblor como el ruido habían terminado.

¿Qué diablos podía ser aquello?

—Debe de estar relacionado con aquel curioso resplandor que vi antes sobre

«Viejas Torres» —recordó Dick—. Voy a mirar por la ventana que da a la montaña de enfrente para ver si está allí de nuevo.

Saltó de su litera y fue hacia la ventana. En seguida gritó:

—¡Venid a mirar! ¡De prisa, venid a mirar!

Todos, incluido Tim, corrieron a la ventana. El perro se sostuvo sobre sus patas traseras apoyado en el alféizar. ¡Realmente era un extraño espectáculo el que se ofrecía a la vista!

Sobre la montaña opuesta había una nube, una extraña niebla brillante, que resplandecía en la oscuridad de la noche. Se mantenía compacta y no se extendía como la niebla común.

—¡Mirad eso! —gritó Ana, maravillada—. ¡Qué color tan extraño! Ni rojo, ni azul, ni amarillo, ni naranja. ¿Qué color es ese?

—Nunca lo había visto —aseguró Julián solemnemente—. Esto es verdaderamente extraño. ¿Qué está pasando aquí? No me asombra que la madre de Aily nos contara todas aquellas historias. ¡Al parecer tienen un fundamento! ¡Será mejor que mañana investiguemos un poco!

—Es curioso que tanto el resplandor que vi como la nube estén sobre «Viejas Torres» —comentó Dick—. ¿No podría ser que estuviera pasando algo extraño en esa casa?

—De ninguna manera —replicó Julián—. ¿Qué podría ocurrir allí que nos hiciera sentir los efectos aquí, en el chalet? Por ejemplo, ¿cómo íbamos a sentir aquí el temblor? ¿Y cómo demonios podríamos oír un retumbar que no es del trueno a un kilómetro de distancia? Aunque desde luego no era ningún trueno.

—La niebla se va —señaló Ana—. ¡Mirad! Está cambiando de color. No, sólo se está desvaneciendo. ¡Ya se ha ido!

Se quedaron mirando un poco más, hasta que Julián sintió que Ana temblaba violentamente a su lado.

—¡Estás helada! —exclamó—. Venga, vuelve en seguida a la cama. ¡No querrás pillar otro catarro! Esto es muy extraño. ¡Palabra! Bueno, supongo que tiene que haber una explicación para todo esto. Probablemente hay minas por aquí alrededor y trabajan de día y de noche.

—Ya lo averiguaremos —concluyó Dick.

Se volvieron a las literas, sintiendo mucho frío. Julián dio más fuerza a la estufa para que se caldease un poco la habitación.

Jorge se abrazó a Tim y pronto entró en calor. Pero los otros permanecieron despiertos, intentando calentarse de nuevo las manos y los pies. Julián estaba asombrado. Así que, al fin y al cabo, había mucho de cierto en la historia de aquella mujer.

Al día siguiente se despertaron tarde, ya que estaban agotados por los ejercicios de la tarde y por las emociones de la noche. Julián se apresuró a saltar de su litera al comprobar que ya eran las nueve menos diez y se vistió a toda prisa llamando a los otros. Después salió en busca de nieve para derretirla en la tetera.

Ana fue la segunda en levantarse y se apresuró a preparar algo de comer, así que el desayuno pronto estuvo listo: huevos duros, jamón, pan con mantequilla y compota y cacao caliente. Al cabo de un rato se hallaban todos comiendo y charlando, comentando los sucesos de la noche, que ya no parecían tan extraños a la luz del día, con la nieve brillando y un sol que trataba de asomarse entre las nubes.

Estaban aún comiendo y hablando cuando Tim corrió a la puerta y empezó a ladrar.

—¿Y ahora qué pasa? —inquirió Dick.

¡Entonces un rostro asomó por la ventana! Era un rostro muy personal. Se mostraba lleno de arrugas y hoyuelos, como el de un viejo, pero al mismo tiempo parecía el de un joven. Los ojos eran tan azules como el cielo de verano. Se trataba de una cara de hombre, con una barba y unos bigotes largos y descuidados.

—¡Qué gracioso! Parece exactamente uno de los profetas de la Biblia —comentó Ana, algo asustada—. ¿Quién será?

—Supongo que será el pastor —dijo Julián dirigiéndose a la puerta—. Le invitaremos a una taza de cacao. Quizá nos aclare algunas cosas. —Abrió la puerta—. ¿Es usted el pastor? Entre. Estamos desayunando. ¿Quiere usted acompañarnos?

El pastor entró y sonrió. Al hacerlo, aparecieron muchas más arrugas en su rostro curtido por el sol. Julián se preguntó si hablaría inglés o solamente galés. Era un hombre agradable, alto y delgado y sin duda alguna mucho más joven de lo que aparentaba.

—Es muy amable, señorito —dijo, mientras se quedaba de pie, apoyado en su bastón.

