Esta información sobre el descubrimiento del imperio de los hititas constituye un libro completo por sí solo. Podría muy bien ostentar el título de «Libro de las Rocas», en cuyo caso se agregaría orgánicamente como quinto libro, a los cuatro anteriormente publicados y que hace algún tiempo reunía en una «novela de la arqueología» bajo el nombre de «Dioses, Tumbas y Sabios».
En ella describí la historia de cuatro eras de la civilización, pero no a la manera directa y minuciosa de los historiadores, sino antes bien dando un rodeo que me permitiera poner de manifiesto los métodos a menudo novelescos del investigador, gracias a los cuales fue posible redescubrir aquellas antiguas civilizaciones.
De modo semejante he obrado esta vez. Este libro, cuyo título exacto es en alemán: «Desfiladero angosto y montaña negra», trata de los arqueólogos y de sus excavaciones; de viajeros y de descifradores, y en el transcurso de la narración, gracias a los objetos desenterrados, va perfilándose, por decirlo así, una realidad que necesita ser interpretada: la imagen del imperio de los hititas, el cual, basta fecha relativamente reciente, era poco menos que desconocido. De todos modos, en un punto esencial difiere este quinto libro de los precedentes.
No puedo iniciar esta introducción prometiendo, como entonces hice, que «voy a relatar aventuras emocionantes». La verdad es que entre los adeptos de la hititología no se dan figuras novelescas tales como Schliemann, el descubridor de Troya; el atleta Belzoni, el médico Botta y los agentes consulares Layaré, Stephens y Thompson. Por otra parte, el territorio que dominaron los hititas no ha sido pródigo en hallazgos suntuosos como los de Egipto, ni en él se descubrieron tumbas cuyo mobiliario nos haya legado evidencias de acontecimientos de la historia primitiva, como es el caso de las tumbas reales de Ur, en Caldea. Puede que esta constatación decepcione a primera vista. Lo cierto es que ni los mismos grandes reyes hititas parecen haber atesorado fabulosas riquezas como los demás príncipes orientales, ni haber destacado como promotores y mecenas de las artes, a pesar de que reinaron sobre un pueblo que, según ahora sabemos, en el segundo milenio antes de nuestra era llegó a ser la tercera gran potencia del Oriente Medio, al lado de Egipto y de los imperios babilónico y asirio.
Tengo esperanzas, no obstante, de que la lectura de este libro no dejará de tener interés; cuando menos para aquellos que saben apreciar la afirmación de Woolley, el descubridor de Ur y de Alalakh, según el cual «el arqueólogo prefiere adquirir conocimientos nuevos a encontrar objetos materiales».
Con respecto a la adquisición de «conocimientos», si puedo hacer buenas promesas al que leyere este libro, por cuanto aquí por primera vez enfrentase el lector con una primera relación coherente y detallada del sorprendente descubrimiento de la civilización de los hititas. En la bibliografía de que se disponía hasta fecha muy reciente, esta cuestión se ventilaba en unas pocas páginas del prólogo, mientras que aquí será revelado un mundo antiguo verdaderamente nuevo por lo desconocido; un mundo que no figuraba aún en nuestros manuales de historia.
Al quedar la hititología tan sensiblemente despojada de fantasía y de fascinación humana, no me ha sido posible esta vez presentar este libro como una «novela de la hititología». Lo que ofrezco no es, en verdad, más que un relato, una crónica, pero me ha sido dado el poder tratar minuciosamente algunos métodos de investigación arqueológica, tales como los que hicieron posible el desciframiento y la reconstitución de la cronología antigua.
Como en el libro anterior, también en éste topé con grandes dificultades, entre otras con el problema de la trascripción de los nombres, en cuyo dominio reina una completa anarquía, incluso en las obras especializadas, puesto que el intento de trascripción fonética de los nombres turcos antiguos y modernos dio resultados distintos en cada idioma. Todavía hoy persisten interpretaciones ortográficas diferentes en los manuales de arqueología de un mismo país.
