DE NUEVO EN LA GRANJA
Ana llegó corriendo para recibir a Dick y Julián.
—¡Cuánto me alegro de que ya estéis de vuelta! —exclamó—. Empezaba a oscurecer y tenía miedo de que os hubierais perdido.
—¡Hola, Jorge! —saludó Julián al verla asomar detrás de Ana por el oscuro pasillo—. ¿Cómo está Tim?
—Bien, gracias —contestó Jorge. Su voz sonaba bastante alegre—. ¡Aquí llega!
Tim ladró fuertemente y saltó hacia los muchachos en señal de bienvenida. Estaba muy contento de verlos porque ya empezaba a temer que se hubieran vuelto a casa. Entraron en la sala, donde ardía alegremente un enorme fuego que caldeaba la habitación.
—¡Vaya! ¡Esto es estupendo! —exclamó Dick—. Ya no podía dar ni un paso más. Ni siquiera seré capaz de subir las escaleras para lavarme. ¡Hemos andado kilómetros y kilómetros!
Ambos contaron a las niñas su excursión. Cuando les hablaron del chalet de verano, las dos escucharon con gran atención.
—¡Qué pena! ¡Ojalá se me hubiera ocurrido ir con vosotros! —exclamó Ana ansiosamente—. Tim está ya casi bien, ¿verdad, Jorge? Hemos comprobado que sólo es un rasguño. Apenas si se ve ya.
—Es verdad. Pero de todas maneras me vuelvo a casa mañana —anunció Jorge con determinación—. Siento haber armado tanto jaleo esta mañana, pero creía sinceramente que Tim estaba malherido. Gracias a Dios no tenía importancia. Pero no quiero volver a correr riesgos. Si nos quedamos aquí, seguro que esos tres perros volverán a atacarle de un momento a otro. Hasta podrían matarle. No quiero estropear vuestras vacaciones, pero no me puedo quedar aquí con Tim.
—Está bien, chica —la calmó dulcemente Julián—. No te lo tomes tan a la brava. ¿Ves? Ya estas tosiendo otra vez. ¿Sabéis una cosa? Dick y yo no hemos tosido ni una sola vez en todo el día.
—Pues yo tampoco —respondió Ana—. El aire de aquí es maravilloso… De todas formas, creo que me iré con Jorge, Julián. Estará muy triste allá sola en casa.
—Escuchad —interrumpió Julián—. Dick y yo hemos tenido una idea. Si lo conseguimos Jorge no tendrá que volver a casa mañana.
—Nada hará que me quede aquí —afirmó Jorge rotundamente—. ¡NADA!
—¡Escucha! Al menos déjame que te explique la idea que me he sacado de la manga —protestó Julián—. Es sobre la cabaña donde hemos estado hoy. Dick y yo hemos pensado que sería maravilloso irnos allí los cinco, solos, a pasar estos días, en lugar de quedarnos aquí. Estaríamos completamente solos, tal como nos gusta a nosotros.
—¡Maravilloso! —exclamó Ana, encantada. Los tres miraron a Jorge que sonrió de repente.
—Sí, sería estupendo. Me gustaría. No creo que esos perros suban hasta allí. ¡Y sería fabuloso estar solos!
—La señora Jones me ha contado que Morgan ha dicho que va a nevar mucho — explicó Ana a los otros—. O sea que nos podremos pasar el día fuera con los esquís y los trineos. Jorge, ¡que pena que Tim no pueda esquiar! Tendremos que dejarlo en la cabaña cuando salgamos.
—¿Creéis que la señora Jones nos permitirá ir? —inquirió Dick.
—Imagino que si —opinó Ana—. Me ha estado contando que, en verano, los niños van solos en grupo, mientras sus padres se quedan aquí tranquilamente. No veo porqué no habría de dejarnos a nosotros. Se lo podemos pedir cuando nos traiga la merienda- cena. No sabíamos cuando regresaríais, y Jorge y yo hemos comido tanto a mediodía, que sabíamos que no podríamos tomar el té.
—Bueno, pues a mí no me iría nada mal ahora una buena comida —replicó Julián con un enorme bostezo—. Me temo que lo único que me apetecerá después será irme a la cama y dormir y dormir… Me siento tan terriblemente cansado, que podría dormirme ahora mismo. Supongo que vosotras habréis estado todo el día encerradas por culpa de Tim.
—No. Nos hemos turnado para pasear sin él —respondió Ana—. Jorge no le ha dejado ni asomar la nariz. Pobre Tim, no entendía nada de nada, y no hacía más que chillar.
—Da igual, ya se divertirá bastante si nos vamos a esa cabaña —dijo Jorge, que ahora se mostraba muy alegre—. Estoy segura, será divertidísimo.
—Julián, ven a lavarte —sugirió Dick viendo que a Julián se le cerraban los ojos—. ¡Julián! Levántate y ven a lavarte, te digo. No querrás perderte la cena…
Julián gruñó y se arrastró, literalmente, escaleras arriba. Pero una vez se lavó con agua fría se encontró mejor y con tanta hambre como Dick.
—No les hemos hablado a las niñas de aquella extraña chiquilla. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Aily. Ni de su perro Dave, y su cordero Fany. No debemos olvidarnos de preguntar por ellos a la señora Jones —dijo su hermano.
Bajaron más espabilados y se sorprendieron de ver la mesa puesta. Se acercaron y vieron lo que había para comer.
—Empanada de cerdo, casera, claro… —observó Dick—. ¿Qué es eso? ¡Ostras! Es un queso. ¡Qué grande! Huélelo, Julián. Tiene un olor como para lanzarte a comer a toda prisa. Y más pan casero. ¿Podemos empezar ya?
