Era más que natural que, como primera providencia, se procurase traducir inmediatamente los textos fenicios exhumados por Bossert el año 1947. Por tratarse de textos arcaicos de una lengua muy antigua, tuvo que encomendarse la tarea de su desciframiento a los especialistas.
En su impaciencia por saber a qué atenerse acerca de los jeroglíficos que había encontrado, Bossert envió los primeros textos fenicios a varios semitólogos eminentes, a Johannes Friedrich, de Berlín, a Dupont Sommer, de París, al padre O’Callaghan, de Roma y, finalmente, también a R. D. Barnett, de Londres.
Empezó por enviarles una copia exacta de la inscripción que figuraba en la estatua cuyo zócalo, conocido por el nombre de «piedra del león», había sido el incentivo del descubrimiento del Karatepe. Mientras tanto la piedra se había hecho famosa. Incluso uno de los obreros, Kemal Deveci, que trabajaba en las excavaciones, le dedicó un himno en doce estrofas, una de las cuales transcribimos a continuación:
Los hititas te esculpieron
siglos ha, ¡quién sabe cuántos!
Enigma eres para el mundo
donde otra piedra igual no existe.
Y por las noches le dedicaba una serenata no menos larga el hijo de un trabajador, un muchacho de diez años, llamado Mehmet Kisti:
El pequeño Mehmet está encantado
cuando de la piedra del león le hablan.
¡Entonemos un cántico a la piedra
que a todos cautiva el corazón!
Mientras tanto se había producido un hecho raro. En una de sus visitas al Karatepe había descubierto el profesor Güterbock, de Ankara, que el tan cacareado «león» era en realidad un par de toros.
Los especialistas, a los que se habían enviado las copias de los textos dispuestos en las cuatro columnas de la estatua, pusieron manos a la obra, y de Johannes Friedrich llegó de Berlín a Bossert la primera traducción.
De nada serviría reproducirla aquí literalmente, porque no sólo es incompleta, sino que su lectura es muy difícil debido a los numerosos blancos correspondientes a los lugares donde la piedra ha sufrido más intensamente los ultrajes del tiempo. De todos modos, lo que más valor da a las inscripciones del Karatepe no es su contenido, sino el hecho de que constituyen los textos más largos que se conocen escritos en protofenicio y en hitita jeroglífico, y que había ciertas esperanzas de que su contenido fuese idéntico, o sea que nos encontrásemos ante un documento bilingüe.
Lo cierto es que la traducción ha revelado, y luego fue confirmado por los semitólogos más eminentes de Europa y América que han colaborado en el descifre de las innumerables inscripciones de la Puerta del Norte de la ciudadela, que el autor de la inscripción fue un rey cuyo nombre se escribía «ZTWD» en la escritura consonantica semita, que no reproducía las vocales.
Más tarde, basándose en la traducción hitita, Bossert pudo completar el nombre definitivamente en ASITAWANDA, pues la escritura jeroglífica sí indica las vocales.
El hecho observado por Friedrich, de que se trata de un texto «fenicio arcaico puro sin interpolaciones arameas», nos permitió cronologar el reino de este soberano en el siglo VIII antes de J. C, y según se desprende de investigaciones posteriores, probablemente hacia el año 730 antes de J. C.
Fue en aquella época y tal vez durante la vida de Asitawanda que el Karatepe sufrió la invasión de los enemigos y fue destruido. En comparación con las exageraciones en que se complacían los demás monarcas orientales cuando de su propia glorificación se trataba, Asitawanda demuestra una cierta modestia: «He construido esta ciudad, a la que he dado el nombre de Asitawanda». «Construí también potentes fortificaciones en todas partes, a lo largo de las fronteras y en todos los lugares en donde había hombres perversos que capitaneaban bandas de forajidos».
Se daba a sí mismo el título de «Señor de los Danuna», que según ahora sabemos era un pueblo que habitaba en la llanura de Adana. Explica que para pacificar los confines occidentales de su reino deportó a todos los habitantes rebeldes y los instaló en la frontera oriental, e insiste una y otra vez en afirmar que, tanto él como sus súbditos, vivieron siempre muy felices y en la mayor prosperidad. Al contemplar al buen rey ante la mesa del festín, fácil es imaginarnos que Asitawanda prefería ciertamente los placeres de la vida a los peligros de la guerra.
Tal era, en el fondo, el contenido del texto fenicio según la traducción de Friedrich. Las traducciones que luego llegaron de París y de Roma diferían en algunos detalles, pero no en lo esencial, de la de Friedrich.
