Finalizaba el verano del año 1945 cuando atravesaba las montañas del Tauro, en dirección de norte a sur, un pequeño grupo de viajeros compuesto por el profesor Helmuth Th. Bossert y sus ayudantes turcos doctor Halet Cambel, Nihal Ongunsu y Muhibbe Barga, a los que la Universidad de Estambul había confiado la delicada misión de explorar una región prácticamente desconocida, casi sin vías de comunicación dignas de este nombre y algo peligrosa, en busca de posibles vestigios de cualquier civilización de la antigua Anatolia.
En el curso de una pequeña parada en la aldea de Feke, situada en el remoto sudeste de la actual Turquía, unos Yurucos, últimos nómadas que aún quedan por aquellas regiones, les informaron que no muy lejos de allí, al otro lado de la villa de Kadirli, «en las montañas negras» había «una piedra del león». La noticia no podía por menos de interesar a Bossert, pues el león era precisamente el animal simbólico por excelencia de los hititas. Desgraciadamente resultó imposible llegar hasta Kadirli porque las carreteras eran ya impracticables en aquella época del año, y para dar un gran rodeo la expedición no disponía de tiempo.
En el mes de febrero del año siguiente volvió Bossert acompañado de su ayudante doctor Halet Cambel, a pesar de que se les había aconsejado renunciaran a la expedición, pues era todavía demasiado temprano; había llovido mucho últimamente y los alrededores de Kadirli estaban convertidos en un verdadero mar de fango.
Pero Bossert estaba firmemente decidido a seguir la pista de la «piedra del león» hasta el fin y no le arredraban los obstáculos. La obstinación es precisamente una característica de su carácter. Los que solamente saben de él por los trabajos que lleva publicados como brillante codescifrador de los jeroglíficos hititas, conocen una sola faceta de su formidable personalidad.
Vino al mundo el año 1889 en la ciudad alemana de Landau, en el Palatinado, y estudió en diversas Universidades de su país historia del Arte, arqueología, filología germánica e historia medieval, especializándose en la paleografía. Como después del armisticio de la primera guerra mundial —en la que sirvió como oficial—, la carrera militar y las científicas ofrecían pocas perspectivas en una Alemania vencida y humillada, entró en la importante editorial de obras de arte Wasmuth, en la que pasó en pocos años de aprendiz a director. Publicó una «Historia de la Artesanía» en seis volúmenes, que es la más completa que existe. Los ratos que le quedaban libres los ocupaba en estudiar, sin ayuda de nadie, las materias a las que más tarde consagraría su vida: las grafías cuneiformes y jeroglíficas, y mientras tanto frecuentaba el cenáculo del que eran destacadísimas figuras los asiriólogos Ernst F. Weidner y Bruno Meissner.
Su actividad era prodigiosa. Cuando ya estaba trabajando en su primera obra sobre el descifre de los jeroglíficos hititas, que apareció en 1932 con el título de Santas una Kupapa, pasó un año en el departamento de ediciones del Frankfurter Zeitung, que era por aquella época el periódico más importante de Alemania, y publicó, entre otros libros: Introducción a la fotografía, El camarada en el frente del oeste y Desarmado detrás del frente. Estos dos últimos, profusamente ilustrados, y en los que se describen gráficamente los sufrimientos de las poblaciones civiles de la retaguardia en caso de estallar una nueva guerra, figuraron pronto en las listas negras de los S. A. nazis, y por consiguiente fueron pronto pasto de las llamas en las primeras hogueras públicas organizadas en Berlín por las milicias de Hitler.
Para un hombre dotado de tal energía y capacitado para el trabajo, y de sus convicciones, le vino como anillo al dedo que en octubre de 1933 el ministro turco de Instrucción Pública le invitara a establecerse en Turquía. No era ningún desconocido allí, pues había efectuado un viaje a Bogazköy, en donde, junto a Kurt Bittel, trabajó en el descifre de las inscripciones rupestres, adquiriendo al propio tiempo experiencia en arqueología práctica.
Aceptó la invitación y en abril de 1934 fue nombrado profesor de la Universidad de Estambul y director del Instituto de Arqueología. Totalmente identificado con su nueva situación, pidió la nacionalidad turca y casó con una muchacha de su patria adoptiva.
