Hemos dicho que la cuestión hitita cobraba cada vez mayor importancia. Ahora que se conocen ya todos los datos que hicieron posible la solución del problema, resultaría cómodo hacer resaltar los tanteos y los errores en que incurrieron los primeros investigadores, los cuales, no debemos olvidarlo, partieron prácticamente de cero.
Para dar una idea de cuál era la verdadera situación hacia el año 1907, vamos a transcribir un fragmento del artículo que Hugo Winckler —al cual se deberían los entonces inminentes grandes descubrimientos— publicó en el fascículo núm. 35 de «Las Comunicaciones de la Sociedad Oriental Alemana»:
«Al lado de los monumentos auténticos de la civilización hitita en el Asia Menor, se han descubierto, mientras tanto, varios objetos que demuestran la gran influencia que sobre todos aquellos pueblos ejerció Babilonia. Fue una casualidad que casi simultáneamente al descubrimiento de los archivos de Tell-el-Amarna se exhumaran también planchas de arcilla con inscripciones cuneiformes en un lugar del Asia Menor, en la colina de Kultepe, en la proximidad de la aldea de Karaujuk, a unas tres horas de camino de Kaysariye. Estos textos, sin gran importancia y de difícil lectura además, demostraron, sin embargo, la influencia que sobre el Asia Menor ejercieron los países que empleaban la escritura cuneiforme; en este aspecto resultó ser un hallazgo interesantísimo, por cuanto venía a completar las escasas cartas encontradas en Tell-el-Amarna dirigidas a los faraones por los soberanos del Asia Menor, entre las cuales existían unos fragmentos de una carta de Shubiluliuma, rey de Chatti, y otras dos más que en lugar de esclarecer el problema planteaban otros. Una de ellas era una carta dirigida por Amenofis III al rey Tharchundaraus, de Arzawa, país que según toda probabilidad debió de existir en alguna parte del Asia Menor, sin que se sepa exactamente dónde. En otra se cita a un príncipe llamado Lapawa, cuyo reino, según se indica en otro lugar, lindaba al norte con el de Jerusalén, o sea, más o menos, por la región del Carmelo. Era inexplicable la relación que podía existir entre estos hechos y el empleo en Palestina, precisamente en el lugar en donde luego se erigió el reino de Israel (Samaría), de una lengua que era evidentemente la del país de Arzawa».
Al lector avisado no le habrá pasado inadvertido que aun cuando presentado en lenguaje florido de especialista, en el fondo se trata del mismo problema que hemos expuesto brevemente en el capítulo precedente al hablar de las cartas de Arzawa.
Y ahora, anticipando los acontecimientos, cosa que a los arqueólogos de entonces no les era posible, nos preguntamos nosotros: ¿Es posible que las cartas de Arzawa estuvieran escritas en lengua hitita? Dejaremos la palabra a los mismos arqueólogos para que sean ellos quienes nos resuelvan el enigma.
La primera expedición de Winckler hubiera debido inspirarse en las organizadas por sus ilustres predecesores. Pocos años antes, Arthur Evans había empezado las excavaciones en el palacio de Cnosos en la isla de Creta, y Robert Koldewey las había iniciado en Babilonia. Ambas expediciones eran excelentemente dirigidas.
Puede que deba atribuirse al carácter mismo de Winckler si carecía de fulgor la estrella que presidió el inicio de la expedición. Winckler, que había venido al mundo en 1865 en Grëfenheinischen, Sajonia, era ya un arqueólogo eminente cuando partió para Anatolia; incluso había efectuado excavaciones en Sidón allá por los años 1903 y 1904, pero causaba una mala impresión en cuantos le rodeaban. He aquí cómo nos lo describe Ludwig Curtius, que un año más tarde pasó a ser su ayudante: «Me había ilusionado siempre el poder colaborar con un orientalista, al que únicamente podía representarme como a una personalidad distinguida y acostumbrada a los viajes; juzguen, pues, cuál no sería mi sorpresa al encontrarme en Constantinopla en presencia de un hombre desaliñado y sin personalidad, de barba castaña poco cuidada y en camisa de manga corta sujetada por un cordón de seda encarnada. En una palabra, con sus maneras de burgués medio, que desentonaban desagradablemente en aquel ambiente oriental, en nada se parecía Winckler al hombre de mundo que yo había soñado».
Y como si ello aún fuera poco, podía clasificársele entre los que tienen la mala suerte de poseer pocos amigos y la de granjearse por contra muchos enemigos, y era envidioso hasta el extremo de los que tenían más suerte que él, e intolerante con los arqueólogos que discrepaban de sus teorías. Había ideado una concepción panbabilónica del mundo, según la cual Babilonia sería el origen de todo cuanto en el mundo represente algún valor, y abominaba de los humanistas que profesaban el origen grecorromano de la civilización occidental.