Así, por ejemplo, encontramos que el nombre turco de Bogazköy, se escribe también Boghazköy, Boghaz-keui, de modo que a veces el lector ajeno a nuestra especialidad no puede saber que se hace referencia al lugar en donde estaba situada la antigua capital hitita: Hattusas (o Hattuscha, o Hatusa). A fin de disponer de una ortografía uniforme, he adoptado la trascripción del doctor O. R. Gurney, de la Universidad de Oxford, por considerar que constituye la mejor combinación y la más legible entre las distintas concepciones sustentadas por los ingleses y los alemanes. Pero en el caso —muy frecuente— de existir modos completamentediferentes de escribir algún nombre (así por ejemplo: Sendjirli por Zinjirli o Zenjirli) he dado cabida a todaslas grafías en el índice, remitiendo al lector a los nombres empleados en el libro. De la misma manera he procedido con los nombres modernos de localidades antiguas, de modo que al lado de Tell Atchana se halla la referencia de la antigua Alalakh.
Para terminar esta introducción séanme permitidas unas palabras de agradecimiento. Me hubiera sido totalmente imposible el escribir este libro sobre una exploración que está todavía en plena actividad, de no haber tenido ocasión de recorrer los lugares donde se realizan las excavaciones más importantes.
A la intervención del profesor Carl Rathjen, de la Universidad de Hamburgo, debo el haber sido invitado al XXII Congreso Oriental de Estambul, lo cual me permitió no solamente participar en muchas charlas extraordinariamente interesantes, y entablar fructuosos contactos, sino que, además, me dio ocasión de poder tomar parte en las excursiones organizadas y comentadas por especialistas en la región del antiguo Imperio de los hititas. De este modo pude estar presente en la primera visita a través de Maya Huyuk teniendo por guía al director de las excavaciones, el doctor Hamit Zübeyr Kosay, exdirector general de Museos y Antigüedades de Turquía. Estoy muy agradecido también a la señora Nimet Özgüç, esposa del entonces director de las excavaciones de Kultepe, por las explicaciones que tuvo a bien darme. Gracias al profesor Kurt Bittel (actualmente director del Instituto Arqueológico Alemán de Estambul) me fue posible trasladarme por primera vez a Bogazköy y a Yazilikaya, donde él dirigió las excavaciones de 1931 a 1939.
Fue también el mismo profesor Bittel quien en el transcurso de nuestras largas conversaciones en Estambul me facilitó la primera información sistemática sobre las recientes investigaciones realizadas y me inició en la historia hitita en general, un terreno casi impenetrable sin guía.
Pero, sobre todo, rindo homenaje de gratitud al doctor Helmuth Th. Bossert, de la Universidad de Estambul, el descubridor de las ruinas de Karatepe. Desde un principio pude contar con su más decidido apoyo, y durante el otoño del 1951, hasta que se inició el período de lluvias, fui huésped de la expedición. No debo seguir sin dar las más expresivas gracias a los miembros de la Sociedad Turca de Historia, a la Dirección General de Museos y Antigüedades de Turquía y a la Facultad de Letras de la Universidad de Estambul, que me han prestado todo su apoyo para el buen éxito de mi cometido. Jamás podré olvidar su hospitalidad en plena selva y aquel ambiente de cordialidad en que se desarrollaba la labor; las conversaciones nocturnas de sobremesa, acompañadas por el eco lejano del aullido de los chacales, y las largas discusiones que sobre los nuevos hallazgos sostenía con el doctor Bahadir Alkim, con el doctor Halet Cambel, con otro huésped de la expedición, el padre O’Callaghan, que luego sufrió un accidente mortal frente a Bagdad, y con la doctora Muhibbe Darga, la discípula más joven del profesor Bossert.
También quiero recordar al doctor Bahadir Alkim y a su esposa la señora Handan Alkim, los cuales no solamente fueron los más perfectos anfitriones que uno imaginarse pueda durante mi segunda estancia en el Karatepe el año 1953, sino que, además, el doctor Alkim tuvo la deferencia de examinar un primer proyecto de este libro, y tanto a él como al doctor Franz Steinherr (actualmente en la Embajada alemana de Ankara) les debo innumerables e importantes sugestiones.
Y, por fin, debo hacer constar también que me prestaron la mayor y la más cordial ayuda, una vez hube terminado este libro, de nuevo el profesor H. Th. Bossert y la doctora Margarete Riemschneider, de Schwerin, al corregir las primeras pruebas, y así pudieron eliminarse algunas faltas que inevitablemente se habían deslizado en la obra.
C. W. CERAM
Marzo de 1955