—No, os habéis olvidado de que hay huevos pasados por agua para el principio — dijo Ana riendo—. Y un pastel de manzana y crema para terminar. Espero que estéis verdaderamente hambrientos, porque si no…
Entró la señora Jones con una gran tetera parda llena de té caliente. Sonrió a los muchachos y colocó la tetera sobre la mesa.
—¿Habéis pasado un buen día en la montaña? —preguntó—. Tenéis los dos un aspecto muy saludable. ¿Encontrasteis el chalet en orden?
—Sí, muchas gracias —respondió Julián—. Señora Jones, es un chalet estupendo. ¿Sabe? Nosotros…
—Sí, sí, es muy bonito —le interrumpió la señora—. Es una verdadera lástima que las niñas no fueran con vosotros. ¡Con el buen día que hizo! Y el perro no está herido en realidad. Pero las niñas quieren volverse a casa. ¡Nunca imaginé que pasaría algo como esto!
Parecía triste y ofendida y Jorge ponía cara de culpable. Julián dio unos golpecitos consoladores en el brazo de la anciana.
—No se preocupe por nosotros, señora Jones. Hemos tenido una idea maravillosa. Hemos pensado que lo que nos gustaría realmente sería ir a vivir a la cabaña, nosotros, los cinco. Así no la molestaríamos y Tim estaría fuera del alcance de los perros de la granja, ¿qué le parece? Jorge no necesitaría volver a casa como había planeado.
—¡Pero bueno! ¡Ir al chalet con este tiempo! ¡Qué ideas se os ocurren! —repuso la anciana—. Sería muy incómodo para vosotros, sin nadie para cuidaros y para daros gusto y para cocinaros. Además, con este frío… No, de ninguna manera…
—Estamos acostumbrados a cuidarnos solos —intervino Dick—. Lo hacemos de maravilla. Y la comida que hay allí bastaría para todo un ejército. Y tenemos tazas y platos, cuchillos y tenedores y todo lo que hace falta para las camas.
—Nos lo pasaríamos «bomba», señora Jones —añadió Jorge ansiosamente—. Yo no quiero de verdad irme a casa. Es tan bonito este sitio entre las montañas. Y si nieva, como dice su hijo Morgan, podríamos practicar los deportes de invierno.
—¡Por favor, diga que sí! —suplicó Ana—. Estaremos muy bien y muy felices allí. Le prometemos que bajaremos si no podemos arreglárnoslas o si algo va mal.
—Las cosas irán estupendamente bien —terminó Julián con su voz más formal.
—Bueno, habéis tenido una idea bastante rara —murmuró la señora Jones, que había sido cogida por sorpresa—. Tengo que consultarlo con Morgan. Ahora sentaos y comed. Morgan decidirá la cuestión.
Salió de la habitación meneando la cabeza y con la boca fruncida en un gesto de desaprobación. ¡Sin fuego, sin comidas calientes! ¡Sin nadie para cuidar de ellos! ¡Qué días tan horribles pasarían aquellos pobres niños en la cabaña con un tiempo semejante!
Los cinco se sentaron a devorar la espléndida comida que había sobre la mesa. Jorge dejó que Tim se acomodara en una silla y le fue dando pedacitos de su comida. Era un perro muy bien educado.
—Casi me da la sensación de que me va a ofrecer un plato de algo —dijo Ana con una risita—. Tim, querido, por favor, pásame la sal.
Y Tim puso de inmediato la pata sobre la mesa, exactamente como si fuera a obedecer el ruego de Ana. Jorge se la hizo retirar precipitadamente. ¡Vaya cena! La empanada era tan buena que todos repitieron de ella, así como de los huevos. Empezaron el queso, que les gustó mucho a todos, incluso a Tim. ¡Verdaderamente les quedaba muy poco sitio en el estómago para el pastel de manzana que trajo como postre la señora Jones!
—¡Vaya por Dios! Me olvidé por completo de que todavía quedaba el pastel de manzana —exclamó Ana desmayadamente cuando la viejecita entró con la bandeja del pastel de manzana y una jarra de crema.
—Señora Jones, cuando estuvimos en el chalet vimos una niña muy extraña —le contó Dick—. Dijo que se llamaba Aily y tiene un cordero y un…
—¡Aily! Es una criatura alocada —repuso la señora Jones mientras recogía los platos sucios—. Es la hija de un pastor, una verdadera pilluela. Se escapa de la escuela y se esconde en las montañas con su cordero y su perro. Siempre tiene un cordero que la sigue por todas partes. No hay una madriguera de conejos, una mata de zarzamoras o un nido que ella no conozca.
—Cantaba cuando la vimos —añadió Julián—. Cantaba como un pájaro.
—Sí, tiene una voz preciosa —convino la anciana—. Pero tan poco civilizada como un pájaro del campo. No se puede hacer nada con ella. Si le riñes desaparece durante semanas sin que nadie sepa en dónde se mete. No la dejéis rondar por el chalet cuando estéis allí. ¡Os robaría cuanto pudiese!
—¡El chalet! —saltó Dick con avidez—. ¿Es que ya ha hablado usted con Morgan?
—Desde luego. Y dice que sí, que vayáis. Él tampoco quiere problemas con los perros. Dice que es muy cierto que va a nevar, pero que estaréis seguros allí y que podréis usar los trineos. Os ayudará a llevar el equipaje.
—¡Bárbaro! ¡Gracias! —exclamó Julián. Todos se miraron unos a otros sonrientes—. Muchas gracias, señora Jones. Nos iremos mañana, después del desayuno.
¡Mañana, después del desayuno, saldrían hacia la solitaria montaña! Ellos cinco, completamente solos. ¿Podría haber algo mejor?