Capítulo VI

UNA EXTRAÑA CRIATURA

Los niños estaban cansados, pero no tanto como para que el cansancio les impidiera examinar concienzudamente toda la cabaña, aunque en realidad apenas era más grande que una habitación corriente. Estaba orientada de cara al profundo valle y el sol brillaba sobre su tejado. Julián abrió alacena tras alacena, enumerando con gran placer:

—¡Sábanas! ¡Toallas! ¡Cacerolas y cubiertos! Y mira esas latas de comida y esas botellas de naranjada… ¡Sopla! Los que vienen a «La Cañada Mágica» en verano se lo deben de pasar de maravilla.

—¿Por qué no encendemos la estufa para calentar la habitación? —propuso Dick, trasladando la estufa de petróleo al centro de la sala.

—No. No la necesitamos. El sol nos da de lleno y no hace frío aquí dentro. Y en todo caso podemos envolvernos en las mantas de aquel armarito, si queremos.

—¿Crees que nos dejarán venir aquí en lugar de quedarnos en la granja? —inquirió Dick abriendo una lata de jamón con un abrelatas que encontró pendiente de un clavo en una esquina—. ¡Es mucho más fabuloso vivir aquí, solos e independientes! ¡Jorge estaría encantada!

—Bueno, podemos pedir permiso —respondió Julián en tanto destapaba una de las botellas de naranjada— ¿Has visto si hay galletas o bollos para comer con el jamón? ¡Ah! Aquí hay galletas tiernas y crujientes. Estoy realmente hambriento. ¡Palabra!

—¡Y yo! —corroboró Dick con la boca llena—. Es una lástima que Jorge haya sido tan terca. Ella y Ana podrían estar disfrutando de esto también.

—Pues quizá sea mejor que no hayan venido, al fin y al cabo —comentó Julián—. Me parece que Ana se hubiera cansado demasiado para ser el primer día y Jorge es la que ha pasado el catarro peor. ¡Caracoles! Es tremendamente valiente, ¿verdad? Nunca la olvidaré cuando se enfrentaba a esos tres perros salvajes. Yo estaba bastante asustado.

—Voy a envolverme en una manta y a sentarme en el umbral al sol —anunció Dick—. ¡Este paisaje es tan maravilloso que no puedo describirlo con palabras!

Así que los dos cogieron sus respectivas mantas y se sentaron en el escalón de madera que hacía las veces de umbral, masticando galletas con jamón. Contemplaron la gran montaña que tenían delante.

—¡Mira! ¿No es una casa aquello que hay allí, cerca de la cima? —señaló Dick de pronto.

Julián observó atentamente, pero no pudo sacar nada en claro.

—No puede ser una casa —sentenció—. El tejado estaría cubierto de nieve y no conseguiríamos verlo. Además, ¿a quién se le ocurriría hacer una casa allá arriba?

—A montones de gente —replicó Dick—. No a todo el mundo le gusta vivir en las ciudades, que están llenas de comercios, de coches y todo eso. A mí me parece que un artista se construiría una casa en esas montañas aunque sólo fuese por la vista. Estoy seguro de que sería completamente feliz con sólo contemplarla y pintarla todos los días.

—Bueno, pues yo prefiero un poco de compañía —reconoció Julián—. Esto lo encuentro estupendo para una semana o dos. Pero se necesita ser un pintor, o un poeta, o un pastor, o algo por el estilo, para querer vivir aquí —acabó con un bostezo.

Los dos muchachos habían terminado de comer y se sentían muy a gusto con los estómagos llenos y en medio de aquella paz. Dick bostezó también y se tendió sobre su manta. Sin embargo, Julián le obligó a levantarse.

—¡De ninguna manera! No te creas que vamos a dormir la siesta. Seríamos capaces de dormir como lirones y no despertarnos hasta el anochecer. El sol no tardará en ponerse y tenemos que andar todavía ese largo sendero hasta la granja. Además, no hemos traído linternas ni ninguna clase de luz. Y si nos equivocamos…

—¡Bah! No te olvides de las piedras negras… —murmuró Dick volviendo a bostezar—. Bueno, bueno, de acuerdo. No me apetece en absoluto despeñarme por un barranco en la oscuridad.