Ana pensó de pronto que debían de haber existido hombres como aquel en toda la historia del mundo, desde que se domesticaron las ovejas y se necesitaron pastores. El pastor hablaba lentamente, ya que las palabras inglesas no le resultaban familiares.

—¿Queréis mandar… mandar un recado a la granja? —preguntó con el suave acento galés, tan agradable al oído.

—Sí, por favor. Lleve un mensaje a la granja —dijo Julián tendiéndole pan con mantequilla y un plato de queso—. Sólo dígales que todo va bien.

—Todo va bien, todo va bien —repitió el pastor y rehusó la comida—. No, no tengo gana. Pero sí que beberé y mucho os agradeceré porque fría es la mañana.

—Pastor —inquirió Julián—, ¿oyó usted anoche aquellos extraños ruidos, como quejidos y retumbos, y sintió los temblores y vio la niebla de color, allá, en la montaña?

El pastor escuchaba atentamente, tratando de comprender las extrañas palabras inglesas. Al fin entendió que Julián le preguntaba algo sobre aquella montaña. Bebió un sorbo de cacao y mirando hacia allí dijo:

—Siempre ha sido un monte extraño. —Hablaba muy despacio, pronunciando de un modo raro algunas palabras, lo que hacía difícil entenderle—. Mi abuelo decía que un perro estaba allí abajo gruñendo por la comida, y mi «buela» decía que vivían brujas y que gritaban y que «fumo» salía y…

—¿«Fumo»? ¿Qué significa eso? —interrumpió Jorge.

—Significa «humo», supongo —repuso Julián—. No interrumpáis. Dejadle hablar, que es muy interesante.

—El «fumo» subía y lo veíamos en el cielo —siguió el pastor con la frente contraída por el esfuerzo de usar unas palabras que no le eran familiares—. ¡Y aún viene, jovencitos, aún viene! El enorme perro gruñe, las brujas cocinan en sus marmitas y el «fumo» sube.

—Oímos gruñir al perrazo anoche y vimos el humo de las brujas —dijo Ana impresionada por las explicaciones que daba el pastor con su suave voz.

El hombre la miró y sonrió.

—Sí, sí. Pero ahora el perro es mucho peor y las brujas son más malas, más «perversas», mucho más «perversas»…

—¿Más perversas? —repitió Julián—. ¿Cómo es eso? El pastor agitó la cabeza.

—No soy inteligente, conozco pocas cosas: mis ovejas, el viento y el cielo, pero sé que esta montaña es más «perversa», sí, más «perversa». ¡No cerca de ella vayáis, jovencitos! Por allí el arado no ara, la azada no cava y de nada sirven las herramientas.

Sonaba casi como un trozo sacado del Antiguo Testamento. Los niños lo escuchaban con solemnidad. ¡Qué hombre más extraño e impresionante! ¡Y, sin embargo, sólo era un pastor!

«Es natural —pensó Julián observándole—. No tiene absolutamente nada que hacer excepto pensar y pensar todas las horas que permanece vigilando las ovejas. No me extraña que diga cosas tan extraordinarias. Pero, ¿qué quiere decir con eso de que los arados no aran los campos?».

El hombre dejó su taza sobre la mesa.

—Me voy —anunció—. Le daré vuestro recado a la señora Jones. Y gracias por vuestra amabilidad. ¡Adiós!

Salió con gran dignidad y los niños le contemplaron por la ventana mientras se alejaba a grandes zancadas, con la barba volando al viento.

—¡Caramba! —exclamó Dick—. ¡Vaya un personaje! Casi me parecía estar en la iglesia escuchando al predicador. Me gusta, ¿y a vosotros? Pero, ¿qué quiso decir con eso de los arados que no labran y las azadas que no cavan? ¡No tiene sentido!

—Bueno, puede que sí lo tenga —contestó Julián—. Después de todo, acordaos de que nuestro coche casi no podía bajar la cuesta y que la madre de Aily, la esposa del pastor, dijo que el cartero tenía que dejar la bicicleta al pie de la montaña porque no podía usarla. Así que es bastante probable que los arados antiguos vayan también muy mal y que no se pueda labrar con ellos y que pase lo mismo con las azadas.

—Pero, ¿por qué? —exclamó Ana, asombrada—. Tú no creerás esas cosas, ¿verdad? Ya sé que nuestro coche bajó resbalando, pero pudo ser que el motor se estropeara durante algún tiempo.

—Ana no quiere pensar en azadas, arados y demás herramientas que no funcionen —sonrió Dick—. Vamos, olvidemos lo que ha pasado esta noche y cojamos los esquís. Me siento un poco tieso aún después del ejercicio que hicimos ayer, pero esquiar un poco por esas pendientes me pondrá bien. ¿Qué os parece?

—Sí, vamos —asintió Julián—. Venga, termina de fregar los cacharros, Ana. Dick y yo sacaremos los esquís. ¡De prisa!