Capítulo 4

Del arte de descifrar

Para el profano en arqueología nada hay más enigmático y que más relación parezca tener con las artes diabólicas que la lectura de las inscripciones que han permanecido bajo tierra, cubiertas de escombros o de arena, y que fueron obra de un pueblo desaparecido hace ya tanto tiempo, con el cual no nos une vínculo alguno de continuidad histórica o racial.

Ni con la mejor buena voluntad del mundo es posible describir en pocas palabras los principios fundamentales de este arte digamos diabólico, siendo preciso que el lector preste toda su atención. Por eso aconsejaríamos, a los que sientan impaciencia por conocer algo del destino del pueblo hitita, que salten los capítulos 4 al 6, que más tarde los podrán leer con aumentado provecho. Pero a quien no le asuste un poquito de esfuerzo mental y desee seguir el desarrollo lógico de nuestro tema, que continúe leyendo.

Son múltiples los problemas que desde buen principio suscita el descifre de inscripciones antiguas. Todos nosotros hemos aprendido el latín, una lengua muerta, y todos podemos leer las viejas inscripciones en los arcos de triunfo romanos que se remontan a dos mil años; muchos no sólo saben leerlas, sino incluso comprenderlas. Como lengua popular el latín desapareció con el Imperio romano, pero se conservó como lengua de formación clásica, y jamás dejó de cultivarse a pesar de ser una lengua, como hemos dicho, muerta.

Éste ha sido un caso único, que no han conocido la mayoría de las lenguas del Antiguo Oriente. Los arqueólogos del siglo pasado exhumaron innumerables documentos, inscripciones rupestres, tablillas y planchas de arcilla, sigilos, tablas de madera y papiros. Algunos de estos documentos estaban escritos en una lengua desconocida, pero en caracteres de una lengua ya familiar. Otras veces era exactamente lo contrario lo que sucedía, se conocía la lengua, pero se ignoraba la escritura.

Y también en muchos casos las inscripciones estaban redactadas en lengua y escritura totalmente desconocidas, y por si esto fuera aún poco, se trataba de monumentos de un pueblo del que no se tenía ni la más remota idea.

Unos años antes, William Wright se había enfrentado con un rompecabezas semejante cuando arrancara de la pared del mercado la piedra célebre de «Hamath», cubierta de inscripciones ininteligibles escritas en una lengua extraña por un pueblo, por decirlo así, anónimo.

He aquí lo que todavía en 1948 decía la arqueóloga americana Alice Kober, que había contribuido en gran manera a descifrar las inscripciones de Creta: «No hay que darle vueltas; una inscripción es inescrutable cuando está escrita en caracteres incomprensibles y en una lengua desconocida».

En la actualidad sabemos que la famosa piedra de «Hamath» está cubierta de los signos jeroglíficos que eran propios del pueblo hitita. Estos jeroglíficos han sido prácticamente descifrados, y la lengua hitita puede decirse que ya no tiene secretos.

Para dar una idea de cómo pudo llegarse a la solución del enigma, vamos a rehacer el camino seguido por los hititólogos que utilizaron en sus investigaciones las tablillas de arcilla de Bogazköy, escritas, como sabemos, en una lengua del todo desconocida, pero en caracteres cuneiformes legibles.

Las primeras tentativas en el arte de descifrar las inscripciones antiguas se remontan a unos 150 años atrás solamente. Los resultados espectaculares y clásicos, unidos para siempre a los nombres de Georg Friedrich Grotefend y Jean-François Champollion, fueron posibles porque en ambos casos se conocía uno de los elementos que componían el texto. Para Grotefend, el descifrador de la escritura cuneiforme, el elemento era al principio puramente hipotético, pues se basaba en los nombres de tres reyes persas conocidos, pero operando por deducción observó por fin que sus suposiciones eran correctas, y así pudo indicar el camino a sus sucesores.