De repente, Julián agarró el brazo de Dick y señaló hacia arriba, allí donde el camino serpenteaba subiendo más y más. Dick se volvió y observó atentamente. Alguien bajaba brincando por el camino hacia ellos, con un cordero retozando a su alrededor y un perro trotando tras él.

—¿Será un niño o una niña? —se preguntó Julián—. Sea lo que sea, debe de estar muerto de frío.

Era una muchachita la que se acercaba, una criatura salvaje, con una masa de enmarañado y rizado pelo negro, una cara tan morena como una castaña y… ¡muy poca ropa! Llevaba unos sucios pantalones de chico y una blusa azul, que en otro tiempo pudo haber sido una camisa. Sus piernas estaban sucias y calzaba sus pies con unos viejos zapatones. Iba cantando mientras se acercaba, con una voz dulce y melodiosa que recordaba a un pajarillo.

De pronto, su perro rompió a ladrar y ella se calló inmediatamente. Le habló al perro, pero éste siguió ladrando en dirección a la cabaña, mientras el cordero saltaba sin cesar.

La muchacha se volvió hacia la casita y vio a Julián y a Dick. Entonces dio media vuelta y echó a correr por donde había venido. Julián la llamó a gritos.

—¡No te vayas! ¡No te haremos daño! ¡Mira, aquí hay un poco de carne para tu perro!

La niña se detuvo y miró a su alrededor, dispuesta para salir huyendo. Julián agitó un trozo de jamón que les había sobrado. El perrillo recibió el olor de lleno y se acercó corriendo ávidamente. Atrapó el trozo de carne con la boca y volvió a toda velocidad junto a la muchacha. Sin embargo, no intentó comérselo, sino que se mantuvo a la expectativa, mirando a su dueña.

Ésta se agachó ansiosamente y cogió el trozo de jamón. Lo partió por la mitad y entregó una parte al perro, que lo devoró en un instante. La otra mitad se la comió ella, sin apartar los ojos de los chicos. El cordero se acercó olisqueando y ella le rodeó el cuello con su delgado brazo.

—¡Qué chiquilla más rara! —murmuró Julián a Dick—. ¿De dónde habrá salido? ¡Debe de estar completamente helada!

Dick la llamó:

—¡Oye! ¡Ven a hablar un rato con nosotros!

Cuando Dick gritó, ella dio un respingo y escapó. Pero no se alejó demasiado. Se escondió tras un matorral, atisbando de vez en cuando por entre las ramas.

—Coge galletas —dijo Julián a Dick— y ofrécele algunas. Es una pequeña salvaje. En efecto, Dick se llenó una mano de galletas y la agitó en alto, llamándola:

—¡Mira! ¡Galletas! ¡Aquí hay galletas para ti y para tu perro!

Pero sólo el cordero se acercó brincando. Era una adorable criatura, que se agitaba y rebullía constantemente. Trató de subirse a las rodillas de Dick y las lamió con su pequeño hociquillo.

—¡Fany, Fany! —gritó la chiquilla con voz alta y clara. El cordero intentó obedecer, pero Dick lo retuvo. ¡Parecía tener cincuenta patas!

—¡Ven a buscarlo! —chilló Dick—. ¡No vamos a hacerte nada!

Al parecer, la niña no quería dejar su cordero. Salió de los matorrales y dio unos pasos vacilantes en dirección a los muchachos. Por su parte, el perro corrió directamente hacia ellos, olisqueando sus manos en busca de más jamón. Julián le dio una galleta y él la mordió al instante, dirigiendo miradas suplicantes a su dueña como si le pidiera permiso para comérsela. Julián le acarició y él le lamió alegremente.

La muchachita se acercó. Tenía las piernas azuladas de frío. No obstante, a pesar de llevar tan poca ropa no temblaba. Julián le ofreció otra galleta. El perro saltó, la cogió limpiamente con la boca y la llevó corriendo a su ama. Los chicos se echaron a reír y la chiquilla sonrió de pronto, iluminándosele todo el rostro.