Por otra parte, aunque sorprenda en un orientalista entusiasta, era antisemita. Es posible que su carácter insoportable, sus cambios bruscos de humor y sus numerosas inconsecuencias deban atribuirse a la larga y penosa enfermedad que le aquejó desde el año 1913. A pesar de su odio al judaísmo, vemos que sus primeras expediciones fueron sufragadas por banqueros judíos, y en lugar de traducir en teorías de la raza sus profundas convicciones, suya es precisamente esta frase que los antisemitas y los racistas con botas no hubieran debido olvidar nunca: «Los pueblos civilizados jamás pertenecen exclusivamente a una raza pura, sino que su cultura es siempre fruto del cruzamiento de varias razas más o menos diversas».
Hugo Winckler inició los preparativos para la expedición, o sea, se preparó para reconocer el terreno.
Facilitó el dinero un alumno suyo, el barón Wilhelm von Landau, que había subvencionado ya las excavaciones de Sidón; Theodor Macridy-Bey, que también había estado en Sidón y ocupaba un cargo en el Museo Otomano de Constantinopla, era el colega, el colaborador y el adjunto de Winckler, responsable y director oficial de la expedición todo de una pieza y formaba su contrapartida oriental, Ludwig Curtius, el cual a lo largo de las quinientas páginas de sus Memorias, Los alemanes y el Mundo Antiguo, apenas se permitió jamás la menor alusión que pudiera resultar desagradable para nadie, describe así a este hombre «de ojos negros insondables, en un rostro bien afeitado y en el que la malaria dejó sus huellas»:
«Macridy-Bey era una curiosa mezcolanza de diletante erudito a medias y de entusiasta apasionado, de funcionario adicto a su jefe Halil-Bey y de estraperlista, de explorador infatigable, que podía transformarse repentinamente en un sibarita indiferente, hoy amable y cortés, y mañana un cínico intrigante… A veces me recuerda al Yago de Otelo».
Aun cuando Winckler y sus colaboradores eran duchos en la materia, pusieron manos a la obra con una inconsciencia de cazadores domingueros. Tomaron el tren hasta Angora, donde pensaban comprar rápidamente el material indispensable para iniciar los trabajos. Aparte de que en Oriente no puede adquirirse nada cuando se tiene prisa, Angora era entonces todavía un lugarejo en medio de la estepa, una aglomeración de cabañas de barro alrededor de la antigua ciudadela. La ciudad actual, que ha sido una creación del dictador Kemal Ataturk, con sus 287.000 habitantes, sus grandes avenidas, los Bancos y su lago artificial, se llama Ankara y es la capital de la Turquía moderna. Las compras duraron tres días, y Winckler, de carácter poco acomodaticio, sufría mientras tanto lo indecible, y tanto regateo le volvía loco. A falta de un buen caballo, tuvieron que contentarse con vulgares jamelgos. «Y para cabalgar tuvimos que recurrir a unos instrumentos diabólicos que todavía se emplean en Oriente, pero que en Europa podrían con razón figurar en una cámara de tortura».
La temporada estaba ya demasiado avanzada cuando, por fin, se pusieron en marcha el 14 de octubre. Winckler, el orientalista, renegaba de Oriente; sudando de día y tiritando de noche, tomaba de mala gana nota de cosas secundarias y no vacilaba en criticarlo todo.
El viaje duró cinco días.
De noche se echaban al lado de las hogueras, bajo las estrellas, o se acogían a un «musafiroda», alojamientos que están a la disposición de los viajeros, incluso en las localidades menos importantes; todos los vecinos deben albergar por turno a los viajeros durante 24 horas. Winckler prefería esta hospitalidad a la de los «chan», los viejos caravanserrallos del desierto, porque en éstos encontraba demasiados tacbt-biti (bichos). Para evitar estos vecinos nocturnos, cuando era huésped de los campesinos, muchas veces tenía que compartir el lecho con el ganado.
«Por otra parte —observa— los animales pueden soportarse muy bien; su compañía me es menos desagradable que la de los habitantes del lugar, que hacían ostentación de una impertinente familiaridad semejante sólo a la que había observado en los cristianos sirios».
