Capítulo 7

Los reyes de Hattusas

Si queremos dar un breve resumen de la historia de los hititas deberíamos previamente precisar lo que se entiende por «historiografía», por cuanto el sujeto se presta ciertamente a confusión. Al subrayar el carácter científico de su obra, los historiadores de los siglos XIX y XX han querido dar un poco la sensación de que la historiografía es una ciencia y que lo que ellos han escrito es estrictamente científico.

Ahora bien, lo único que en la historiografía merece el nombre de ciencia es la crítica histórica, perfeccionada en el siglo XIX, que aquilata el conjunto de métodos que permiten averiguar, mediante la utilización de los procedimientos más modernos, y con la colaboración de todas las disciplinas científicas, la autenticidad de las fuentes históricas, anales, documentos, cartas y toda clase de tradiciones, o sea que consiste en una investigación a fondo que tiene por única finalidad comprobar la legitimidad, la validez y la procedencia del material entre el cual hará el historiador su selección, influido éste entonces por su propia individualidad y por el espíritu de su época, teniendo presente, además, el aspecto histórico que desee hacer destacar.

Si no tenemos presente esta última limitación, es en el historiador alemán Leopold von Ranke (1795-1886) en quien encontramos la mejor definición de lo que conocemos por «interpretación de las fuentes históricas». En el prólogo de su Historia de los pueblos latinos y germánicos de 1494 a 1514, dice:

«A la historia se le ha asignado la doble tarea de juzgar el pasado y de orientar a las generaciones futuras; esta obra no aspira a tanto; quiere únicamente presentar los acontecimientos tal como se desarrollaron».

«… tal como se desarrollaron…». Esta afirmación expresa una convicción filosófica que solamente podía surgir en un siglo en el que las ciencias naturales gozaban de una primacía absoluta, y lleva implícita la certidumbre de que, igual que todo lo demás, así podría reconstituirse ni más ni menos que como una combinación química, la cual es el resultado de sus diversos elementos, la vida y la decadencia de los pueblos que fueron.

Si tomáramos al pie de la letra esta afirmación de Ranke, deberíamos condenar irremisiblemente a todos los grandes historiadores. No escaparían a la censura Heródoto (no solamente conocido como «el padre de la Historia», sino también como «el padre de la mentira»), Tucídides, Tácito, Suetonio (sobre todo este último, que para algunos no es más que un vulgar recopilador de anécdotas). A la categoría de cronistas pasarían Froissart, Voltaire e incluso Edward Gibbon, y lo mismo decimos de los grandes maestros de la historia moderna, de Herder, Carlyle, Nietzsche a Spengler y a Toynbee.

Sin embargo, la mayoría consideramos sus obras como verdaderos documentos históricos, aun cuando cualquier estudiante moderno pueda señalar con el dedo sus monumentales errores.

Verdad es que Oswald Spengler (1880-1936) expone una opinión diametralmente opuesta a la de Ranke cuando en tono polémica declara: «La historiografía es hacer obra de imaginación, es poesía», o sea que, según él, el historiador no debe limitarse a considerar los acontecimientos como fueron, sino que debe, además, tratar de interpretarlos.

Abundando en el mismo criterio, el historiador holandés Johan Huizinga (1872-1942) va todavía más lejos cuando escribe:

«La historia es la forma espiritual en la que una civilización puede juzgar su propio pasado».

Pondremos punto final a estas digresiones porque nos llevarían demasiado lejos en el dominio de la filosofía de la historia, lo cual no es precisamente la finalidad de este libro.

Por de pronto, ni los métodos de Ranke ni los preconizados por Spengler permitirían reconstruir la sucesión de los acontecimientos del segundo milenio antes de J. C., especialmente los que se refieren a la historia del pueblo hitita. Es ciertamente considerable el material con que cuentan los investigadores, pero subsisten todavía muchos claros.

La historia dispone de documentación suficiente para escribir, todo lo más, una historia de los reyes hititas y de sus guerras, puesto que los documentos originales abundan. Reyes y guerras, que no es poco en la vida de un pueblo, pero que ya no bastan para escribir la verdadera historia según la noción que de ella nos ha legado el siglo XIX, pues deseamos que sea reflejo de la vida misma.

Ahora bien, lo que se llama historia de la civilización del pueblo hitita, esto no podrá escribirse hasta que los textos de las tablillas que tratan de sujetos determinados (documentos jurídicos y reglamentos) nos permitan formarnos una idea exacta de la religión, de la jurisprudencia, del arte y de las costumbres del pueblo hitita.