Pero entonces llegó la traducción de Londres, la cual no solamente era distinta de las otras, sino que además en ella aparecían divergencias muy notables a partir de la quinta línea. En efecto, R. D. Barnett había identificado a dos reyes en lugar de uno, a saber: Asitawanda y él rey Anek. Nada tiene de extraño que este descubrimiento ocasionara un gran revuelo entre cuantos habían intervenido en la traducción del texto.
Las conclusiones del profesor Barnett, en la introducción al texto de su traducción, no podían ser más ingeniosas, y les daban mayor verosimilitud y peso el hecho de haber recibido la aprobación de otros dos semitólogos: Jacob Leveen y Cyril Moss.
La inscripción empieza con la palabra fenicia nk, que indudablemente significa yo, pronombre personal de la primera persona del singular. En la quinta línea se repite este signo, pero en un contexto gramatical tal, que esta vez es completamente imposible traducirla por yo. El profesor Barnett avanzó entonces una teoría que parecía quedar corroborada más adelante. En efecto, si en la novena línea de la tercera columna nk debía seguir traduciéndose por yo, entonces la traducción era la siguiente: «Para los hijos y las hijas de yo», lo cual, como hicieron observar los investigadores ingleses, es una cosa tan absurda en una traducción como lo es en idioma fenicio.
En vista de ello, en lugar de yo, leyó Barnett el nombre de otro monarca, Anek, que igualmente podía ser Inak, puesto que no había sino consonantes.
Los tres sabios esgrimían argumentos ingeniosos y extraordinariamente complicados y buscaban el apoyo de puntos de referencia en la historia más remota, gracias a los cuales esperaban encontrarle posibles parientes a ese Anek, o Inak, pero a pesar de la endeblez de sus argumentos no titubeaban en formular ciertas conclusiones definitivas.
Todas las especulaciones en relación con el «nuevo» rey descansaban sobre una falsa interpretación, pues el tal rey Anek, o Inak, jamás había existido.
Pero no acaba aquí todo. Quedaba en pie el problema planteado por el pronombre nk. Friedrich ya se había ocupado de él en una nota de su primera traducción y lo había resuelto definitivamente. Los demás traductores, con excepción de Barnett, Leveen y Moss, habían llegado al mismo resultado. He aquí lo que decían sobre este particular:
«El autor de la inscripción tenía la mala costumbre de emplear el pronombre nk (yo) para designar la tercera persona del masculino singular del pretérito perfecto, en lugar de usarlo con la primera persona del singular, como correspondía».
De modo que un error gramatical perpetrado por un autor de hace 2.700 años había hecho salir de la nada a un nuevo rey, cuya vida fue en verdad bien efímera, puesto que murió tan rápidamente como había nacido.
Errores como éste son inevitables en los primeros años de una nueva ciencia. A veces incluso pueden ser peligrosos, porque durante años frenan su evolución. Eso es, por ejemplo, lo que sucedió cuando Jensen leyó la palabra Syennesis en una inscripción jeroglífica hitita, justificando tan brillantemente su interpretación que todos los demás hititólogos la admitieron.
En realidad, según demostró más tarde Bossert, la palabra debía leerse Uarpalauas, término que corresponde a la asiria Urballa. Pero no todos los errores tienen consecuencias igualmente desagradables. En el caso del «rey» Anek que nos ocupa, otros lingüistas corrigieren el error inmediatamente.
En todo caso, ahora que el texto fenicio había sido ya interpretado, había llegado el momento de sacar provecho de la inscripción bilingüe del Karatepe mediante la comparación de las palabras jeroglíficas hititas con el texto fenicio.
Esto parece que debía de ser relativamente fácil, por lo menos en teoría, pero en la práctica fue mucho más difícil de lo que en el entusiasmo de los primeros momentos habían supuesto los lingüistas, pues, para empezar, nada podía probar el carácter bilingüe de los hallazgos, dado que para tres inscripciones fenicias se disponía aparentemente de dos textos hititas, pero es que, además, estos últimos estaban de tal modo esparcidos al azar sobre los diferentes ortostatos de la puerta y en varias esculturas de los edificios, que no había manera de saber por dónde empezar.
Había todavía algo más: la exigüidad del vocabulario hitita conocido entonces (hay que tener, en efecto, en cuenta que su caudal de verbos se reducía a uno solo, al símbolo del verbo hacer) no era para simplificar las cosas, y en todo caso era insuficiente para demostrar la identidad del contenido de los textos fenicios y de los hititas.
Si por lo menos hubiese podido darse con los caracteres jeroglíficos hititas correspondientes al nombre del rey Asitawanda, la teoría «bilingüe» habría ganado muchos puntos.