Pero en Bogazköy la cosa cambia. Al parecer nada había variado desde el paso de Texier setenta y un años antes; sin embargo, en los últimos veinte años aparecieron de vez en cuando extranjeros curiosos que nada más llegar y con precipitación sospechosa, solicitaban información sobre las viejas murallas de la colina. Todos se habían hospedado en casa del terrateniente Zia-Bey, que poseía propiedades inmensas, pero como pertenecía a la nobleza selyúcida, odiada por el sultán Abdul-Hamid, soberano taciturno y receloso, le estaba prohibido transponer los límites de la provincia. Se había convertido en una mezcla de campesino y de aristócrata, y montaba los mejores caballos, seguido siempre de su siervo Ismaíl enfundado en magnífica librea. En cuanto a él, vestía como los mismos campesinos: camisa sin cuello y sandalias en lugar de botas. Fue él precisamente quien despertó la curiosidad de Macridy-Bey y por consiguiente también la de Winckler al enviar a Constantinopla las planchas de barro cocido encontradas por uno de sus siervos.
Zia Bey les recibió con los brazos abiertos y en su calidad de huéspedes de honor tuvieron derecho a sus colchones de seda. De aquella noche cuenta Winckler que Macridy-Bey dio la alarma el primero al abandonar precipitadamente el lecho para rascarse; luego Winckler exigió otro alojamiento. La servidumbre hacía tiempo que no se divertía tanto como ante el espectáculo de aquellos dos extranjeros, a los que asustaba la presencia de un par de bichos. Las nuevas yacijas no estaban menos infestadas que las primeras.
Por fin, el 19 de octubre empezaron los trabajos. Winckler y Macridy examinaron las ruinas, siguiendo en ello las huellas de Texier, y de los que le sucedieron; pero esta vez ya no se iba a ciegas, sino que se perseguía un objeto determinado, el cual no era otro que el de dar con el lugar de donde procedían aquellas tablillas cubiertas de pictogramas misteriosos.
Cuando los habitantes de Bogazköy se dan cuenta de lo que aquellos extranjeros buscan, les traen espontáneamente fragmentos de tablillas que para ellos carecen de valor, hasta el punto de que les arrojan algún trozo a sus ovejas cuando intentan alejarse de las murallas a cuya sombra pacen. Así se explica su abundancia. Winckler y Macridy no se concedían un minuto de reposo, dando vueltas sin cesar de un lado a otro, para llegar finalmente a la conclusión de que alguien les había tomado la delantera en el lugar donde, al decir de los indígenas, se habían encontrado las planchas más grandes.
«No nos desesperamos por esto», anota Winckler en contra de lo que de él podía esperarse. En realidad no se trataba de una mejoría en su carácter, sino de que las investigaciones se habían llevado a cabo en aquel paraje de un modo muy superficial y sin plan alguno, por cuya causa, seguramente, el desaliento había hecho pronto presa del predecesor. Esto es, claro está, un motivo de satisfacción para Winckler, el cual presiente que está en vísperas de hacer descubrimientos sensacionales. Cuando al cabo de tres días de intensa actividad tuvo que interrumpirse la búsqueda —por haberles sorprendido las primeras lluvias de la estación, que hubieran transformado pronto el llano en un mar de fango— no se van con las manos vacías, sino que se llevan, cuidadosamente embalados, nada menos que 34 fragmentos de tablillas hititas, o sea un enorme botín, si se tiene en cuenta que un arqueólogo experimentado considera una sola tablilla como un hallazgo muy apreciable. Winckler pensaba, y con razón, que aquel sitio ocultaba todavía otros muchos tesoros en su seno. Al describirnos su paso por el albergue de Nefeskoy, durante el viaje de regreso, parece transfigurado. «Aquella noche —nos lo dice él mismo— no pude conciliar el sueño», y él, que generalmente permanecía insensible ante la belleza agreste del paisaje anatólico, soñaba despierto, a la puerta de la posada, contemplando las estrellas y reflexionando en lo que le reservaba el futuro.
Al cabo de un año escaso hizo Winckler un descubrimiento que nadie hubiera creído posible.
La expedición de 1906 fue costeada por la Sociedad del Asia Anterior y por la Sociedad Oriental, de Berlín, y además con aportaciones privadas de algunos mecenas. El 17 de julio de 1906 se presentaban nuevamente a caballo ante la residencia de su viejo amigo Zia-Bey.
«Nuestras relaciones con el Bey han sido muy cordiales; nos ha importunado repetidas veces con sus solicitudes, que iban desde una botella de coñac hasta cantidades de dinero bastante considerables cuando se encontraba momentáneamente sin numerario. Él, a su manera, nos prestó también buenos servicios, entre otros cuando le bastó elevar la voz para reprimir un motín de nuestros obreros. Los orientales son muy sensibles a las pruebas de amistad».
