EN MEDIO DE LA NOCHE
—¿Qué es, Dick? ¿Qué es lo que ves? —chilló Jorge, soltando sus cartas al oír el grito de Dick. Julián corrió junto a él, imaginando toda clase de cosas. Ana también acudió, mientras Tim la lamía excitado. Todos miraron por la ventana. Ana parecía un poco asustada.
—¡Ha desaparecido! —anunció Dick con disgusto.
—Pero, ¿qué era? —quiso saber Jorge.
—No lo sé. Estaba allí, en la ladera opuesta, cerca de «Viejas Torres» —repuso Dick—. No sé cómo describirlo. Era como… como un arco iris. No, no era así exactamente… ¿Cómo os lo podría explicar?
—Pruébalo —apremió Julián, excitado.
—Bueno, dejadme pensar… Por ejemplo, cuando hace mucho calor, el aire resplandece, ¿verdad? —explicó Dick—. Pues eso es lo que vi en la montaña. Subió hacia el cielo y luego desapareció. ¡Un resplandor!
—¿De qué color? —inquirió Ana, asombrada.
—No lo sé. Parecía de todos los colores —aseguró Dick—. Todavía no consigo describirlo. Es algo que nunca había visto antes. Apareció de repente, se elevó hacia el cielo y desapareció. Eso es todo.
—¡Vaya! Es lo que dijo la madre de Aily: humos y resplandores —comentó Julián recordando—. ¡Cielos! Así que lo que nos dijo no era sólo un cuento. Había algo cierto en ello. Pero, ¿qué diablos puede ser ese resplandor?
—¿No sería mejor volver a la granja y explicarlo? —inquirió Ana, esperanzada. No le apetecía demasiado quedarse aquella noche en el chalet.
—¡No! Probablemente ya conocen la historia —aseguró Julián—. Además, esto es emocionante. Podemos tratar de averiguar algo más. Desde aquí podemos observar «Viejas Torres» fácilmente. Es uno de los pocos sitios desde los cuales se domina ese caserón. A vuelo de pájaro, hay menos de un kilómetro, aunque por carretera hay mucho más.
Todos volvieron a observar la montaña de enfrente. De momento no podían ver nada, pero esperaban que pasara algo. Sin embargo no sucedió nada. El cielo aparecía negro como la boca de un lobo porque estaba cubierto de nubes. Y la montaña ya no se veía.
—Bueno, ya estoy harta de observar la oscuridad —dijo Ana dando media vuelta—. Sigamos jugando.
—De acuerdo —asintió Julián.
Se sentaron de nuevo. Dick contemplaba el juego de los otros, pero, de cuando en cuando, echaba una ojeada a la oscuridad exterior a través de la ventana.
Ana fue la siguiente en emparejar sus cartas. Se levantó y se dirigió a la alacena de las provisiones.
—Me parece que voy a empezar a preparar la comida. Tomaremos huevos pasados por agua para empezar. Después pondré agua a hervir y haré cacao, ¿o preferís té?
—Cacao —dijeron todos, y Ana sacó el pote.
—Voy a buscar nieve para derretirla —anunció.
—Ahí junto a la puerta hay nieve limpia —señaló Dick—. Oye, Ana, espera un momento. No te hace ninguna gracia salir a la oscuridad, ¿verdad? Iré yo. Si me oís gritar, ya sabréis que algo pasa.
Tim salió con él para alivio de Ana. Sostenía la tetera, esperando la nieve. De pronto se oyó un gran chillido.
—¿Qué es eso?
Ana dejó caer la tetera, que chocó contra el suelo, sobresaltando a los otros dos violentamente. Julián corrió a la puerta.
—Dick, ¿qué ha pasado?
Dick apareció en el umbral haciendo una mueca, con Tim a su lado.
—Nada de importancia. Siento haberos asustado. Pero es que cuando estaba cogiendo nieve en aquel rincón, algo corrió hacia mí y tropezó conmigo.
—¿Qué era? —inquirió Jorge estremeciéndose—. ¿Y cómo es que Tim no ha ladrado?
—Porque sabía que era algo inofensivo —repuso Dick guiñando el ojo—. Toma, Ana, aquí tienes la nieve para la tetera.
—¡Dick! No seas pesado —exigió Jorge—. ¿Quién estaba ahí fuera?
—Bueno, en realidad no pude ver mucho porque había dejado la linterna en el suelo para coger la nieve —explicó Dick—. Pero estoy casi seguro de que era Fany, el cordero. Se marchó antes de que pudiera llamarle. ¡Me llevé un susto fenomenal!
—¡El cordero Fany! —repitió Julián—. Eso quiere decir que la pequeña Aily anda por aquí. ¿Qué diablos puede estar haciendo en la oscuridad a estas horas de la noche?
Abrió la puerta y gritó:
—¡Aily, Aily! Si estás ahí, ven con nosotros. Te daremos algo de comer.
No hubo respuesta. Nadie salió de la oscuridad, ni apareció el corderillo retozando.
Tim permanecía junto a Julián, observando las tinieblas con las orejas enhiestas. Se había sorprendido cuando el corderito llegó trotando en la oscuridad y estuvo a punto de ladrar. Pero, ¿quién iba a ladrar a un cordero? Tim., no. ¡Desde luego!
Julián cerró la puerta.
—Si esa cría anda por ahí en esta noche tan fría, vestida sólo con las pocas ropas que llevaba ayer, estoy seguro de que se morirá de un resfriado —aventuró—. Anímate, Ana, y por todos los diablos no te asustes si oyes un ruido fuera o ves una cara atisbando por la ventana. ¡Sólo será esa criatura loca, Aily!