Con tales documentos a la vista, todas las civilizaciones antiguas pueden reconstituirse en cierto modo, pero la de los hititas constituye por ahora un misterio por el mero hecho de no existir indicio alguno que nos permita afirmar que es el resultado de una evolución orgánica, y nada prueba, además, la existencia de un estilo o de características específicamente hititas. En otro capítulo veremos hasta qué punto estos hechos pueden ofrecer ilimitadas oportunidades al historiador audaz y decidido.

En 1834 aparecía Texier ante las ruinas de Bogazköy, o Hattusas, como la llamaremos ahora adoptando su nombre histórico en este capítulo que trata de historia.

Winckler había demostrado en 1907 que Hattusas había sido realmente la capital del Imperio hitita, y en las ruinas de Hattusas empezó a hurgarse en el pasado de la historia de aquel pueblo de diecinueve siglos después de J. C. La lectura de las tablillas encontradas prueba que Hattusas fue la cuna del Imperio diecinueve siglos antes de J. C.

Es, pues, lógico que nuestra reseña de la historia de Hatti empiece en Hattusas.

Esta historia empieza con una maldición,

«La tomé por asalto durante la noche —dijo el rey— y en el lugar donde se levantaba la ciudad sembré cizaña. Que el dios de las tormentas aniquile a quien reine después de mí y ose repoblar Hattusas».

Este texto figura en una estela de Annitas, rey de Kusara, que derrotó al reyezuelo de la pequeña fortaleza de Hattusas y arrasó la ciudad. Esta maldición, que forma parte de una larga inscripción del templo, escrita en una variante arcaica de la antigua lengua hitita, no surtió efecto, y así vemos cómo, por no haber sido tomada en consideración, hacia el año 1800 antes de J. C, Hattusas renació de sus cenizas más esplendorosa y fuerte que antes.

En realidad es bien poco lo que sabemos de los movimientos de pueblos que tuvieron lugar durante aquellos siglos en Asia Menor, Siria y Mesopotamia. El Imperio de Sargon (alrededor del año 2300 antes de J. C.) habíase extinguido hacía tiempo, y la influencia asiría en Asia Menor —la principal colonia asiría es Kulteje (Kanes)— iba decreciendo. Las ciudades-Estados y los pequeños reinos guerreaban entre sí con fortuna diversa; se formaban alianzas que se transformaban en «ententes cordiales» de corta duración, sin que jamás se llegara a una concentración de poder susceptible de ejercer una influencia política durable y realmente efectiva.

El panorama varió cuando entraron en escena los hititas que procedían del norte. ¿Del nordeste o del noroeste? No lo sabemos, como también ignoramos su verdadero nombre (véase el capítulo 5). Sólo una cosa es cierta: ¡Eran indoeuropeos!

Con toda probabilidad se trataría de unos cuantos miles de hombres solamente, pero seguramente más inteligentes y más enérgicos que los protohititas autóctonos, y desde el momento de su aparición dieron prueba de su alto sentido político, que no excluía, empero, la realidad de su fuerza militar.

En otras palabras, su poderío debió ser tan grande que en parte alguna encontraron resistencia digna de mención.

Invadieron, pues, el país, pero tuvieron la suficiente cordura de no esclavizar a los pueblos subyugados, y de este modo se granjearon la amistad y el respeto de los indígenas, que se convirtieron en sujetos leales del nuevo Estado.

Es curioso que los primeros reyes hititas tuvieran interés en que su dinastía pareciera remontarse a la de los antiguos soberanos de la casa de Kusara, hasta aquel mismo rey Annitas que destruyó a Hattusas y lanzó el anatema contra quien osara reconstruir la ciudad en el «desfiladero angosto».

Bien poco sabríamos actualmente de los primeros reyes de los hititas si uno de ellos, que vivió unos 150 años después de la conquista del territorio, no hubiera hecho preceder sus edictos de una introducción histórica encaminada a justificar la necesidad de las reformas por él preconizadas. Telebino, que tal era su nombre, cita como padres del nuevo Imperio a tres soberanos:

Labarna, Hattusil I y Mursil I.

El nombre de Labarna lo encontramos posteriormente identificado con el de «rey», como símbolo y sinónimo de grandeza y de poderío, igual que más tarde el de César dio origen a los títulos modernos de zar y káiser.