Sobre la colina de Buyukkale montaron la tienda que iba a servirles de cuartel general de la expedición. Winckler, enfermo y achacoso, soportaba mal el calor y la comida que le preparaba su cocinero búlgaro, al cual había tomado a su servicio porque hablaba un poco el alemán. Doblado materialmente bajo la enramada, con el sombrero y los guantes puestos, y un pañuelo protegiéndole el cuello, Winckler iba copiando, entre lamentos, las inscripciones de las tablillas que le llegaban sin cesar.
Fue una gran suerte que Winckler estuviera en condiciones de sacar partido allí mismo de sus descubrimientos. En primer lugar es raro el caso que los que dirigen las excavaciones sean al propio tiempo filólogos y, por otra parte, en Bogazköy sucedió, por primera vez en los anales de la arqueología, que los archivos de un pueblo que haría unos pocos años, era todavía prácticamente desconocido —por lo menos en lo esencial— pudieron ser descifrados inmediatamente.
Esto fue posible porque los hititas en Bogazköy habían escrito algunos de sus documentos y cartas importantes en lengua acadia, la lengua diplomática oriental de entonces (conocida hacía tiempo de los arqueólogos) y habían, además, utilizado para ello los caracteres cuneiformes babilónico-asirios, también de uso general, y que no tenían secretos para los filólogos.
Un día recibió en su refugio una de estas tablillas, y cuando la hubo descifrado, la pluma de este hombre enfermo y amargado ya no parece la misma y no vacila en dar rienda suelta a su emoción. Para dar una idea de la inscripción que había sido capaz de transfigurar a un hombre del temple de Winckler, debemos tener presente que entre los monumentos y documentos que antes de las excavaciones sistemáticas habían revelado la existencia de un pueblo «Hatti» (o Cheta), figuraban también jeroglíficos egipcios, así por ejemplo la inscripción del templo de Karnak relativa a un convenio celebrado entre el gran Ramsés y el rey de Hatti, Hattusil III (entonces se leía Chetasar y Winckler escribe Chattusíl). Al igual que ahora, en la antigüedad era también costumbre hacer varias copias de los tratados, copias que casi siempre se redactaban en los idiomas de los países firmantes. Pero hubiera sido mucho suponer que al cabo de más de 3.100 años podría hallarse una extensa carta relativa precisamente al tratado en cuestión, no grabada en la piedra de un monumento, como en Egipto, sino sobre frágiles tablillas de barro en el país del otro firmante, a más de dos mil kilómetros de distancia de Karnak.
Y, sin embargo, esto es lo que sucedió.
Este hallazgo es uno de los descubrimientos arqueológicos que hacen historia y rayan en lo maravilloso, como el de Troya, realizado por Schliemann, basándose en las tradiciones homéricas, y el de la estatua de Nemrod por Layard; pero recuerda, sobre todo, por su inverosimilitud, el triunfo extraordinario de George Smith, el cual en 1873 había abandonado Londres en dirección a Nínive, para ver de dar con el paradero de unas cuantas tablillas que le faltaban para completar el texto de la famosa epopeya de Gilgamesh; ¡y lo más sorprendente del caso es que las halló! Así se comprende que Winckler, el sabio austero y de salud delicada, diera de repente rienda suelta a su entusiasmo en su diario:
«El 20 de agosto, al cabo de veinte días de trabajo, la brecha abierta en la rocalla de la colina alcanzó la base de la primera muralla de circunvalación, en donde empezamos por encontrar, hallazgo henchido de promesas, una tablilla muy bien conservada. Sólo al verla caí en la cuenta enseguida de que era preciso hacer tabla rasa de todas mis experiencias pasadas. Lo que tenía ante mí, en efecto, sobrepasaba cuanto mi imaginación desbocada hubiera podido concebir. Lo que tenía ante mí era nada menos que la carta de Ramsés a Hattusil a propósito del pacto entre ambos soberanos. Cierto que en los días precedentes habíamos hallado pequeños fragmentos relativos al tratado entre Egipto y el reino de Hatti, pero esta tableta constituía la prueba irrefutable de que el famoso convenio, mencionado en las inscripciones jeroglíficas de Karnak era considerado, por el otro firmante, como un hecho muy importante. Ramsés, cuyo nombre se menciona en el texto, enumerándose, además, sus títulos y su linaje, escribe a Hattusil, al que cita de este mismo modo, y esta carta concuerda textualmente con los párrafos del tratado.