Cuando también en esta cuestión parecía haberse llegado a un callejón sin salida, he aquí que un alumno de Bossert tuvo por dos veces la increíble suerte de barruntar y de encontrar la solución del problema de un modo literalmente sonambulesco.
Franz Steinherr es, o era, un profano en el mundo de los arqueólogos. Al verle hoy en su oficina de la Embajada alemana de Ankara, donde tiene a su cargo la traducción de los tratados de comercio entre Turquía y la República Federal Alemana, nadie podría imaginar cuáles son sus actividades extraprofesionales.
Nació el año 1902 en Landshut, cerca de Nuremberg, en Alemania, y al dejar la escuela primaria aprendió contabilidad. Más tarde trabajó de corresponsal extranjero en una compañía de navegación, en un banco, en una fábrica de seda y finalmente en la empresa de construcción que le nombró representante en Turquía. Allí sus extraordinarias dotes de lingüista le abrieron muchas puertas. Uno de los primeros artículos que publicó, sin que ninguno de sus representados tuviera la menor idea de ello, tenía por título Sobre la lengua popular y el caló de Estambul.
A los 15 años sabía el turco, a los 17 el árabe, a los 18 el egipcio y a los 19 el ruso. Como decía él mismo, «la lengua extranjera más difícil de aprender es la primera. Cuantas más se conocen más fácil es aprender otras». Huelga decir que Steinherr habla también corrientemente el francés y el inglés. Bossert, que le conoció casualmente en 1939, le exhortó a que pusiera su talento políglota al servicio de la arqueología, para lo cual tuvo que aprender el latín y el griego.
A tenor de las disposiciones vigentes en las universidades alemanas, que rigen también en las turcas, Steinherr tuvo que cursar el bachillerato antes de poder matricularse en la Universidad de Estambul. Empezó los estudios a los 37 años, con dos horas diarias de matemáticas y aprobó el curso en dos meses. Siguió los demás cursos de una manera intensa y luego se trasladó a Munich para examinarse. Después de un examen brillantísimo regresó a Turquía y se inscribió en la clase de Bossert, el cual ajustaba el programa de sus lecciones de manera que este alumno excepcional pudiera sacar de ellas el máximo provecho.
Y así fue cómo Steinherr, que no por eso había dejado su empleo de administrador-contador en el Hospital Alemán de Estambul, obtuvo el título de doctor en filosofía, y participó como invitado en la expedición al Karatepe del año 1947.
Allí hacía de criado para todo, o de factótum, si se prefiere, pues como al principio escaseaba la mano de obra, acudía a donde más falta hacía, montaba las tiendas, ponía orden en el campamento, sacaba fotografías, exploraba el terreno, cuidaba de limpiar las inscripciones y los relieves, copiaba las inscripciones y clasificaba (o por lo menos lo intentaba) los jeroglíficos hititas, cuyo número iba en constante aumento a medida que progresaban las excavaciones.
Encontrábase una noche, después de terminado el trabajo, contemplando una esfinge muy bien conservada que acababa de ser exhumada, cuando al pasar maquinalmente los dedos por la superficie de la piedra, se desprendió la delgada costra de polvo que la cubría.
«Entonces eché de ver que el cuerpo de la estatua estaba cubierto de inscripciones hititas. Me puse inmediatamente a descifrarlas y, ¡júzguese cuál sería mi estupefacción al observar que en ellas aparecía el nombre del rey Asitawanda mencionado en el texto fenicio!… Cierto que la escritura era algo rara…, pero los demás signos corroboraban mi interpretación… Aquella misma noche todos los miembros de la expedición celebramos tan extraordinario hallazgo y Muhhibe Darga me obsequió con un collar de perlas azules de la región. Todavía lo conservo como recuerdo».
Ya no cabía la menor duda de que las inscripciones fenicias y las hititas se referían a un mismo soberano, pero quedaba aún por demostrar que la una era traducción literal de la otra, y esto sólo podría lograrse descifrando una frase jeroglífica entera.
Reintegrado a su despacho del Hospital Alemán, Steinherr estudiaba cada noche durante muchas semanas los textos, los comparaba, clasificaba y copiaba… «Así se me grabaron en la memoria pasajes enteros de los textos en ambos lenguajes, de modo que en cualquier momento podía reproducirlos sobre el papel».
Una tarde asistió a una clase de Bossert, en la que fue estudiado un fragmento del texto fenicio: «… y yo he hecho (ir) caballo con caballo, coraza con coraza y ejército con ejército».