A este hombre, que se había propuesto investigar y resolver el misterio de la «piedra del león», nadie pudo disuadirle de su idea con la excusa de que los caminos eran detestables. Su obstinación corría parejas con la de su ayudante turca, Halet Cambel, que no quiso quedarse atrás a pesar de que cuando se decidió el viaje se encontraba en cama con fiebre alta. Más tarde fue la colaboradora incondicional y enérgica de Bossert, la que incluso se atrevió a trabajar sola en el Karatepe. Imagínense lo que representa que una mujer sola se encargara de la vigilancia de un equipo de rudos trabajadores de las excavaciones. Su nombre no podía sentarle mejor ni ser más apropiado, pues Halet Cambel significa «Abeto en un desfiladero angosto».
El 27 de febrero a la una de la tarde, se puso lentamente en movimiento el tasb arabasi, un carruaje tirado por caballos, vehículo sin muelles que se utiliza en la región desde hace siglos.
Kadirli es una pequeña capital de provincia hasta la que no ha llegado todavía el progreso de la electricidad, y que únicamente desde el año 1954 posee una carretera transitable que la pone en comunicación con la aldea más próxima. Hasta entonces, la ciudad estaba completamente aislada del resto del mundo durante las temporadas lluviosas de primavera y otoño. Esto por una parte no dejaba de tener sus ventajas para los habitantes de Kadirli, pues la administración pública brillaba por su ausencia.
En Kozán se unió Naci Kum, director del Museo de Adana, y poco después quedaban atascados en el fango. Más que un viaje aquello era una aventura, que continuó hasta que los caballos quedaron exhaustos y no hubo manera de hacerles avanzar, siendo preciso detenerse a descansar en la aldea de Köseli, donde les esperaba otra sorpresa. Resultó, en efecto, que el conductor no sabía el camino, y que para este difícil trayecto había escogido los peores caballos. Lo despidieron incontinenti, y con la cooperación de los habitantes de Köseli consiguieron hacerse con un par de robustos caballos y con un nuevo cochero.
Se pusieron de nuevo en camino con el tiro de refresco y pronto les alcanzó la noche. El lodazal parecía no tener fondo, e incluso a los nuevos caballos se les hacía difícil seguir adelante. Los viajeros tuvieron que continuar el camino a pie. Finalmente, carro y caballos cayeron en un foso. Como Bossert escribía más tarde lacónicamente: «A través de un laberinto de relojes, nuestro guía nos dejó por fin sanos y salvos en Kadirli».
Era ya noche cerrada, pero en el lugar estaban prevenidos de su llegada y fueron obsequiados con un magnífico banquete al que asistieron el kaymakam (la primera autoridad del distrito), el alcalde y algunos otros personajes importantes.
Bossert, agradecido, pero al propio tiempo impaciente, empezó inmediatamente sus investigaciones preguntando quién podía darle razón de la famosa «piedra del león». Por extraño que parezca, nadie había oído hablar nunca de ella. Bossert se obstinaba e insistió en querer hablar con alguien que conociese bien los alrededores por haberlos seguido en alguna ocasión a pie o a caballo por una razón u otra.
Hasta las once de la noche se presentaron en el Ayuntamiento diez personas, las cuales contaban las más extraordinarias historias sobre aquellos alrededores, pero ninguno sabía una sola palabra de la «piedra del león». Y menos aún habían oído hablar de esculturas, ni de restos de murallas en pleno bosque, ni de piedras cubiertas de inscripciones.
En esto sonaron las once y entonces hizo su aparición el maestro de escuela de Ekrem Kuscu, el cual, ante la sorpresa general, declaró que él había visto la «piedra del león», no solamente una vez, sino cuatro, en el curso de sus excursiones por los alrededores desde el año 1927. Se mostró dispuesto a conducirles hasta allí. Precisamente, el día siguiente se anunciaba espléndido y bastarían cinco o seis horas a caballo, dijo.
Bossert termina así sus impresiones de aquel día, cuando aún no sabía qué sorpresa le aguardaba en el Karatepe: «Pasamos una noche muy agradable en Kadirli».
A las ocho y media de la mañana del día siguiente los caballos estaban listos. Ekrem Kuscu había acertado. El día era realmente magnífico. El camino empezó deslizándose por la llanura y luego empezó a elevarse lentamente, zigzagueando por una angostura que iba penetrando en la «montaña sombría». Al este surgían las cimas cubiertas de nieve del Antitauro. Ante los viajeros aparecía, cada vez más cerca y plena de augurios, la cumbre peñascosa conocida con el nombre de Karatepe: la montaña negra.