En cuanto a Champollion, que descubrió el secreto de los jeroglíficos egipcios, el elemento conocido fue un texto griego y por ende legible. En la piedra trilingüe de Rosetta consiguió aislar el nombre de Ptolomeo, mencionado en la versión griega, nombre que pudo ser identificado gracias a que se hallaba encuadrado dentro de un grupo de ideogramas. Champollion pensó que los signos egipcios encerrados en el marco correspondiente pudieran representar lo mismo, y las letras que lo componían le proporcionaron la pauta con que poder seguir adelante.

Tanto en un caso como en otro, la clave del enigma la facilitaron los nombres propios obtenidos por analogía, y en lo sucesivo éste resultó el mejor método para descifrar escrituras desconocidas.

El filólogo alemán Ernst Sittig ha seguido recientemente un camino diferente. Al cabo de más de cincuenta años de intentos frustrados para descubrir el secreto de las antiguas inscripciones cretenses, Sittig fue el primero a quien se le ocurrió combinar el método estadístico-matemático utilizado por el Departamento de Claves del Ejército, con el antiguo método analógico de búsqueda de nombres propios empleado por los filólogos clásicos. Pero el mérito de haber logrado descifrar las inscripciones cretenses pertenece a un profano, al inglés Michail Ventris —arquitecto especializado en la construcción de casas prefabricadas—, el cual aplicó el procedimiento clásico de la interpretación de los nombres propios.

Sin embargo, el ideal de todos los filólogos, al enfrentarse con textos escritos en un sistema desconocido, era encontrar una inscripción bilingüe. Pero muy raramente se ha reproducido el afortunado caso de Champollion, lo cual, por otra parte, tampoco ha sido indispensable, puesto que desde entonces se ha progresado enormemente en este aspecto, y a los indicios que nada significarían para aquellos precursores de la arqueología, se les ha atribuido luego un carácter trascendental, sin contar que con cada nuevo descifre, aumentan los conocimientos que poseemos de las relaciones que existían entre las lenguas antiguas.

Por raro que parezca, en 1786, o sea mucho antes de que se llevasen a cabo los primeros descifres, alguien había notado ya el parentesco lingüístico que unía unas con otras a las lenguas de la Antigüedad. Y esto no sucedió, como pudiera esperarse, en los hogares clásicos por excelencia de las investigaciones sobre el Asia Menor, o sea en los gabinetes de trabajo de los sabios en Inglaterra o en Alemania, sino en la India.

El políglota genial a quien debemos este descubrimiento, el más importante en los anales de la Arqueología, era a la sazón juez principal en la Supreme Court of Judicatura de Calcuta, y en sus horas de asueto se ocupaba menos del problema de las comparaciones lingüísticas que de la traducción y compilación relacionadas con las leyes indoístas y musulmanas.

Se llamaba William Jones. Había nacido en Londres en 1746; estudió historia y lenguas antiguas y luego enseñó en Harrow lenguas orientales (persa, árabe y hebreo), pero abandonó su cátedra por motivos de índole económica, pues el sueldo de profesor no le bastaba, y entonces se consagró al estudio de la jurisprudencia.

Buena prueba de sus aptitudes es la rapidez con que hizo una brillante carrera en esta nueva rama del saber, y también lo es de su inteligencia el que, además, fuera Jones el primero en poner en evidencia la afinidad existente entre las lenguas indoeuropeas (que los alemanes llaman, erróneamente, indogermanas), el único descubrimiento filológico trascendental que ha influido en casi todos los campos de la investigación histórica.

El estudio de las lenguas indoeuropeas, en efecto, no solamente dio un gran impulso a nuestros conocimientos de la historia antigua en general, sino que abrió también nuevas perspectivas a la etnología (grandes invasiones y mezclas de razas), a la geografía antigua, a la sociología (formación e índole de las primeras sociedades indoeuropeas y del derecho familiar) e incluso a la zoología y a la botánica (dispersión de la fauna y de la flora en la época protohistórica, difusión de la domesticación animal).