Los datos que se poseen de aquellos primeros tiempos son muy imprecisos; pero, no obstante, de ellos se desprende que sus predecesores Tudhalia y Pusarrumas casi no son otra cosa sino nombres que se pierden en la bruma de la protohistoria, mientras que Labarna debe ser considerado como el verdadero fundador del primer Imperio hitita.

«Y el país era pequeño…», «Siempre que entraba en campaña derrotaba a sus enemigos». Agrupó las ciudades-Estados y los pequeños reinos en una gran unidad política; ensanchó las fronteras del nuevo Estado en dirección al oeste y extendió la influencia hitita hacia el sur y el norte, tal vez hasta las mismas orillas del mar Negro y del Mediterráneo.

Todo parece indicar que Labarna fue el primero que consolidó la institución de la monarquía al dictar las disposiciones que en cierto modo garantizaban la sucesión al trono. A partir de entonces el soberano podía nombrar a su sucesor.

Su hijo Hattusil I (1650-1620 antes de Jesucristo) pudo apoyarse, al iniciar su remado, en una base política sólida, y se aplicó en fortalecerla mediante nuevas conquistas. Atravesó la frontera avanzando hacia Alepo, al sur, para establecer allí un Estado tampón cuya misión sería la de proteger su Imperio. Pero sus enemigos más peligrosos no los tenía ante sí, sino a su espalda.

Al regresar, enfermo, de la campaña de Alepo, redactó un documento sin equivalente en la literatura antigua. Las lamentaciones del rey Hattusil I moribundo alcanzan una gran intensidad poética y constituyen al propio tiempo su testamento.

«Así hablaba el gran rey, el Labarna, a la asamblea y a los dignatarios:

»He aquí que me encuentro enfermo y postrado en cama. Con estas palabras os he presentado el niño Labarna, que me sucederá en el trono. Yo, el rey, le he llamado mi hijo, le he abrazado, ensalzado y mimado. Pero no hay palabras bastantes para calificar su conducta durante mi enfermedad.

»No ha derramado una sola lágrima, ni ha demostrado compasión alguna.

»Es frío y no tiene corazón.

»Entonces yo, el rey, le he mandado llamar a mi lecho.

»Pues qué, si esto es así, ¿quién seguirá educando a un sobrino como si fuera un hijo? Pero ni siquiera ha hecho caso de las palabras del rey. Solamente ha prestado oídos a las de su madre la serpiente.

»Sus hermanos y sus hermanas le han mal aconsejado una y otra vez y él les escuchó. Y yo lo he sabido, yo, el rey.

»Pues bien, si quiere lucha, la tendrá.

»Basta ya de esto. Éste ya no es mi hijo.

»Pero he aquí que su madre berrea como una vaca:

»Dentro de mi matriz viviente arrancaron la pierna al becerro; lo han destruido, ¡y tú quieres asesinarle!

»Pero yo, el rey, ¿es que hice algún daño?

» ¿No le nombré sacerdote?

»Siempre le colmé de honores y continuamente me preocupé por su bienestar.

»Pero él, en cambio, nunca correspondió a mi cariño. Si pudiera salirse con la suya, ¿cómo podría amar a Hattusas?».

Hattusil, moribundo, escoge a su nieto Mursil para sucederle en lugar del ingrato, y castiga a su sobrino y a su hermana, les reduce la asignación y les confina a su residencia forzosa.

Luego se extiende en consideraciones sobre los principios que, a su juicio, deben servir de base a una verdadera educación de príncipe, y da a su recién nombrado sucesor algunos consejos que, en realidad, son órdenes. Aun cuando el joven deberá residir siempre en el círculo de la corte, convendrá que lleve una vida modesta a pan y agua, y sólo cuando llegue a viejo podrá catar el vino: «¡Entonces, bébelo hasta saciarte!».

Este patético documento, que es testamento y recriminación, y fue escrito hacia el año 1620 antes de J. C., constituye un enigma para los arqueólogos, pues en la literatura de la antigüedad no hay otro ejemplo de tal belleza y simplicidad en el lenguaje, y en el que con tanta habilidad se mezclan la narración al diálogo, los consejos a las lamentaciones.

Si fuere un caso único, rayaría en el milagro, pero nuestra experiencia nos inclina a creer que este testamento de Hattusil I sólo puede ser la culminación de una larga evolución literaria. Hasta ahora, sin embargo, en apoyo de esta tesis no disponemos de ningún indicio que hable en favor de un proceso literario dentro del conglomerado del reino hitita.