Después de una cabalgada de varías horas, los jinetes tuvieron que apearse y seguir a pie la ascensión por un viejo camino de pastores, pues les era imposible a los caballos abrirse paso por entre la maraña de tojos.
Cuando alcanzaron la cúspide, pudieron por fin contemplar el panorama que se ofrecía a sus ojos y vieron ante sí una serie interminable de colinas y valles profundos, y a sus pies, trazando meandros, un río de aguas turbias y turbulentas: el Ceyhan, el Píramo de los antiguos.
Y, finalmente, cuando se pusieron a explorar en derredor suyo el terreno cubierto de tojos, de argayos y de peñascos, descubrieron la «piedra del león».
Y no fue esto sólo. Esta piedra del león tenía toda la traza de haber servido de zócalo a una estatua, la cual no era otra sin duda que la que yacía en el suelo a su lado, muy deteriorada, por cierto, sin cabeza ni brazos, pero en cambio, ¡contenía una inscripción!
Bossert se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de una inscripción semita y esto le amargó algo el entusiasmo del descubrimiento, por cuanto le hizo temer que se encontrase ante los restos de una colonia semita, que por una razón u otra habría ido a parar al Karatepe.
Permítasenos recordar aquí cuan difícil es advertir desde el primer momento la naturaleza y la importancia de un objeto antiguo que acaba de salir a la luz al cabo de cientos o miles de años, y cuan circunspecto debe mostrarse el arqueólogo en sus primeras reacciones y manifestaciones públicas. Puede servir de ejemplo lo acaecido en 1954, cuando unos arqueólogos egipcios, inexperimentados, comunicaron informaciones extraordinarias sobre el hallazgo de barcos funerarios y una pirámide con un sarcófago en Gizeh y en Sakkara.
Buena parte de la prensa mundial se ocupó en el asunto divulgando la noticia sensacional a los cuatro vientos, hasta que un examen detenido de los objetos encontrados, realizado desde el punto de vista científico, reveló pronto que el descubrimiento no significaba ninguna novedad en materia de egiptología.
Bossert empezó por reflexionar sobre el gran tamaño de la piedra, prueba evidente de que había sido labrada allí mismo o no muy lejos de allí. Por otra parte, la piedra era de basalto poroso y oscuro. En el Karatepe abundan las piedras, pero no encontraron ninguna otra de basalto del mismo color. Además, otra anomalía: la estatua y el zócalo eran sin duda alguna hititas, mientras que la inscripción era semita. (Bossert la creyó primeramente aramea y luego resultó fenicia).
Mientras Halet Cambel tomaba fotografías y se preparaba para sacar un molde del monumento, Bossert se abría penosamente paso por entre el tojal para ir a explorar los alrededores inmediatos de la estatua.
Encontró varios fragmentos de relieves que procedían de una cabeza y de un busto de persona, así como muchos trochos de piedra, desgraciadamente demasiado pequeños, que contenían jeroglíficos.
Tenía ante sí una escultura hitita sobre la que aparecían una inscripción semítica y jeroglíficos posiblemente hititas. Esto le sugiere a Bossert una explicación: la existencia de un texto bilingüe. La idea no era descabellada, si se tiene en cuenta que los dos textos se encontraron juntos. Pero Bossert no cree que la suerte pueda mimarle hasta el punto de servirle en bandeja lo que durante tantos años los arqueólogos han estado buscando en vano. Esta eventualidad le parece tan fantástica que decide no pensar más en ella.
Solamente habían permanecido tres horas en el Karatepe, y no habían removido ni un solo palmo de tierra. En estas condiciones cualquier conclusión hubiera sido por lo menos prematura.
Se apresuraron a regresar para que la noche no les sorprendiera en la selva, y al cabo de hora y media llegaron a la aldea de Kizyusuflu. Mientras estaba reflexionando delante de la fogata del campamento, rodeado de campesinos que la novedad de la llegada de los extranjeros había atraído, Bossert tomó una resolución: volvería al Karatepe.
