UNA HISTORIA SINGULAR
Los niños no tocaron los esquís durante el primer día. Por una parte, la nieve no estaba lo suficientemente lisa y, por otra, se sentían ansiosos por deslizarse a gran velocidad con sus trineos. Dick llevaba a Jorge en el suyo y Julián a Ana. Tim se negó a subir a ninguno de los dos.
—¡Os echamos una carrera hasta abajo! —anunció Julián—. Uno… dos… y tres, ¡ya!
Y se lanzaron montaña abajo a toda velocidad. Casi volaban sobre la limpia e inmaculada nieve, riendo y gritando.
Julián y Ana ganaron fácilmente, porque el otro trineo tropezó con una raíz o un arbusto oculto bajo la nieve que había surgido de pronto. Dick y Jorge cayeron de cabeza y quedaron sentados, pestañeando y escupiendo la nieve que se les había metido en la boca.
Tim estaba terriblemente excitado. Bajaba dando volteretas detrás de los trineos y ladrando desaforadamente. Se asombró aún más al ver salir volando a Jorge y a Dick cuando su trineo tropezó. Se acercó a ellos y empezó a retozar a su alrededor, a lamerlos y a saltar sobre ellos de un modo exasperante.
—¡Lárgate, Tim! —protestó Dick que, al tratar de levantarse, había sido empujado por el excitado perro—. Vete a darle la lata a Jorge y déjame a mí. ¡Llámale, Jorge!
Tener que arrastrar los trineos cuesta arriba suponía un trabajo pesado. ¡Pero la emoción de volar sobre la nieve compensaba todas las cuestas! Los cuatro niños pronto tuvieron el rostro ardiendo y los miembros agarrotados. Les hubiera gustado poder librarse de los abrigos y las bufandas.
—No seré capaz de subir el trineo ni una sola vez más —aseguró Ana por fin—. De verdad que no puedo. Tendrás que subirlo tú solo, Julián, si quieres bajar otra vez.
—Como querer, claro que quiero. Son mis piernas las que no quieren subir la montaña otra vez —repuso Julián jadeando—. ¡Eh, Dick! Ana y yo ya tenemos bastante. Nos quedamos aquí en esta pendiente para comernos nuestros bocadillos. Aquí os esperamos.
Los otros se reunieron con ellos muy pronto. También Tim se alegró de descansar. Le colgaba la rosada lengua y su aliento salía como una pequeña neblina. Al principio se había extrañado de este raro humo qué salía continuamente de su boca, mas en vista de que a todos les ocurría lo mismo ya no se preocupaba.
Los cinco se acomodaron en la cima de la pendiente y comieron llenos de apetito sus bocadillos, agradeciendo el descanso. Julián los contempló a todos.
—¡Qué lástima que mamá no nos vea ahora! Estamos estupendamente. Y nadie ha tosido ni una sola vez. Aunque apuesto a que mañana todos tendremos agujetas.
Dick estaba observando la montaña de enfrente, un escarpado saliente que alcanzaba poco más o menos mil metros de altura.
—Mira, allí está el edificio que te señalé ayer —dijo a Julián—. ¿No es una chimenea lo que asoma por encima?
—Tienes una vista extraordinaria —alabó Jorge—. Nadie sería capaz de ver una casa a esa distancia, cubierta por la nieve, además.
—¿Nos hemos traído los gemelos? —preguntó Julián—. ¿Dónde están? Con ellos veremos en seguida si es una casa o no.
—Los dejé en el armario —dijo Ana levantándose—. ¡Ay! Estoy completamente tiesa. Voy a buscarlos.
Pronto volvió con los gemelos y se los tendió a Dick. Éste miró a través de ellos y los ajustó hasta que quedaron perfectamente enfocados.
—Sí, es una casa. Estoy casi seguro de que se trata de «Viejas Torres». ¿Os acordáis? Donde fuimos a parar por equivocación hace dos noches.
—Déjame mirar —pidió Ana—. Me parece que yo puedo reconocerlas. Vi un momento las torres al tomar una curva en el camino de la montaña. —Miró a través de los gemelos y añadió—: Sí, estoy segura de que ése es el sitio. ¡Qué extraño!, ¿verdad? Con aquel antipático aviso y el perro ladrando tan furioso. Y no había nadie por allí. ¡Qué solitaria debe sentirse la señora que vive en esa casa!
De pronto, mientras empezaban a comerse las manzanas, Tim empezó a ladrar. Se levantó y miró hacia el camino que conducía montaña arriba.
—Quizá sea Aily, aquella chiquilla tan divertida —sugirió Julián, esperanzado.
Pero no lo era. Era una mujer pequeñita y nerviosa, aseadamente vestida, con un chal sobre la cabeza, que caminaba rápidamente.
No pareció muy sorprendida al ver a los niños. Se detuvo y saludó.
—Vosotros debéis de ser los niños de los que me habló anoche mi Aily. ¿Estáis en el chalet de los Jones?
—Sí —respondió Julián—. Primero estuvimos en la granja. Pero nuestro perro no se entendía con los otros, así que nos vinimos para aquí. ¡Y esto es fabuloso! Tiene una vista maravillosa.