Si a Jones no le hubieran trasladado a la India, tal vez no se hubiera dedicado a fondo al estudio del sánscrito, la lengua literaria y de los brahmanes. Fue partiendo del sánscrito que observó en las lenguas una armazón oculta, y descubrió, detrás de la fachada de cada uno de los innumerables lenguajes, un rasgo familiar común, de modo que las divergencias entre ellos son más aparentes que reales.

El juez inglés no disponía de mucho tiempo en la India para profundizar su teoría y ni siquiera dio un nombre a esta nueva rama de la filología. Esto estaba reservado a un médico de la generación siguiente, también inglés, Thomas Young, codescubridor, con Champollion, de los jeroglíficos egipcios.

Otros continuaron la obra que Jones iniciara. Citemos entre ellos a Rasmus Christian Rask (1786-1832), filólogo danés, gran viajero, cuya apariencia mundana en nada recordaba al profesor de universidad tal como nos lo imaginamos por lo general. Acostumbrado a estudiar los asuntos sobre el terreno, viajó durante cuatro años por Persia y la India.

Fue todavía más importante la labor del alemán Franz Bopp (1791-1867), quien a los cuarenta y dos años dio comienzo a su gran obra, cuya parte principal terminó dieciséis años más tarde: Gramática comparada del sánscrito, del zenda, del griego, del latín, del lituano, del gótico y del alemán. Aplicó a la comparación lingüística métodos rigurosamente científicos y puede considerársele como el Winckelmann de la filología moderna.

En resumen, esta obra prueba que existe un grupo de lenguas conocidas bajo el nombre de «indoeuropeas» por razón de su expansión geográfica, cuyo vocabulario y cuyas declinaciones presentan evidentes afinidades. Un buen ejemplo de ello es la palabra «padre» en español, «Vater» en alemán, «father» en inglés, «pére» en francés, «pater» en latín, «patér» en griego, «athir» en gaélico, «fadar» en gótico, «pita» en sánscrito, y «pacar» en tocario. Cuanto más antiguas son las lenguas que se trata de investigar, tanto más patentes son las semejanzas entre ellas, prueba evidente de que toda una serie de lenguas, hoy aparentemente muy diversas entre sí, proceden de una lengua original común.

Fue decisivo el descubrimiento de que las modificaciones en las vocales, así como las de las desinencias de las lenguas dentro de un mismo grupo, obedecieron a reglas fijas. Gracias a este descubrimiento capital pudo reconstruirse el proceso evolutivo inverso de dichas transformaciones cuando se dispuso de elementos de comparación suficientes. En otras palabras, teniendo en cuenta la evolución sufrida por una lengua antigua de origen indoeuropeo reconocido, pudo ésta reconstituirse sistemáticamente a partir de los fragmentos todavía existentes. Y como se observaron pronto dentro de la gran familia de las lenguas indoeuropeas otros grupos menores con afinidades más notorias, su legalización geográfica o étnica permitió sacar nuevas conclusiones.

En esto radica precisamente la importancia que para el arqueólogo tiene el estudio de las lenguas indoeuropeas; pues no solamente le ayuda a descifrar unos signos, sino que tiene además un valor inapreciable cuando se trata de reconstituir el vocabulario, la estructura y la gramática de una lengua cuyos vestigios epigráficos son más bien escasos.

No debe extrañar que los primeros «indoeuropeizantes» fuesen objeto de burla, pues, verdaderamente, a primera vista parecía ridículo el querer sostener que existía un parentesco lingüístico entre el afganistánico, el islandés, el sánscrito, el ruso, el zíngaro, el frisio, el latín y el viejo prusiano. Y, sin embargo, así es.