Tal vez sea lógico atribuirle al maestro de escuela Ekrem Kuscu el descubrimiento del Karatepe. Luego, a instigación de Bossert, le concedió una recompensa la Sociedad Turca de Historia. Pero el propio Ekrem reconoció francamente que le oyó hablar por primera vez de la piedra del león en 1927 a un anciano de 87 años, llamado Abdullah, de Kizyusuflu. Según parece, aquellos aldeanos hacía mucho tiempo que conocían la existencia de estos monumentos del Karatepe, los cuales, estaban entonces todavía en su sitio, pero mientras tanto habían sido derribados, seguramente por los nómadas buscadores de tesoros. ¿A quién debe atribuirse, realmente, el descubrimiento del Karatepe? No creemos que puedan existir discrepancias en este asunto, pues está bien conocer una cosa, pero establecer su valor es un reconocimiento de un orden muy diferente. Ateniéndonos a este razonamiento, puede afirmarse categóricamente que los verdaderos descubridores del Karatepe fueron Helmuth T. Bossert y su ayudante turca Halet Cambel, porque ellos fueron sus primeros interpretadores al identificar el origen hitita de las ruinas.
El 15 de marzo de 1947 Bossert se hallaba de nuevo en el Karatepe. Vamos a resumir rápidamente los acontecimientos que se sucedieron a partir de aquel día, a fin de hacer resaltar el carácter dramático de las excavaciones que se realizaron y la emoción que embargaba por momentos a los que en ellas tomaban parte.
Esta vez a Bossert le acompañaba «El arco iris valiente», que tal es la traducción literal del nombre de Bahadir Alkim. El doctor Alkim, que era uno de sus antiguos alumnos, nació en Esmirna el año 1915, se educó en la universidad de Estambul; tomó parte en varias expediciones arqueológicas —entre otras en la de Alaja Hüjük— y durante una temporada fue huésped de Sir Leonard Woolley, en Alalakh. El doctor Alkim pertenece a la generación, aparecida en la nueva Turquía de Kemal Ataturk, de sabios políglotas e inteligentes, abiertos a todas las inquietudes del mundo moderno, y cuando le nombraron ayudante de Bossert era ya profesor de la Universidad de Estambul.
El primer período de sondeos en común duró cuatro semanas exactamente, hasta el 15 de abril, y en un espacio de tiempo relativamente tan corto los resultados fueron verdaderamente asombrosos, a pesar de la escasez de mano de obra y de que carecían de herramientas y de residencia digna de este nombre. Como el tiempo era tan desapacible, vivían en condiciones increíbles, en tiendas, como huéspedes de los últimos nómadas que siguen fieles al akyol (el camino blanco), la antigua ruta de las caravanas que desde hace siglos une el Norte con el Sur.
Muhibbe Darga, otra ayudante turca de Bossert, nos llevó hasta estas tiendas negras de los nómadas. Los hombres habían salido con el ganado y nosotros nos sentamos junto a un sinfín de mujeres alrededor de un buen fuego, donde de la mañana a la noche cuecen sin cesar el yuffka, una especie de galleta delgadísima que les hace las veces de pan.
Una anciana con cara de momia, cuyas manos deformadas por la gota eran negras de tan sucias, nos obsequió con un queso de cabra en prueba de amistad y no tuvimos más remedio que comerlo. Muhibbe y yo habíamos decidido presentarnos como marido y mujer con seis hijos, pues a menos que sean casados (con hijos) o hermanos, un hombre y una mujer no pueden acogerse a la hospitalidad de los nómadas. La segunda eventualidad quedaba totalmente descartada, puesto que yo no comprendía una sola palabra de turcomano, idioma que hablaba en cambio Muhibbe Darga.
En estas tiendas residieron durante cuatro semanas Bossert y el «Arco iris valiente», conviviendo con innumerables crios de todos los tamaños, increíblemente sucios y turbulentos, que se alimentaban únicamente de queso y de yuffka.
Mientras tanto, día tras día, subían al Karatepe. Pusieron al descubierto unas murallas, vestigios sin duda de una ciudadela. En el recinto de ésta despejaron restos de paredes, tal vez de un templo o de un palacio. Al efectuar unos sondeos tropezaron con los primeros ortostatos intactos. Estos bloques de basalto de más de un metro de altura, cubiertos de innumerables figuras de hombres y animales, fueron hallados en situación vertical in situ, o sea en el mismo lugar donde fueron erigidos hace miles de años.