»La contemplación de aquel documento único me sumió en una gran agitación. Habían transcurrido dieciocho años desde que contemplara por vez primera las cartas de Arzawa en el Museo de Bulaq y desde entonces había aprendido la lengua mitanni en Berlín. Yo ya había supuesto en aquella época, basándome en los hechos revelados por el descubrimiento de los archivos de Tell-el-Amarna, que también la versión original del tratado con Ramsés estaría escrita en caracteres cuneiformes, pero ahora tenía verdaderamente en mi poder uno de los instrumentos del tratado, en bellos caracteres cuneiformes y en buen lenguaje babilónico».
Los progresos realizados eran tan considerables que ya podía pensarse en otra campaña de excavaciones, de mayor alcance y mejor preparada para el año siguiente, pues para entonces —1906— estaba Winckler persuadido de que no había encontrado una cualquiera de las ciudades hititas, sino que pisaba precisamente el lugar donde había existido la misma capital del Imperio de Hattii.
La abundancia de las tablillas encontradas ya no permitía ponerlo en duda, amén de que era normal que los archivos del Estado se guardasen en la residencia real, que generalmente no era otra que la capital del Estado.
Faltaba tan sólo averiguar el nombre de aquella ciudad. Es notorio que los imperios orientales de la antigüedad solían tomar el nombre de sus capitales, o viceversa, y esto indujo a Winckler a suponer que también en este caso el nombre de Chatti ostentado por el Imperio bien podría ser el de la ciudad de Chatti.
Winckler había acertado.
Si hoy denominamos Hattusa a esta ciudad que durante un corto período fue la igual de Babilonia y Tebas, es debido a una nueva vocalización que tiene su origen en los progresos realizados por la filología antigua.
Con los mismos azadonazos había Winckler verdaderamente puesto al descubierto el corazón y el cerebro del Imperio. En estas líneas escritas en 1907 exterioriza así su opinión: «… estos archivos que acabamos de descubrir ocuparán durante años a los descifradores».
Al año siguiente fue continuando su tarea, en circunstancias poco agradables, pero con éxito creciente. No se había equivocado en sus pronósticos, pues todavía hoy continúan con éxito las excavaciones en Bogazköy.
No es de extrañar, pues, que Winckler se considerase íntimamente ligado a Bogazköy. Sin embargo, en el siglo XX ya no basta el entusiasmo para llevar a cabo las investigaciones arqueológicas. Pasaron, en efecto, los tiempos de las grandes aventuras arqueológicas como cuando, en 1845, Layard, que sólo disponía de 60 libras esterlinas, descubría Nínive, o cuando Belzoni, a partir de 1817, forzaba con arietes las puertas de las tumbas reales. Todo esto pertenece ya a la Historia, y Winckler no podía ignorar que precisaba mucho dinero si quería seguir adelante en el camino emprendido. Acuciado por la necesidad, este panbabilónico convencido tuvo que solicitar ayuda a sus colegas de la Facultad Clásica, que no eran santos de su devoción. El a la sazón director del Instituto Arqueológico Alemán, de Berlín, Otto Puchstein, todo un caballero, hombre de mundo y sabio eminente entre los arqueólogos alemanes, era la antítesis de Winckler. Parece, además, no haberle faltado el sentido de la ironía, pues al enterarse de los proyectos de Winckler empezó lamentándose de que el Instituto por él dirigido no estuviera en situación de secundar económicamente una expedición semejante, cuya gran importancia no dejaba de reconocer, para acabar ofreciéndose a ponerle en relación con un mecenas bien dispuesto, pero a condición de que con éste discutiera Winckler la cuestión económica.
La memorable entrevista tuvo lugar enseguida y de este modo puso el azar frente a frente, por un lado, al fanático antisemita Winckler y por el otro al banquero judío James Simón. De nuevo gracias a Ludwig Curtius sabemos del desarrollo de la entrevista, aun cuando no estuviera presente en ella ni mencione sus fuentes de información.
«James Simón le preguntó cuánto dinero le era necesario para continuar la empresa, y habiéndole contestado Winckler que 30.000 marcos, sacó aquél el talonario de cheques del bolsillo y le extendió uno por tal importe y se lo entregó sonriendo. Puchstein recibió, por su participación en la expedición, igual cantidad procedente de los fondos especiales del Káiser».
Como contrapartida de la ayuda económica que aportaba, así como también en el interés superior de la arqueología, Puchstein había exigido, con razón, que los trabajos a realizar en Bogazköy se extendieran también al estudio de la arquitectura hitita, lo cual no dejaba de ser muy lógico.