De regreso en su casa, aquella noche, trabajó hasta muy tarde y acabó por acostarse rendido de fatiga, en uno de esos estados de excitación mental que son a menudo propicios a la prolongación de la realidad en los sueños.
De repente despertó sobresaltado, si es que realmente dormía; se sentó en la cama y percibió ante sí con la mayor claridad un fragmento de la inscripción jeroglífica seguida de dos cabezas de caballo, una detrás de la otra.
Al mismo tiempo se precisó otro signo que hasta entonces ni él ni nadie había todavía conseguido aislar del contexto. Steinherr tuvo la repentina intuición: «Este ideograma significa: yo be hecho».
Este es el momento de recordar al lector que precisamente hacer era el único verbo conocido hasta entonces en su forma jeroglífica.
Vamos a ver: ¿Cómo era esa frase del texto fenicio que comentaba Bossert esta tarde en clase? «… y yo he hecho (ir) caballo con caballo…».
¡Se había descubierto una frase de hitita jeroglífico que correspondía literalmente a otra del texto fenicio! ¡Aquí estaba, por fin, la prueba tan ansiada del carácter bilingüe de las inscripciones del Karatepe!
Ahora que se había conseguido encontrar la primera relación entre ambas inscripciones, Bossert logró averiguar también dónde empezaba la hititojeroglífica, y gracias al ingente material a su disposición —como jamás arqueólogo alguno pudo soñar en otro igual— ha estado en condiciones de poder acometer el descifre definitivo de los jeroglíficos hititas con grandes probabilidades de éxito.
En el momento de escribir estas líneas —principios de 1955— puede asegurarse que después de casi setenta años de investigaciones que se han extendido durante tres generaciones, la lectura del hitita jeroglífico (lengua misteriosa escrita en caracteres desconocidos por un pueblo del que nada se supo durante millares de años) ya no presenta dificultad alguna. Esto ha sido posible gracias al descubrimiento de los textos bilingües en la Montaña Negra, a orillas del río Ceyhan.
Bossert prosigue las excavaciones en el Karatepe, secundado por «El arco iris valiente», por Bahadir y la esposa de éste (cuyo nombre significa: «La que sonríe dulcemente»), a menudo en compañía de su propia esposa Hürmüz, y a veces, para variar, con sus antiguos colaboradores y alumnos.
Sus principales preocupaciones son ahora, no solamente la reconstitución de los monumentos y de las inscripciones con ayuda de los fragmentos que han podido recogerse, sino, y sobre todo, la conservación de los innumerables relieves e inscripciones que expuestos al ardiente sol del verano y a las lluvias torrenciales de invierno se deterioran rápidamente.
Debemos añadir que Bossert siempre ha tenido que luchar contra la falta de fondos. La época de los grandes mecenas ha pasado a la historia y los medios financieros de las sociedades científicas son muy limitados. Bossert y sus colegas pagaron de su bolsillo una de las últimas expediciones. Precisamente aquella expedición, la del año 1953, reservó otra sorpresa.
Comparando unas a otras todas las inscripciones halladas en el Karatepe, Bossert se había dado cuenta de que muchas de ellas eran incompletas. La de la Puerta del Sur, por ejemplo, no había duda de que debió de ser mucho más larga. Bossert abogó por la búsqueda de los fragmentos que faltaban entre los escombros del precipicio frente a la Puerta del Sur, una tarea molesta y pesada, entre rocas y zarzas, a la par que peligrosa debido a los innumerables escorpiones y serpientes para los que aquel terreno escarpado e inculto es un verdadero paraíso.
La teoría de Bossert resultó acertada, pues se encontraron numerosos fragmentos, los cuales, una vez yuxtapuestos, formaron una nueva inscripción bilingüe sin relación alguna con las halladas anteriormente.
Todavía queda mucho por hacer en el Karatepe, y lo mismo decimos de Bogazköy, en donde Bittel continúa las investigaciones. Shubililiuma y Asitawanda no han dicho todavía la última palabra… Me pareció muy apropiado un día del año 1951, durante mi estancia en el Karatepe en calidad de invitado de Bossert, que después de anochecido nos dirigiéramos todos en procesión solemne hasta el relieve del festín de Asitawanda.
Por toda iluminación teníamos la lámpara de acetileno que llevaba Bossert en la mano. Poblaban la noche el zumbido de miríadas de insectos y misteriosos ruidos que llegaban de la «Montaña Negra», mientras nosotros, para celebrar el fin de la temporada de excavaciones, nos inclinamos respetuosamente ante la imagen del soberano que allí reinó hace 2.700 años…