Luego halló Bossert el comienzo de una larga inscripción fenicia —cuan larga era no pudo determinarlo todavía—, pero no confió una palabra a nadie sobre el hallazgo. Y precisamente en los últimos días descubrió lo que había estado buscando vanamentedurante semanas, guardando igualmente el secreto para sí, o sea otros fragmentos de inscripciones jeroglíficas hititas, en la esperanza loca de dar por fin con el texto bilingüe.
Con objeto de preparar el camino para una próxima expedición, se había limitado a rascar con la mano y con una espátula el borde superior de uno de los ortostatos. No disponía de tiempo para desenterrar el bloque, pero le bastaba lo que había visto. Se trataba, en efecto, de jeroglíficos hititas. El descifre del texto fenicio no presenta ninguna dificultad. Verdad es que los signos hititas apenas se distinguían, pero si se tiene en cuenta que el sueño dorado, la obsesión que quitaba el sueño a todos los hititólogos, desde hacía décadas, era el hallazgo de un texto bilingüe, ¿es de extrañar que toda duda se desvaneciera, y que Bossert estuviese firmemente convencido de haber descubierto de veras un texto bilingüe?
Este es uno de los acontecimientos más dramáticos del descubrimiento del Imperio hitita, pues si bien es verdad que Bossert se equivocó, no lo es menos que, en definitiva, acabó teniendo razón.
La primera expedición verdaderamente bien equipada al Karatepe tuvo efecto en septiembre de 1947 con los fondos aportados por la Sociedad Histórica Turca, por la Universidad de Estambul y por la Dirección de Museos y de Antigüedades de Turquía. Esta vez los arqueólogos disponían de todo el material necesario y, como no les faltaba dinero, pudieron reclutar trabajadores en número suficiente.
Bossert tiene una debilidad por los efectos dramáticos y le gusta incluso embromar a sus colaboradores. El primer día de iniciarse los trabajos reunió a sus ayudantes en el lugar donde unos meses antes había descubierto la inscripción fenicia. Nada hacía sospechar que Bossert hubiese excavado en aquel lugar, pues había borrado toda huella de su paso. Y entonces, con el tono más natural del mundo, declaró que aquel sitio se le antojaba muy apropiado para efectuar un primer sondeo. Imagínense las exclamaciones de júbilo de sus colaboradores y la satisfacción con que Bossert las acogía, cuando a las pocas paladas de tierra y arena apareció un ortostato cubierto de inscripciones fenicias dispuestas en líneas.
Completamente seguro de sí mismo, quiso repetir la operación con igual éxito, haciendo aparecer milagrosamente las inscripciones jeroglíficas entre los escombros, pero cuando en el lugar por él designado, unos pocos metros más allá, empezaron a despejar otro ortostato, y Bossert se aprestaba ya a explicar a sus colaboradores que aquella piedra también contenía jeroglíficos, de repente se dio cuenta de que había sido víctima de una confusión.
Lo que la vez anterior había tomado Bossert por jeroglíficos, resultaron ahora, a la luz de la tarde, no ser más que runas, grietas de formas raras que el tiempo había desdibujado, y que con la prisa habían podido ser consideradas como inscripciones.
No hay palabras para describir la decepción de Bossert. Claro que seguía valiendo la pena continuar allí las excavaciones, pero el director ya no podía compartir por más tiempo el entusiasmo general ante aquellos hallazgos. Él no apartaba la mirada de la piedra gris que crecía a cada paletada, mientras disminuía en la misma proporción la esperanza que durante todo el verano había acariciado de encontrar por fin una inscripción jeroglífica hitita que correspondiese a la inscripción fenicia.
En tales momentos los sabios deben saber estar a la altura de las circunstancias. Sin dejarse arredrar por el fracaso —sólo de él conocido— ordenó Bossert que continuasen los sondeos, y entonces, aunque una vez más parezca mentira, a un metro de distancia de los pseudojeroglíficos descubrieron los obreros la inscripción hitita que constituía la obsesión de Bossert y la de todos los demás.
La campaña de otoño de 1947 fue la más fructuosa de todas. Más tarde los alrededores de Karatepe fueron sistemáticamente explorados y se realizaron también numerosos hallazgos, entre ellos restos de unas fortificaciones, transformadas más tarde por los romanos en el Domustepe (montaña de los cerdos), pero nada pudo compararse a los resultados de la campaña de otoño.