Uno de los más recientes comentaristas de la cultura hitita, la doctora alemana Margarete Riemschneider, llama a este documento «un espejo de príncipes», lo que implicaría que fue redactado por razones de alta política.

Esto no resulta muy convincente a juzgar por el tono sumamente personal de los últimos párrafos. De todos modos, aunque así fuera, esta tesis solamente explicaría la génesis del testamento, pero de ninguna manera su impecable redacción.

Según los términos del testamento, uno de los últimos actos oficiales de Hattusil I fue la designación de un nuevo sucesor, Mursil, en lugar del mal aconsejado primogénito Labarna. Este Mursil I (1620-1590) estrechó los lazos un tanto endebles que unían la confederación de las ciudades-Estados e incorporó éstos al primer Imperio hitita, el cual, regido por él, llegó a ser la tercera gran potencia del Oriente Medio, al nordeste del Imperio de los faraones y al noroeste de los grandes reyes de Babilonia.

El nombre de Hatti inspiraba ahora respeto y temor. Después de la conquista de Alepo —en cuya empresa fracasara su padre adoptivo— avanzó triunfalmente en dirección sudeste y se apoderó de Babilonia; una campaña tan heroica y absurda como la de Alejandro el Magno hacia la India, la de los emperadores alemanes por Italia y Tierra Santa y las de Carlos XII de Suecia y Napoleón para conquistar Rusia. Babilonia cayó, pero era evidente que Mursil no podría conservar una ciudad situada a dos mil kilómetros de Hattusas, y no hablemos de incorporarla a su Imperio.

En 1590 antes de J. C, poco después de su regreso, Mursil era asesinado por su cuñado. Esta fecha es uno de los pocos datos precisos que poseemos de la historia hitita, pues coincide con las referencias hace tiempo conocidas de los anales mesopotámicos sobre la caída de la primera dinastía babilónica.

Detrás de la serie de nombres sonoros y bárbaros de Hantil, Zidanta, Ammuna, Huzzia se ocultan intrigas palaciegas, luchas dinásticas por el poder entre los reyes, la nobleza y el clero; verdaderas tragedias shakespearianas, pues el Imperio hitita tuvo sus Hamlets, sus Macbeths y sus Ricardos III, tres mil años antes de que el genial inglés de Stratford-on-Avon viniera al mundo.

El parricidio y el fratricidio eran el camino más corriente para escalar el trono: viudas ambiciosas, regentes y tutores ávidos de poder gobernaban el país durante la minoría de los futuros reyes.

Solamente la legitimación de la idea de la realeza podía poner orden en este caos, y esta idea culminó en la implantación de un sistema sucesorio hereditario.

Telebino fue el promotor de esta reforma necesaria y trascendental, con lo cual, por decirlo así, quedaba instituida la monarquía constitucional. El porvenir de la monarquía estaba asegurado por la accesión automática al trono del heredero varón, pero se reservó al Pankus, o Consejo de los Nobles, el derecho de jurisdicción, incluso sobre el propio rey, al que podían reprender si sospechaban que planeaba el asesinato de algún familiar suyo, llegando hasta poder condenarle a muerte si se demostraba su participación en el crimen cometido. Era imposible idear una ley más a propósito para acabar radicalmente con la situación existente hasta entonces.

Como Telebino disponía de fuerza suficiente para hacer respetar la autoridad real, las atribuciones del Pankus quedaban prácticamente limitadas a intervenir en casos de asesinato de algún miembro de la familia real, o sea que su función resultaba puramente honorífica, pues desde que la monarquía era hereditaria, el asesinato político ya no tenía razón de ser.

Por otra parte, como los soberanos hititas, contrariamente a la costumbre oriental —y ello puede ser una prueba más de su origen indoeuropeo—, no se atribuían una estirpe divina, en fin de cuentas era el Pankus el mejor garante de la legitimidad de la monarquía.

Esta primitiva forma de monarquía constitucional, que no reaparece hasta muchos siglos más tarde en la historia de Occidente, es un buen sujeto de investigación para los historiadores de derecho político.

No puede sorprender, teniendo en cuenta lo que antecede, que date de este período la primera codificación de las leyes hititas, realizada probablemente por el propio Telebino.