—Si veis a mi Aily, decidle que no se quede fuera esta noche —pidió la mujer, envolviéndose más en su chal—. ¡Ella y su cordero! Está tan loca como la anciana de aquella casa —y señaló a «Viejas Torres».
—¿Sabe usted algo sobre ese lugar? —quiso saber Julián inmediatamente—. Cuando vinimos, el coche se extravió. Llegamos allí y…
—Y seguro que no entrasteis —repuso la madre de Aily—. ¡Carteles en la puerta y demás! Y pensar que antes iba yo allí tres veces por semana y sólo recibía amabilidades. Ahora, en cambio, la anciana señora Thomas no vería un alma si no fuera por los amigos de su hijo. ¡Pobre señora! Dicen que está fuera de sus cabales. Tiene que estarlo, porque si no me hubiera llamado. La he servido durante muchos años.
Todo aquello era muy interesante.
—¿Por qué han puesto ese letrero de «Se prohíbe el paso» en la puerta? —preguntó Julián—. Además, aquel perro tan salvaje.
—Bueno, señorito. También a algunos de los amigos de la anciana dama les gustaría saber lo que ocurre —dijo la mujer—. Pero nadie puede hacer nada. Es un lugar muy extraño. Se oyen ruidos por la noche y gritos. Y se ven raros humos y…
Julián pensó que todo aquello no era sino un cuento de viejas inventado por los aldeanos porque temían lo que pudiera ocurrir en el caserón. Sonrió.
—Puede usted reír lo que quiera, hombrecito —comentó la mujer, enojada—. Pero desde octubre pasado están sucediendo cosas muy extrañas. Y lo que es más, han venido camiones a altas horas de la noche. Para qué, me gustaría saberlo. Si me lo preguntan, creo que se han estado llevando las pertenencias de la pobre anciana, muebles, cuadros y esas cosas. ¡Pobre señora! Es tan dulce y tan amable… ¡Y sabe Dios lo que le estará ocurriendo!
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se los enjugó rápidamente.
—No debería haberos contado todo esto. Ahora os dará miedo dormir aquí solos por la noche.
—No se preocupe, no tendremos miedo —aseguró Julián, divertido al pensar que una historia de aldeanos pudiera asustarlos—. Háblenos de Aily. ¿No tiene frío yendo por ahí con tan poca ropa?
—¡Esa cría! ¡Es un demonio! —dijo la madre de Aily—. Corre por las montañas como una salvaje, hace novillos en la escuela, se va a ver a su padre por muy lejos que esté pastoreando las ovejas y no vuelve a casa por las noches. Si la veis, podéis decirle de mi parte que le espera una buena azotaina si no vuelve a casa esta noche. Es como su padre. Le gusta estar sola, hablar con los corderos y los perros como si fueran personas. ¡En cambio, a mí no me dirige la palabra!
Los niños empezaban a sentirse incómodos y desearon no haber hablado con aquella mujer gruñona y charlatana. Julián se levantó.
—Bueno, si vemos a Aily le diremos que vuelva a casa. Pero no le hablaremos de la paliza, porque entonces seguro que no querría volver a casa. Si pasa usted por la granja, ¿sería tan amable de decirle a la señora Jones que estamos bien y que nos divertimos mucho? Le quedaremos muy agradecidos.
La mujer agitó la cabeza y, murmurando algo que no se entendió, bajó la montaña tan de prisa como la había subido.
—Dijo cosas bastante extrañas —murmuró Dick cuando hubo desaparecido—. ¿Qué tontería es esa historia de aldea que nos contó? ¿O crees que habrá algo de verdad en ella, Ju?
—¡Bah! Una leyenda, nada más —aseguró Julián, comprendiendo que a Ana no le había gustado demasiado—. ¡Qué familia más rara! Un pastor que se pasa la vida en las montañas, una niña que vaga por el país con un perro y un cordero y una madre que se detiene a contar desagradables historias a los extraños.
—Está oscureciendo —advirtió Dick—. Creo que lo mejor será que entremos y encendamos la luz y la estufa para calentar la cabaña. Estaremos más cómodos. Yo ya he cogido frío de pasar sentado aquí fuera tanto tiempo.
—Bueno, pues no empieces a toser o te mando a la granja —le amenazó Julián—. ¡Adentro, Tim! ¡Vamos!
En un momento estuvieron todos en la casita, con la estufa calentándolos y la lámpara despidiendo una brillante luz.
—Juguemos a algo —propuso Dick—. Y luego tomaremos una especie de merienda-cena. Podemos jugar a las cartas, un juego que sea bien divertido, como al «burro» o algo por el estilo.
Se sentaron a jugar y pronto Dick se deshizo de todas sus cartas. Bostezó y se acercó a la ventana, mirando hacia la oscuridad. Durante un minuto permaneció observando sorprendido. Después habló a los otros sin volverse.
—¡De prisa! ¡Venid todos! Decidme qué pensáis de ESO. ¡Nunca he visto nada tan extraordinario! ¡De prisa!