En lugar de describir los vestigios de la ciudadela del Karatepe, creo más a propósito contar lo que allí me sucedió, pues estoy convencido de que la relación de una aventura cala más hondo que una descripción seca y prosaica.
Gracias a los buenos oficios del kaikaman de Kadirli, el primero de octubre de 1951 nos fue posible al padre O’Callaghan, a dos estudiantes alemanes y a mí alquilar un jeep para trasladarnos al Karatepe.
El padre O’Callaghan era una especie de coloso, siempre de buen humor, sin dejar por esto de ser devoto, y tenía la virtud de combinar en su persona las tendencias más contradictorias. Era jesuita americano, profesor de Orientología en el Instituto Bíblico de Roma, dominaba muchas lenguas, entre vivas y muertas, y sentía especial predilección por las canciones populares alemanas. Varias veces durante el día se retiraba bruscamente de nuestra sociedad para abismarse en la lectura del breviario latino.
Los dos estudiantes sentían ansias de aventuras; eran curiosos e impacientes. Fue por su impaciencia que, haciendo caso omiso de los consejos y de las advertencias que nos había prodigado Bossert, de que no nos aventurásemos a ir a caballo o en coche al Karatepe de noche no conociendo el camino, a eso de las siete de la tarde, cuando empezaba ya a oscurecer, salimos de Kadirli. A esta misma impaciencia de los dos muchachos debemos unos recuerdos inolvidables.
Al cabo de media hora de haber iniciado la marcha por la llanura, en la que se perdía toda huella de camino, si lo había, advertimos que el conductor se había extraviado, a pesar de lo cual decidimos continuar a la aventura hacia la montaña negra. El jeep es el vehículo ideal para esta clase de excursiones, pero el nuestro era de un modelo antiguo. Cuando cerró la noche resultó que solamente funcionaba uno de los faros. Estábamos en período de luna llena, pero espesos nubarrones surcaban el firmamento. La excursión empezó a convertirse en una aventura peligrosa. Atravesamos torrentes impetuosos, saltábamos de roca en roca y al cabo de poco teníamos sobrada razón para suponer que, acechados a cada lado por abismos insondables, seguíamos vivos por un verdadero milagro.
Un frenazo demasiado brusco puso el motor fuera de combate, y quedamos inesperadamente atascados en plena selva. Y fue precisamente entonces, cuando el silencio era más absoluto e inquietante, que aparecieron los fantasmas. Habíamos empezado por oír unos ruidos extraños y misteriosos, de pasos lentos y pesados mezclados con silbidos estridentes, ligeros resoplidos y respiraciones jadeantes, y pocos momentos después cruzó el haz luminoso de nuestro único faro una procesión de camellos, muchos camellos balanceando su voluminosa carga. Pasaron a ambos lados del jeep, estimulados por los alaridos roncos de unos camelleros de atuendo extravagante, sin que ni por un momento ni bestias ni personas se dignaran fijarse en nosotros, como si la presencia de un jeep, tuerto por añadidura, en la pista de las caravanas, en plena noche y en aquel desolado lugar, fuese la cosa más natural del mundo. Nuestro chofer cambió algunos gritos con los camelleros, como se saludan dos navegantes solitarios en alta mar.
Cuando a la caravana fantasma se la hubo tragado de nuevo la oscuridad de donde había salido, nuestro jeep abandonó también la escena dando brincos por la rocosa pendiente de la montaña negra, pero entonces ya sabíamos que no nos hallábamos muy apartados de la meta, pues acabábamos de cruzar el akyol, la antiquísima ruta de las caravanas, y nuestro chofer pareció haber encontrado de repente el sentido de la orientación.
Después de una hora o dos, y la noche aún más oscura que nunca, paramos de nuevo en una especie de plataforma de reducidas dimensiones que se iba estrechando hasta convertirse en un sendero. De pronto, uno de los estudiantes emprendió veloz carrera desapareciendo en la oscuridad. El chofer se puso a farfullar algo, pero estaba tan excitado que no pudimos comprenderle ni una sola palabra.
El padre O’Callaghan, apoyándose en mi brazo, me mostró dos ojos que brillaban no lejos de nosotros. Teníamos enfrente a una fiera parecida a un lobo. Fascinado y deslumbrado por el faro del jeep empezó a describir un gran círculo alrededor del grupo. Era uno de esos perros salvajes que tanto abundan en la región, y que en bandadas pueden ser peligrosos.