Esta teoría parecía, empero, tanto más verosímil cuanto que el área de dispersión geográfica de esta familia de lenguas indoeuropeas va desde la India, pasando por el Asia Anterior, hasta Europa occidental, o sea que comprende un espacio que cordilleras, mares y desiertos dividen en sectores poblados por las razas más heterogéneas.

Todavía hoy les quedan muchos problemas por resolver a los «indoeuropeizantes» (aún falta, entre otros, ponerse de acuerdo sobre el lugar de origen de las lenguas indoeuropeas, que se supone pudiera estar situado entre el sur de Rusia y Europa Central), pero la estrecha relación existente entre las lenguas indoeuropeas, en evidente oposición a otros grupos de lenguas de la raza blanca (el camitasemítico, el caucásico, el dravídico y el vasco), ya nadie lo pone en duda, y es sólo una cuestión que sigue ocupando a los investigadores.

Además de los métodos ensayados y gracias a los cuales durante el siglo pasado fue posible llegar al descifre de inscripciones y de lenguas muertas, en el caso de las tablillas hititas de Bogazköy fue sobre todo gracias al estudio de las lenguas indoeuropeas que se logró dar con la clave del enigma.

Por una extraña casualidad, el hombre que por primera vez utilizó esta clave no era ningún «indoeuropeizante», sino un asiriólogo, o más exactamente, un semitólogo, pues el asiriobabilónico se clasifica entre las lenguas semiticorientales.

El Informe preliminar es al sabio lo que una reivindicación de patente para el inventor técnico. En ambos casos lo que se persigue es asegurar una prioridad al que intuye algún hecho nuevo.

En diciembre del año 1915 la revista Comunicaciones de la Sociedad Oriental Alemana publicó bajo la firma del doctor Friedrich Hrozny el artículo titulado: La solución del problema hitita. Informe preliminar.

El autor empieza justificando la prisa que corre la publicación de su artículo:

«Me han inducido a publicar desde ahora la introducción en forma abreviada de mi artículo en las Comunicaciones de la Sociedad Oriental Alemana, de una parte la guerra actual, que posiblemente retrasará la conclusión y la publicación de mis trabajos, y de la otra el hecho que tal vez otros estén pendientes de publicar algún libro sobre el mismo problema hitita».

Era realmente sorprendente que en tan poco tiempo alguien hubiera logrado la solución del misterio de las planchas cuneiformes hititas, pero todavía causa más asombro, mejor dicho, sensación, a los especialistas el resultado de la solución, pues nadie había atinado en ello.

A la muerte de Winckler, la Sociedad Oriental Alemana había confiado a un grupo de jóvenes asiriólogos el estudio y la trascripción de todos los documentos epigráficos hititas procedentes de Bogazköy. El grupo se dividió, desde el primer momento, en dos clanes. Unos se agruparon alrededor del alemán Ernst F. Weidner, sabio dogmático, rígido y concienzudo, mientras los otros seguían al activo y excelentemente dotado Friedrich (también Bedrich) Hrozny, de nacionalidad checa, pero nacido en Polonia el año 1879.

Al estallar la primera guerra mundial, Alemania movilizó inmediatamente a los filólogos, entonces considerados como personajes inútiles. Weidner, que era un verdadero gigante, fue destinado a la artillería pesada y alcanzó el grado de suboficial, mientras que su contrincante Hrozny ingresaba en el ejército austrohúngaro, en donde pasó a depender del ya mencionado teniente Kammergruber, el cual le tomó simpatía al joven profesor por su gracia vienesa, llegando hasta dispensarle, en cuanto le era posible, de sus obligaciones militares, a fin de que pudiera consagrarse a sus investigaciones filológicas.

En las palabras que siguen le muestra Hrozny así su agradecimiento:

«Este fascículo ha tomado su forma definitiva mientras su autor estaba movilizado», y añade en honor de la verdad, que también escribió por la misma época el segundo fascículo.