Desde los tiempos de Texier se sabía que Bogazköy era una ciudad con restos de un templo y con las ruinas de una ciudadela. Nadie ponía en duda cuan importante era continuar el examen de las inscripciones, pero no lo era menos el estudio de los monumentos para los que no eran tan fanáticos como Winckler por la epigrafía. Winckler aceptó las proposiciones de Puchstein, pero las consecuencias de tal acuerdo fueron francamente desastrosas.
Igual que las expediciones precedentes, también la del año 1907 partió de la residencia, o konak, de Zia Bey, no sin antes haber asistido a un banquete en su honor en el selamlik, o sala de fiestas, cuyas paredes estaban adornadas con colgaduras de seda.
Los arqueólogos tomaron asiento sobre tapices preciosos, entre el dueño de la casa y, como único invitado turco, el imán, sacerdote y juez musulmán. Penetraron en la estancia unos muchachos que les lavaron las manos y les cubrieron de perfumes. Para empezar les sirvieron golosinas y limonada, y luego los criados introdujeron en el comedor una magnífica mesa de cobre de dos metros de largo, cubierta de manjares exquisitos. El joven Curtius, que esta vez asiste al ágape, anota sagazmente: «… decoraban la plancha de la mesa versículos del Corán escritos en caracteres cúficos del siglo XV».
Los invitados entraron en el comedor, se sentaron en los taburetes, cogieron las cucharas (pues no había ni cuchillos ni tenedores) y acometieron el primer plato: una sopa de miel. Dejemos nuevamente la palabra a Curtius: «Nos asustó la magnitud del menú, pues la cortesía oriental exige que los huéspedes se atraquen de comida, sin que la molestia ni el dolor de barriga puedan servir de pretexto para excusarse. Para colmo, el propio Bey hacía el reparto. Aun cuando para empezar encontrásemos sabrosos todos los manjares, a la larga nos ocasionaban muchas molestias un tal abuso de grasa, la mezcla de condimentos tan diferentes y para nosotros desconocidos, así como la gran cantidad de comida que se iba amontonando en nuestros platos, aparte de lo desagradable de comer con los dedos, como era todavía costumbre en la mesa de Luis XIV, en Versalles. Para terminar, el último plato en forma de un carnero enorme, entero, de la raza de cola larga que se cría en aquella región. ¡Cómo describir mi espanto al ver que el Bey, con la mano derecha, arrancaba de la parte posterior un gran trozo de grasa y me lo ofrecía en prueba especial de amistad!
»El cocinero, de pie al lado del Bey, debía probar de todos los bocados, para quitarnos de la cabeza el temor de ser envenenados. Durante la comida aguardaban en silencio detrás de la silla del Bey, y junto a los guardas, en actitud humilde y servil, un grupo de unos doce hombres, parientes masculinos del Bey y los ayudantes del imán. También son invitados, pero de segunda categoría, y se les sirve después que a nosotros. Los postres consisten en unos pasteles exquisitos, y una vez terminada la comida pasan los criados con unas jofainas y jarras de pico y una toalla para lavar las manos de los invitados. Nos pusimos en pie, levantaron la magnífica mesa…» y el joven y perspicaz Curtius añade: «… y aproveché la ocasión para examinarla de más cerca».
Fue una recepción digna de Gargantúa, pero veamos ahora los resultados de una expedición que había sido objeto de una acogida semejante. Para no desnaturalizar los hechos, vamos a ceder nuevamente la palabra a Curtius, que es un testigo presencial de calidad, modesto y reservado; verdadero prototipo del arqueólogo «clásico», el cual durante unos meses todavía será el colaborador de Winckler.
He aquí lo que nos cuenta:
«Winckler no tomaba la menor parte en las excavaciones, sino que permanecía todo el día en su despacho, en donde, para hacerse una idea general del contenido de las tablillas cuneiformes que cada día afluían en mayores cantidades, las leía rápidamente, Macridy no se creyó obligado a informarnos sobre el origen de las tablillas, ni de cómo se las procuraban. Su hombre de confianza, que hacía las veces de capataz, era un hermoso joven muy alto, llamado Hassan, que vestía el traje nacional kurdo. Una mañana me sorprendió verle pasar por delante de nuestra casa, construida en la ladera de la colina, en donde se realizaban las excavaciones, y dirigirse con un gran cesto y un pico hacia las ruinas del gran templo situado en la llanura. Le seguí los pasos para ver lo que haría allí.
»En la sala II distinguí unos montones de tablillas muy bien conservadas, apiladas oblicuamente las unas sobre las otras, y vi cómo el kurdo, en un santiamén, metía en la cesta todas las que podía, igual que un campesino ensaca las patatas que recoge. Con esta preciosa carga regresó a nuestra casa y entregó la cosecha a Macridy-Bey, el cual a su vez la pasó triunfalmente a Winckler.