Después de haber concertado con el padre O’Callaghan un grito que debía servirnos para reconocer nuestras respectivas posiciones, quise saber a qué atenerme y me dirigí hacia el lugar por donde había desaparecido el estudiante. Entonces empecé a sentir la maravillosa sensación que generalmente está reservada a los arqueólogos cuando descubren emocionados algún importante vestigio del pasado. El mundo misterioso y remoto que solamente había entrevisto en los libros de viajes surgió de repente ante mí y su presencia física era precisamente más abrumadora por lo que tenía de inesperada.
Provisto de una potente lámpara eléctrica de bolsillo, tomé la senda pedregosa en que terminaba la plataforma; pronto el camino se ensanchó y me hallé frente a unos peldaños. Instintivamente me detuve, y como sí en aquel preciso momento quisiera la Naturaleza permitirse un efecto de teatro melodramático, de repente las nubes se esparcieron por el cielo, y la luna, una luna magnífica y nueva, iluminó una escalinata formada por grandes losas agrietadas por los siglos.
Empecé a subir las gradas titubeando y pronto vi a derecha y a izquierda sendas hileras de ortostatos casi tan altos como yo, que estaban cubiertos de dibujos estupendos. La claridad de la luna daba una apariencia de vida a los personajes haciendo resaltar el relieve. Vi que los hombres y las bestias tenían la mirada dirigida hacia mí. ¿Eran dioses?, ¿o reyes quizá? ¡Caramba! ¿Cómo no había reconocido enseguida El festín de Asitawanda, que las fotografías habían popularizado ya, o sea el famoso relieve en el que el señor del Karatepe quedó inmortalizado no como un monarca cualquiera, sino como un patriarca bondadoso y amante de los placeres de la mesa?
Era inconfundible con su gorro en punta y sus grandes ojos contemplando a los criados que traían los manjares a la mesa. Su prominente nariz aguileña, su frente y su barbilla inclinadas hacia atrás le daban un aspecto bonachón, pero no desprovisto de cierta dignidad. Sus labios abultados parecen querer alcanzar, sin levantarse siquiera, los sabrosos platos que se le ofrecen, e iluminados por la luna parecen estar a punto de moverse para hablar.
En lo alto de la escalinata me aguardaban dos figuras cuya silueta negra se recortaba sobre el fondo pálido del cielo que la luna presidía. Con un gesto contestaron a mi llamada. Poco después penetré en el círculo de luz de una potente lámpara de acetileno del profesor Bossert. Éste había oído nuestras llamadas y se había acercado para mostrarnos el camino.
El estudiante había aparecido, y el padre O’Callaghan se reunió pronto con nosotros.
En compañía de Bossert y de sus colaboradores tomamos asiento en unas sillas vacilantes alrededor dé una mesa toscamente labrada, instalada en la glorieta frente a la casita de piedra que había sido construida desde el principio de las excavaciones.
Mientras cenábamos podíamos escuchar la serenata nocturna habitual de la expedición: los aullidos de los chacales y los ladridos lejanos de los perros salvajes.
A las siete de la mañana del día siguiente tomábamos el desayuno. Media hora más tarde empezaba la jornada de trabajo, y para nosotros la visita al Karatepe.
En aquel paisaje uno tiene la sensación de que el sol avanza más rápidamente hacia el cenit que en otro lugar cualquiera, y por ende todos miran el disco de fuego cada vez más ardiente y más amarillo, y sacan fuerzas de flaqueza para terminar pronto, antes de que haga demasiado calor, el trabajo cotidiano que les ha sido asignado.
La ciudadela que vimos tenía, en lo esencial por lo menos, el mismo aspecto que el año 1947. Cuando Bossert la puso al descubierto, la mayor parte de los trabajadores que le estaban dando entonces a la pala eran de los que habían sido contratados en 1947. Los encontramos simpáticos y de apariencia inofensiva, y no nos sorprendimos poco al enterarnos de que algunos de ellos tenían más de un asesinato en la conciencia.
En aquella región las pendencias y las venganzas inexorables están aún a la orden del día. Además, todos ellos eran más o menos parientes de muchos de los bandidos que hasta los albores del año 1930 habían sembrado el terror en la ruta de las caravanas, el akyol, alrededor del Karatepe y en los bosques hasta la llanura de Adana. Según parece, hacía poco que había sido asesinado el primer guardián que había nombrado Bossert.