Estas leyes se basaron en recopilaciones anteriores y se inspiraron a no dudar en las tablillas asirías y babilónicas, pero en lo que este código difiere mucho de los otros textos orientales es, sobre todo, en lo que se refiere a la relativa benignidad de los castigos. Contiene, además, tales innovaciones jurídicas que causa admiración.

Desgraciadamente, es bien poco lo que sabemos del resultado que dio en la práctica la nueva legislación promulgada por Telebino.

Durante décadas los arqueólogos no hicieron más que emitir teoría tras teoría y todas resultaron falsas por haberlas basado en un malentendido, como en algún momento de su historia se ha producido en todas las disciplinas científicas.

Hace dieciocho años los arqueólogos situaban a Telebino entre los años 1620-1600 antes de J. C, mientras que doce años antes Forrer había fijado el año 1775. Según esta cronología, los textos siguientes de que disponemos se interpolan en una fecha alrededor del año 1430, o sea que después del reinado de Telebino se habría extendido un período de dos siglos durante el cual aparentemente no habría sucedido lo que se dice nada, no habiendo sido posible encontrar ningún documento, ninguna inscripción, ningún objeto hitita que a él se refiriera.

Jamás se ha dado en la historia otro caso semejante, que dos siglos desaparezcan sin dejar el menor rastro. Ni mediante comparaciones con la historia de otros pueblos vecinos era posible llenar este vacío.

En su Lista de los reyes hititas, Kurt Bittel, el sucesor de Winckler en las excavaciones de Bogazköy, dejó simplemente un «blanco» que correspondía a este vacío de dos siglos, del 1600 al 1400, aproximadamente. Albrecht Götze, uno de los más eminentes hititólogos contemporáneos, también quedó perplejo ante el mismo vacío, pero prometió que el enigma sería pronto resuelto.

«Provisionalmente —dijo— voy a sugerir que el eclipse hitita concuerda con el apogeo del poderío hurrita en el imperio de Mittani». «Solamente hacia 1430, o sea después de un período durante el cual los hititas habrían descendido y se habrían mantenido en un insignificante rango provinciano, vuelven los documentos encontrados a facilitar nuevamente algunas indicaciones».

¿Puede admitirse sin más ni más este período de doscientos años de «insignificancia provinciana» en la historia de un gran Imperio?

Supongamos que suprimiéramos de la vida de los pueblos de Occidente un período similar, por ejemplo, del 1500 al 1700 de nuestra era. En este caso, dos épocas esencialmente distintas, la Edad Media y la Moderna, con sus respectivas culturas, se sucederían y enfrentarían en la historia sin transición alguna.

Ese sí que sería un inmenso vacío difícil de concebir, esa historia sin el descubrimiento del Nuevo Mundo, en la que no figuraría el poderío y la grandeza de las Españas, la expansión de Portugal, ni la época barroca, ni la Reforma, que dejó sentir su influencia en todos los aspectos de la civilización, el comienzo de la ciencia moderna con las obras de Giordano Bruno, Tycho Brahe, Kepler, y los sistemas criticofilosóficos de Hobbes, Spinoza y Leibnitz, y la aparición del teatro mundial con Shakespeare, Moliere y Calderón.

Imaginémonos por un momento el apuro de los historiadores para llenar el vacío de esos 200 años, suponiendo que los últimos documentos disponibles se refieran todavía a Carlos V y los siguientes a Federico el Grande de Prusia; pero no es otro el problema que los hititólogos creían tener ante sí. Estos dos siglos, durante los cuales las poblaciones del Asia Menor parecían haber desaparecido en la noche del olvido, dieron origen a las conjeturas más estrafalarias. Todas las hipótesis resultaron falsas.

Ahora que el secreto ha dejado de serlo, ahora que sabemos a qué atenernos sobre el «eclipse hitita», sería muy fácil decir, como en las charadas, que la solución era muy sencilla. Pero, no obstante, lo raro del caso es que nadie soñara en comprobar minuciosamente los datos cronológicos que de los acontecimientos en el Asia Menor se poseían, o por lo menos no deja de sorprender que a nadie se le ocurriera sospechar —que no implica demostrar— que en la vida de un pueblo doscientos años sin historia es un absurdo y que, por consiguiente, quizá todo proviniera de un error en la cronología hasta entonces admitida como exacta.

Para mejor tratar esta cuestión con el debido conocimiento de causa, es indispensable hacer una pequeña incursión en el campo de la cronología.