Si tenemos en cuenta que tales artículos, a pesar de su brevedad, no eran simples folletines, sino que constituían la obra maestra de la hititología, de una erudición formidable, hay que reconocer que, en bien de la ciencia, la guerra no fue dura con él, gracias a Kammergruber, sin cuya protección no le hubiera sido posible desplazarse a Constantinopla, en donde durante varias semanas tuvo libre acceso a los documentos hititas cuneiformes, cosa que en las excepcionales circunstancias de entonces ningún otro sabio europeo hubiera podido conseguir.

Mientras Hrozny coqueteaba así con la suerte, su menos afortunado contrincante cumplía con sus deberes militares literalmente al pie del cañón, pero no debemos ser injustos con él, y aún menos porque, según sabemos ahora, Weidner andaba algo despistado en sus suposiciones. Por otra parte, sería absurdo pretender que Hrozny llegó a poder descifrar la lengua hitita porque dispuso de más tiempo que su rival. Hrozny tenía detrás de sí una brillante carrera. A los 24 años había tomado parte en unas excavaciones al norte de Palestina, se había destacado por las comunicaciones que había publicado sobre textos cuneiformes y, en 1905, a los veintiséis años, era nombrado profesor en Viena.

Con los conocimientos excepcionales que tenía en su haber y gracias a su temeridad científica, Hrozny abordó decididamente el problema. Lo hizo desde un punto de vista imparcial, reacio a seguir las huellas de los demás, y aún decidido a dejarse sorprender por la realidad de los hechos y a comprobar éstos escrupulosamente, incluso si resultaba que sus conclusiones iban a echar por tierra las teorías entonces en curso.

Por el mismo Hrozny sabemos que cuando puso manos a la obra que debía hacerle célebre, no tenía la menor idea de la lengua que acabaría por descubrir.

No vamos a extendernos en demasía detallando el curso de los trabajos de Hrozny, puesto que ello nos llevaría a compartir sus investigaciones y aprender las mismas lenguas que él. Pero con semejante modelo no olvidaremos que la asiduidad y la aplicación son la base de los grandes descubrimientos.

En realidad no habría manera alguna de describir el desarrollo de uno de esos desciframientos modernos si, como en toda la historia, no llegara el momento en que se alcanza el punto culminante en el que las innumerables consideraciones y los razonamientos, las deducciones y las interminables indagaciones se resuelven, por decirlo así, en una sola idea-clave, que es precisamente la decisiva. Y esta idea, verdadera piedra de toque del éxito, a menudo es bien sencilla.

Como principales puntos de partida de Hrozny tenemos, en primer lugar, la identificación de los nombres propios, y luego la certidumbre de que los textos hititas contenían «ideogramas».

Como sucedió también en todas las demás escrituras, la grafía cuneiforme asiriobabilónica utilizada en los textos de Bogazköy fue principalmente pictográfica, para transformarse más tarde en silábica, pero conservando no obstante una gran cantidad de los signos primitivos que los hititas tomaron de los babilonios, gracias a lo cual pudieron ser leídos, y en este caso también comprendidos los signos como tales, a pesar de ignorarse la lengua en que estaban escritos.

Para mayor claridad pondremos el siguiente ejemplo: cuando vemos la cifra «10» en un texto alemán, español, francés o inglés, la comprendemos en todos los textos, aun cuando solamente conozcamos una de dichas lenguas, e incluso ninguna, y no importa en absoluto que en Alemania se diga «zehn», en Francia «dix», en Inglaterra «ten» y en España «diez».

Fue procediendo de este modo, o sea valiéndose de los ideogramas, que Hrozny consiguió descifrar las palabras «pez» y «padre», y luego se dedicó a la minuciosa y agotadora tarea de ir tanteando palabra por palabra y una forma tras de la otra, hasta que por fin advirtió un buen día (sólo a través de las modificaciones por flexión de las palabras, sin comprender, empero, el significado de frase alguna) que la lengua hitita presentaba formas gramaticales (particularmente una construcción de participio), típica del grupo de las lenguas indoeuropeas.