Empezó la visita por la Puerta del Sur, cuyos peldaños la noche anterior había subido a la luz romántica de la luna. De nuevo pasamos al lado de Asitawanda, el rey del Karatepe, y otra vez lo contemplamos ante la mesa del festín. Luego seguimos por las murallas de la ciudadela y nos mostraron las subestructuras de los baluartes y de las torres defensivas que sobresalían de las fortificaciones propiamente dichas, Después cruzamos la cima de la montaña y al acercarnos a la Puerta del Norte, situada en una hondonada, nos encontramos súbitamente ante el grandioso valle de Ceyhan.
Es aquí, sin duda, entre los dos leones de piedra que guardan la entrada, donde se situaba el rey para observar cómo se aproximaba el enemigo, a sabiendas de que la señal de ataque significaría el fin de su reinado, pues Asitawanda no era, ciertamente, un rey belicoso.
Una simple ojeada lanzada sin detenernos a los innumerables relieves ortostáticos que adornan la entrada de la Puerta del Norte, así como las paredes de las dos habitaciones contiguas, dejó grabada en nosotros la impresión de la exuberante deformidad de la cultura hitita ya decadente.
Como ha hecho notar muy bien Bossert, sin la menor relación lógica o artística entre ellos, se encuentran mezclados sobre los bloques hombres y animales, grupos heráldicos, procesiones, cuadros de costumbres familiares o religiosas, representaciones de los dioses, relieves de escenas rituales, de caza o de pesca, de música y de danza y, finalmente, aparece también un carro junto a un barco.
Las inscripciones fenicias y los jeroglíficos hititas están intercalados entre las imágenes, dondequiera que queda algún hueco, naturalmente, algunos agrupados en estelas aparte, los otros donde su forma y tamaño lo permite, en los ortostatos, sobre los personajes y aun sobre la barriga del gran león de la puerta.
Cuando regresábamos al campamento de la expedición, salió a colación el enigma de esta extraordinaria supervivencia en Sendjirli, en Carquemis y en el Karatepe, sobre todo, de una forma o manera hitita que en el período imperial jamás había dado origen a un verdadero estilo original, y sin embargo, al cabo de nada menos que quinientos años —¿o debemos decir medio milenio para que resalte más la idea del tiempo transcurrido?—, se dejó sentir su influencia en aquellos lugares.
En este punto nos encontramos con un vacío en nuestros conocimientos históricos. Poca cosa sabemos, en efecto, por ahora al menos, de lo sucedido durante estos quinientos años que transcurrieron desde el 1200 (incendio de Hattusas y destrucción del Imperio hitita) hasta alrededor del año 700 antes de J. C. (desaparición de las últimas ciudades-Estados absorbidos por Asiría).
Es un caso realmente sorprendente éste de un imperio que desaparece del mapa como unidad política, pero cuyas minorías esparcidas y aisladas entre poblaciones de diferentes razas y orígenes, expuestas a múltiples influencias culturales divergentes, lograran conservar sus peculiaridades a través de tantos siglos.
«Día llegará en que saldremos de dudas», dijo Bossert desplegando cuidadosamente un gran rollo de papel, en el que acababan de estamparse un gran número de jeroglíficos hititas. «Si utilizando la clave bilingüe del Karatepe conseguimos leer los jeroglíficos hallados en el Karatepe, en aquel preciso momento podremos también leer todos los jeroglíficos de la edad imperial hitita.».
Y con esta afirmación llegamos a la fase más sensacional de las excavaciones en el Karatepe: al descifre del texto bilingüe.
Cerramos el capítulo consagrado a la descripción de la historia de los desciframientos cuando habíamos llegado al callejón sin salida de los jeroglíficos hititas. Ahora vamos a terminarlo en el Karatepe.
Debemos ante todo precisar que aun después de que Bossert hubo descubierto una inscripción jeroglífica verdaderamente hitita, la cuestión quedaba en pie, por cuanto no pudo probarse inmediatamente que se tratase en realidad de un texto bilingüe y no simplemente de dos inscripciones diferentes en dos idiomas también diferentes.
Lo curioso y casi increíble del caso es que uno de los colaboradores de Bossert halló la prueba, y por ende la solución, durmiendo.