»Me dio mucha pena ver cómo confiaban a un ignorante kurdo las excavaciones en aquel lugar importantísimo, pero Macridy no me hizo el menor caso cuando le rogué que se me permitiera ayudar al kurdo en sus correrías, fotografiar el lugar y examinar los yacimientos de tablillas, alegando que, según el contrato, yo no tenía nada que hacer allí. Él mismo se encargaría de describir la exhumación de las tablillas, pero jamás lo hizo.
»Pero recuerdo perfectamente que la disposición de las tablillas, cuidadosamente ordenadas en pilas, contradice la teoría de Puchstein, según la cual debieron de encontrarse primitivamente en los archivos situados en la parte superior del edificio, que se vino abajo como consecuencia de un incendio. Macridy sólo me autorizó entonces a examinar los objetos que recogía Hassan, en busca de eventuales trozos de jarros que pudieran encontrarse con las tablillas. Pero precisamente no pude encontrar fragmento alguno, lo que también desmiente aquella teoría».
Una tal manera de conducir las excavaciones era contraria a los más elementales principios de la arqueología. Winckler y Macridy se portaron en esta ocasión como unos palurdos, igual que Schliemann en las primeras excavaciones de Troya, pero éste al menos tenía a su lado un Dórpfeld para vigilarle. En cambio, Curtius sólo podía sentirse aterrado por lo que presenciaba, pues era demasiado joven para poder elevar la voz, y tenía que contemplar impotente, sin poder intervenir, cómo se amontonaban a granel, hallazgos importantísimos sin que nadie se preocupara de buscar la relación que podría existir entre ellos y el lugar en donde se encontraron, ni se encargara nadie de anotar a qué profundidades yacían; y como si esto aún fuera poco, nadie hubiera sido capaz de decir, ante aquellos montones caóticos de tablillas, cuáles eran las que procedían de la ciudadela y cuáles del templo. Es casi seguro, además, que los obreros inexpertos llegaron a separar los trozos que formaban parte de una misma tablilla o de un mismo conjunto.
Y, sin embargo, el lugar era tan rico, y a pesar de tanto desacierto eran los hallazgos tan abundantes, que todo el mundo se entusiasmaba. Winckler y sus colaboradores hallaron en total unas diez mil tablillas por lo menos, algunas de las cuales muy bien conservadas, lo que significa el conjunto más importante después del descubrimiento de la biblioteca del rey Assurbanipal, de Nínive, y del archivo de Tell-el-Amarna.
También para los arqueólogos encargados del estudio de los monumentos fueron bastante satisfactorios los resultados obtenidos. Por primera vez, a la vista de las efigies de reyes, esfinges y leones, y ante aquellas murallas largas de varios kilómetros alrededor de la ciudad, pudieron ya formarse una idea aproximada de la potencia hitita; por primera vez reconocieron también los elementos estilísticos autóctonos «originales y salvajes».
«Esta arquitectura, que en Bogazköy tiende a lo grandioso, denota al propio tiempo cierta riqueza de invención unida a una ejecución poco hábil y algo bárbara, y hace pensar continuamente en la cultura griega de Micenas…».
Esta comparación, sorprendente y atrevida, desencadenó las más vivas protestas de todos aquellos que aún no habían visto los monumentos hititas, de los cuales tan sólo empezaba a hablarse, y precisamente en una época en que las ruinas micénicas, poco ha descubiertas, eran consideradas como los únicos restos monumentales de la protohistoria europea.
Cuando, desde lo más alto de las murallas coronadas de torres albarranas, los arqueólogos descubren al pie de la escarpa empedrada una especie de poterna, un túnel de sesenta metros de longitud que une el casco de la población con el exterior, y cuando después de haber intentado deslizarse por él a rastras, hubieron hecho despejar el fango y los escombros acumulados por los siglos y que cerraban el paso, cuando finalmente pudieron franquear el túnel, fue tan grande su emoción, que Curtius, casi cincuenta años más tarde, al evocar aquel momento exclama:
«… una vez descombrado, celebramos, por decirlo así, la segunda inauguración del túnel, que atravesamos erguidos y en actitud solemne, los primeros después de tal vez tres mil años, no para glorificarnos a nosotros mismos, sino antes bien en honor del arquitecto anónimo que había proyectado aquel grandioso monumento».