Lo menos que puede decirse es que el descubrimiento era desconcertante.

Sobre la lengua hitita existían ya entonces varias teorías, pero a excepción de un solo filólogo (el cual, por otra parte, había de retractarse luego), nadie había caído en la cuenta de que pudiera tratarse de una lengua indoeuropea, ni a nadie podía ocurrírsele, pues el pretender insinuar que a mediados del segundo milenio antes de J. C. un pueblo indoeuropeo había dominado en el interior de Anatolia, hubiera sido contrario a todas las conclusiones consideradas como artículo de fe por los historiadores orientalistas.

No es de extrañar, pues, que Hrozny desconfiara de sí mismo y que, temiendo encontrarse ante coincidencias lingüísticas, sólo a regañadientes se decidiera a exponer los nuevos indicios, los cuales, según él, demostrarían el carácter indoeuropeo de la lengua hitita.

Pero llegó un día en que estudiando Hrozny un determinado texto, y asustado por la audacia de su propia tesis, tomó aliento y se atrevió a decirse: «Si tengo razón en la interpretación de esta línea, se producirá una verdadera revolución científica». Como la frase tenía para él un significado bien claro, no le quedaba sino la solución de revelar lo que había observado, arrostrando el riesgo de derrumbar todas las teorías de los demás filólogos.

El texto que incitó a Hrozny a tornar esta decisión es éste: nu ninda-an ezzatteni vâdar-ma ekutteni.

En esta frase había tan sólo una palabra conocida: «ninda» = pan, que fue identificada por analogía con el ideograma sumerio.

Hrozny supuso que en un texto que contenía la palabra «pan», puede que se encontrara también —aunque no era del todo seguro, naturalmente— la palabra «comer», Como para entonces ya se sentía abrumado por el presentímiento y por los indicios de que la lengua hitita perteneciera al grupo de las indoeuropeas, para no dejar en el aire ninguna tentativa reunió algunas expresiones indoeuropeas de «comer», en busca de la palabra cuya consonancia tuviera alguna afinidad con la hitita que significase lo mismo.

Empezó escribiendo la palabra «comer» en latín: edo, luego en inglés eat, después en alto alemán antiguo… y en el preciso instante de escribir ezzan, que en alemán antiguo significa también «comer», vio que iba por buen camino, pues ezzan corresponde a la palabra ezzatteni de la frase hitita.

La siguiente palabra importante, y que encajaba a no dudar en el texto hitita, era vâdar. Claro que asociada con «pan» y «comida» podía designar algún alimento, pero Hrozny, igual que un perro de caza siguiéndole el rastro a una pieza, siempre a la pista de las lenguas indoeuropeas, tropezó esta vez con la palabra inglesa water, en alemán wasser, y en sajón antiguo watar.

Para abreviar vamos a dejar a un lado las complicadas consideraciones gramaticales que permitieron descubrir el sentido general de la frase, que Hrozny tradujo así:

Ahora comerás pan y luego beberás agua.

La interpretación de Hrozny confirmaba plenamente la tesis expuesta ya en 1902 por el orientalista noruego J. Á. Knudtzon, pero de la que tuvo que retractarse ante el sarcasmo de los especialistas, según la cual la lengua hitita pertenecía al grupo indoeuropeo.

Pero esto no era todo.

Como, según los arqueólogos, la redacción de los textos de Bogazköy se remontaba a los siglos XIV y XV antes de J. C., y sabiendo, además, que muchos de estos textos eran transcripciones de documentos mucho más antiguos, probablemente del siglo XVIII, Hrozny podía reivindicar el honor de haber descubierto la lengua indoeuropea más antigua, la cual podía competir en antigüedad con los primitivos elementos del Rigveda, con los libros sagrados hindús, empezando a mediados del segundo milenio.