—No me hace la menor gracia ver caras por las ventanas, tanto si es Aily como si no —aseguró Ana, poniendo la nieve en el cacharro—. Debe de estar completamente loca, vagando por esas montañas nevadas, en medio de la noche y sola. No me extraña que su madre estuviera enfadada.
No tardaron mucho en estar todos sentados alrededor de la mesita, consumiendo una agradable cena. Huevos pasados por agua, preparados aquella misma mañana, queso y pan con mantequilla y un tarro de compota que encontraron en la alacena. Bebieron humeantes tazones de cacao caliente, en cada uno de los cuales Ana había disuelto una cucharada de nata.
—Ningún rey ni reina del mundo han podido disfrutar de su comida más de lo que yo lo he hecho con la mía —afirmó Dick—. Ana, puedo sacar la leche y la nata afuera. Así se conservarán siglos y siglos.
—De acuerdo. Pero, por favor, ten cuidado de no dejarlas al alcance del cordero, suponiendo que fuera de verdad un cordero lo que chocó contigo— suplicó Ana—. Y no vuelvas a gritar, si puedes.
De todos modos, Dick no vio nada esta vez. Nadie se acercó ni tropezó con él.
¡Estaba bastante decepcionado!
—Lavaré los platos y las tazas mañana con un poco de nieve —anunció Ana—. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros levantados? Ya sé que es prontísimo todavía, pera yo estoy medio dormida. ¡El aire de aquí es tan especial…!
—Está bien. Vamos a acostarnos —dijo Julián—. Estas dos literas son para vosotras. Nosotros nos quedaremos con aquéllas. ¿Dejamos la estufa encendida o no?
—Sí —opinó Dick—. Esto se quedaría como una nevera en cuanto la apagáramos.
—Yo también la prefiero encendida —convino Ana—. Porque, con todos esos resplandores y golpes y chillidos, me sentiré mejor con una luz en la habitación, aunque no sea más que la de la estufa.
—Ya sé que os creéis que es mentira lo de mis «resplandores» —intervino Dick—. ¡Pero os juro que fue verdad! Y apuesto a que todos los veremos otra vez antes de irnos del chalet. Buenas noches, niñas, me voy a la cama.
A los pocos minutos las literas crujían mientras los niños se instalaban en ellas. No eran tan cómodas como una cama, pero no se estaba mal en ellas. La litera de Jorge crujía mucho más que las otras.
—Seguro que tienes a Tim en tu litera. ¡Vaya jaleo que armáis! —advirtió Ana con voz de sueño—. Bueno, me alegro de estar encima de vosotros y no debajo, Jorge. Seguro que Tim se cae durante la noche.
Uno a uno se fueron durmiendo. La estufa ardía con un ruidito constante. El fuego había perdido fuerza y las sombras cubrían el techo y las paredes. De pronto algo hizo que Tim irguiera sus orejas, mientras dormía a los pies de Jorge. Primero alzó una y luego la otra. De súbito se levantó y gruñó quedamente. Nadie se despertó. Todos estaban sumidos en el más profundo sueño.
Tim gruñó una y otra vez. Por fin ladró secamente: ¡Guau!
Todos se despertaron de inmediato. Tim ladró de nuevo y Jorge le puso la mano encima.
—¡Chist! ¿Qué pasa? ¿Hay alguien aquí, Tim?
—¿Qué le pasa, lo sabes? —preguntó Julián desde el otro extremo de la habitación. Ninguno oía o veía nada extraordinario. ¿Por qué ladraba Tim entonces?
La estufa todavía ardía, reflejando un pequeño círculo de luz amarilla sobre el techo. Producía un ruidito confortante, como un burbujeo. No se oía nada más.
—Puede ser alguien que ronde por ahí fuera —sugirió Dick por último—. ¿Dejamos que Tim vaya a ver?
—No. Será mejor que nos acostemos otra vez, a ver si vuelve a ladrar —decidió Julián—. Por lo que sabemos, puede haber sido un ratón que cruzara la habitación. Tim le ladraría con la misma fuerza que ladraría a un elefante.
—Tienes razón —corroboró Jorge—. De acuerdo. Tim, acuéstate tú también. ¡Por los santos! Si hay un ratón en algún sitio, déjalo jugar en paz. ¡No nos despiertes!
Tim le lamió la cara. Mantuvo las orejas erguidas durante un rato. Los demás se durmieron, excepto Ana. Permaneció con los ojos abiertos, preguntándose qué es lo que habría asustado a Tim. ¡Estaba segura de que no se trataba de un ratón! Así que fue Ana la que oyó de nuevo el ruido. Primero pensó que eran imaginaciones suyas, como le sucedía a veces cuando estaba acostada y la habitación permanecía en silencio. Pero pronto se convenció de que no eran tales imaginaciones. ¡El ruido era real! ¡Pero qué ruido más extraño!
«Es como un profundo quejido», pensó Ana, sentándose en su litera. Tim lanzó un suave gruñido, como para advertir que él también lo estaba oyendo. «Una especie de trueno. Pero se oye muy, muy lejos, y hacia abajo, no por encima de mí».
El ruido aumentó ligeramente y Tim gruñó de nuevo.
—Está bien, Tim —susurró Ana—. Deben ser truenos, una tempestad. Pero está lejana.
¡Pero entonces empezó el temblor! Aquello era algo tan asombroso que Ana no sabía qué pensar. Primero creyó que era ella misma la que temblaba de frío. Pero no. También su litera vibraba cuando puso la mano en la parte de madera. Realmente asustada, llamó a gritos:
—¡Julián! ¡Dick! Despertad. Está ocurriendo algo muy extraño. ¡Despertad!
Y Tim rompió a ladrar con progresiva fuerza. ¡Guau, guau, guau! ¡GUAU, GUAU, GUAU!