El año 1907 publicó Winckler su Información Preliminar, en la que daba cuenta de los resultados de las excavaciones y de los primeros descifres de las tablillas, con la primera lista, todavía incompleta, naturalmente, de los reyes hititas del período comprendido entre los años 1350-1210 antes de J. C, o sea desde Shubiluliuma hasta Arnuwanda IV. También indicaba una pronunciación de los nombres de los reyes hititas argumentando, en favor de su interpretación, en contra de la de los egiptólogos; que se basaban en simples suposiciones. Citemos como ejemplo que Sapalulu se convirtió en Shubiluliuma, y Maurasar en Mursil.
«Este modesto fascículo —escribía mucho más tarde un especialista— deberá ser considerado siempre como un de las obras más importantes en la investigación histórica del Antiguo Oriente».
El mismo año 1907 viajaba por Siria y Anatolia un joven arqueólogo inglés, de 31 años, John Garstang, el cual realizó algunas excavaciones en Sajke-gözü y tuvo gran interés en visitar a Winckler en Bogazköy. Tres años más tarde publicó en Londres el libro The Land of the Hittites, una reseña de las últimas excavaciones y descubrimientos en Asia Menor, con la descripción de los monumentos hititas, completada con mapas y planos, noventa y nueve fotografías y una bibliografía. Después de los tratados hipotéticos de Wright y Sayce, esta obra de 400 páginas, tan bien documentada, constituye la primera tentativa verdaderamente seria para ofrecernos una idea de conjunto de la civilización hitita.
Este libro ha sido considerado durante muchos años como la biblia de la hititología, cosa que no debe sorprender si se tiene en cuenta el número reducido de textos descifrables redactados en lengua acadia y los escritos en caracteres cuneiformes asirio-babilónicos, y que los arqueólogos, en el estado de las investigaciones de entonces, podían ir ofreciendo sin cesar más y más monumentos hititas, pero sin poder explicar su origen.
Animal fabuloso de Carquemis.
Winckler dirigió todavía otra temporada de excavaciones en Bogazköy, a pesar de hallarse gravemente enfermo, teniendo siempre a su lado a una enfermera, la cual, debido a la austeridad de las costumbres de los indígenas, pasaba por su esposa. De 1911 a 1914 D. G. Hogarth, C. Leonard Woolley y T. E. Lawrence investigaron en Carquemis, en la frontera siria. Las tablillas descubiertas por Winckler tomaron el camino del Museo de Berlín; los hallazgos de Carquemis, obras de arte e inscripciones jeroglíficas, se enviaron al Museo Británico de Londres, y una gran parte fue a parar más tarde a Ankara. Con todo, las investigaciones habían llegado a un punto muerto. Debía producirse algún hecho que abriera nuevos horizontes a la hititología. La solución estaba al alcance de la mano y, como no podía menos de suceder, la iniciativa pasó de los arqueólogos a los lingüistas.
Winckler había logrado descifrar muchas tablillas procedentes de los archivos de Bogazköy, pero quedaban todavía muchísimas más escritas en el misterioso e incomprensible «lenguaje de Arzawa», o sea en hitita. Nada parecía más indicado que buscar en los textos hititas las precisiones que faltaban, a fin de que ellos mismos descorrieran el velo que cubría su pasado.
Cuando en 1913 falleció Winckler, fueron encontradas en su testamento algunas alusiones a sus tentativas de descifrar la escritura hitita cuneiforme, pero los manuscritos no aparecieron por ninguna parte. Luego estalló la primera guerra mundial, y las excavaciones quedaron interrumpidas bruscamente; tan sólo algunos arqueólogos turcos continuaron los trabajos, pero sin método alguno y con resultados más bien exiguos. Del mismo modo, quedó truncada la fructífera colaboración que a lo largo de tantos años se había establecido entre los sabios ingleses y los alemanes. Los arqueólogos de los Museos de Berlín y los del British Museum de Londres se habían convertido en hermanos enemigos que, obligados por la necesidad, abandonaron el terreno de las excavaciones para continuar sus investigaciones en sus gabinetes de trabajo. Fue allí precisamente donde tuvo lugar el descubrimiento que iba a revolucionar y a abrir nuevas perspectivas a la ciencia reciente de la hititología: el poder llegar al descifre, o mejor dicho la revelación del hitita cuneiforme.
El hecho de que en aquellos tiempos, en que Europa estaba dominada por el dios de la guerra, un filólogo pudiera consagrarse exclusivamente al estudio de una lengua muerta, en lugar de verse destinado al mando de una batería, se lo debemos precisamente a un oficial. Sabemos incluso cómo se llamaba: era el teniente A. Kammergruber, y conocemos su nombre porque el filólogo checo Hrozny le alaba en el prefacio de su libro «por la comprensión que mostró hacia los trabajos del autor».