El 24 de noviembre de 1915, o sea en plena guerra, dio Hrozny una conferencia —que fue publicada un mes después— sobre el descifre de la escritura hitita, ante la Sociedad Alemana del Próximo Oriente, en Berlín, pero su obra maestra no apareció hasta el año 1917, en Leipzig, bajo el título: La lengua de los hititas. Su estructura y su vinculación al grupo de las lenguas indoeuropeas, y en las primeras páginas declaraba:

«Este libro tiene por objeto dar a conocer la naturaleza y la estructura de una lengua hasta ahora misteriosa, la lengua que hablara en otro tiempo el pueblo hitita». Y añade, con una naturalidad que deriva de una presuntuosa convicción, que su obra aducirá la prueba de que, en lo esencial, la lengua hitita debe ser considerada como perteneciente al grupo indoeuropeo.

Y cumplió ciertamente la promesa, pues a lo largo de las 246 páginas presentó Hrozny la explicación más completa que haya jamás visto la luz sobre el descifre de una lengua muerta. Ya no se trataba de simples hipótesis más o menos ingeniosas, ni de tanteos ni de suposiciones, sino de realidades; de resultados tangibles. Al propio tiempo, como es natural, aprovechó la oportunidad para saldar cuentas con sus adversarios.

Poco antes de terminar su labor tuvo Hrozny ocasión de leer, en la biblioteca de la Universidad de Viena, el libro Estudios sobre la filología hitita, que acababa de publicar su rival Weidner, y en el apéndice del suyo, deja Hrozny constancia de que «Weidner, el cual parece haber cambiado de parecer desde el verano de 1917, reconoce que no se le puede negar una cierta influencia aria a la lengua hitita» y atribuye este cambio de opinión al hecho de que Weidner había leído su mencionada Información preliminar. En una nota llena de interrogantes muy hábiles, aun cuando no le acusa abiertamente, da por descontado que Weidner se ha apropiado de ciertas ideas suyas, «pero evitando citar mi nombre en todo 16 posible».

Por desagradables que sean, tales reproches no pueden sorprender. En una época de suposiciones, en la que se andaba todavía prácticamente a ciegas, las teorías de Weidner en modo alguno podían considerarse como descabelladas. El mismo Hrozny reconoce que la lengua hitita contiene también ciertos elementos extraños, probablemente de origen caucásico. Por una parte escribe: «Es de lamentar que la obra de Weidner sea deficiente desde el punto de vista de la hititología», pero por la otra añade, a regañadientes: «… que no carece de interés, y que en lo tocante a la asiriología el conocimiento de los vocabularios ha permitido realizar grandes progresos».

Pero no queremos extendernos más en los detalles de esta polémica. Consideramos que es mucho más importante citar los párrafos del decano de historiografía antigua, Eduard Meyer, en su prefacio al libro de Hrozny:

«Entre los portentosos descubrimientos que han contribuido a aumentar y a completar en todas direcciones nuestro conocimiento de la historia y de las civilizaciones primitivas, como consecuencia de las excavaciones fomentadas por la Sociedad Oriental Alemana, el del profesor Hrozny es, con mucho, el más importante.

»Ya no es solamente el arqueólogo quien, al sacar a la luz del día los tesoros y las momias reales, puede hacer revivir el fantasma del pasado; también el sabio, meditando sobre un texto desconocido, puede repentinamente sentir el escalofrío de la llamada de ultratumba.

»Ya no se trata de verbalismos filológicos. ¿No es a veces la palabra “comer”, cuando se lanza como una exclamación, sinónimo de “hambre”? Y en los arenales del desierto, ¿no se confunde “agua” con “beber”?

»Vadâr, water, wasser (agua). Después de más de tres mil años, este grito lanzado por un hitita sediento sería actualmente comprendido tanto por un frisio del litoral del mar del Norte como por un holandés de Pennsylvania en la costa oriental de América».