—¡Ven aquí! —la llamó Julián—. Ven a recoger tu corderito. Tenemos más galletas para ti y para tu perro.

Por fin la niña llegó junto a ellos, atenta como una liebre y presta para echar a correr a las primeras de cambio. Los muchachos aguardaron pacientemente hasta que la muchacha se hubo acercado lo bastante como para agarrar la galleta y retroceder a toda prisa. Se sentó sobre una de las piedras negras que marcaban el camino y se comió la galleta, contemplando a los niños con sus grandes ojos negros.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dick sin moverse, temiendo que, de hacerlo, ella escapara como un gamo asustado.

No pareció comprender. Dick repitió la pregunta hablando lentamente.

—¿Cómo… te… llamas…? ¿Cuál… es… tu… nombre?

—Yo… Aily —dijo. Señaló a su perro.

Dave —afirmó, y el perro la cubrió de cariñosos lametones. Luego señaló al cordero que retozaba ahora en torno a los niños y añadió—: ¡Fany!

—¡Ah, muy bien! Aily, Dave y Fany —repitió solemnemente Julián, señalando a uno y a otro. Luego se señaló a sí mismo—: ¡Julián! —dijo, y a su hermano—: ¡Dick! —La muchachita lanzó una fuerte carcajada y de pronto rompió a hablar, soltando un largo discurso. Los chicos no consiguieron entender ni una palabra.

—Está hablando en galés, supongo —dijo Dick, desconcertado—. ¡Qué lástima! Suena muy bien pero no le encuentro ni pies ni cabeza a lo que dice.

Al darse cuenta de que no la entendían, la chiquilla frunció el ceño, como si pensara muy intensamente.

—Mi padre, arriba, con ovejas —explicó.

—¡Ah! Tu padre es un pastor —asintió Dick—. Pero tú no vives con él, ¿verdad? Aily consideró la pregunta y por último meneó la cabeza con gesto negativo.

—¡Abajo! —dijo señalando—. Aily, abajo. —Luego se volvió hacia el perro y el cordero y los abrazó—. Dave, mío —añadió orgullosamente—. Fany, mío.

—Un bonito perro y un bonito cordero —dijo Julián cortésmente. La niña sonrió encantada. De súbito, sin ninguna razón aparente, se levantó y echó a correr montaña abajo, desapareciendo con su perro y su cordero.

—¡Qué extraña criatura! —comentó Dick—. Parece un gnomo de los bosques o un duendecillo de las montañas. Casi esperaba que se convirtiera en humo o algo por el estilo. Parece que vive de un modo completamente salvaje, ¿no crees? Preguntaremos por ella a la señora Jones cuando bajemos.

—¡Caray! Casi se ha puesto el sol —advirtió Julián, levantándose de forma apresurada—. Debemos guardarlo todo, doblar las mantas y cerrar. Levántate en seguida. Tan pronto como se ponga el sol oscurecerá muy de prisa y aún nos queda mucho camino.

No tardaron mucho en arreglar y cerrar cuidadosamente la casita. Luego bajaron a toda velocidad por el sendero. El sol casi había fundido toda la nieve y el camino era fácil. Los chicos se sentían alegres después de su día al aire libre y cantaban al andar hasta que se quedaron sin aliento.

—Allí está la granja —exclamó Dick. En verdad se alegraron mucho de verla. Sus piernas estaban fatigadas y se sentían ansiosos de comer algo y descansar en la cálida granja.

—Espero que Jorge se haya recuperado un poco y que no se haya marchado de la granja —dijo Julián con una risita—. ¡Nunca se sabe lo que puede pasar con Jorge! Supongo que le gustará lo de la cabaña. Le pediremos permiso a la señora Jones esta noche, cuando hayamos hablado con Jorge y Ana.

—Ya hemos llegado —gritó Dick alegremente cuando entraron en la casa—. ¡Ana! ¡Jorge! Estamos de vuelta. ¿Dónde estáis?