Cuando, sentado a mi mesa de las Tombs[1], me puse a redactar el informe inicial, escribí:
La noche del 21 de agosto de 1845, una de las niñas se escapó.
De todos los sórdidos suplicios que soporta cada día un policía de la ciudad de Nueva York, uno no esperaría que el que yo más aborreciera fuera el papeleo. Pero lo era. Sólo de pensar en expedientes me entran escalofríos.
Se supone que los informes policiales deben rezar: «X mató a Y por medio de Z». Pero los hechos, sin móviles, sin una historia detrás, son como rótulos de caminos cuyas letras se hubieran borrado. Tan carentes de sentido como lápidas en blanco. Y me cuesta reducir las vidas a lo más despojado de sus estadísticas. Los apuntes de los casos me producen la misma sensación de resaca que me deja una noche de ron de Nueva Inglaterra mal destilado. No hay espacio en el árido desfile de datos para contar por qué la gente hizo cosas brutales: amor u odio, defensa o avaricia; o Dios, en este caso concreto, aunque no creo que a Dios le hiciera mucha gracia verse implicado.
Si es que Él estaba mirando. Yo sí lo estaba, y no es que me entusiasmara precisamente.
Por ejemplo, fíjense en lo que sucede cuando intento escribir sobre un suceso ocurrido en mi infancia del modo en el que se me pide que redacte informes policiales:
En octubre de 1826, en la aldea de Greenwich Village, se declaró un incendio en el retrete de una cuadra contigua a la casa donde vivían Timothy Wilde, su hermano mayor Valentine Wilde y sus padres Henry y Sarah; aunque las llamas no eran de gran tamaño, ambos adultos murieron cuando el incendio se propagó a la casa debido a una explosión de queroseno.
Mi nombre es Timothy Wilde, y afirmo desde ya que lo anterior no les dice nada; nada de nada. Durante toda mi vida he hecho dibujos con carboncillo para mantener los dedos ocupados, para aliviar la sensación de que una cuerda se ciñe tensa alrededor de mi pecho. Una simple hoja de papel de estraza, como el que usan los carniceros, con el dibujo de una cabaña reducida a cenizas y su esqueleto ennegrecido, les dirá mucho más que esas frases.
Pero desde que luzco la insignia con una estrella de policía, me voy habituando a informar mejor sobre crímenes. Y hay muchas bajas en nuestras guerras locales, libradas en el nombre de Dios. No dudo de que debió de haber una época, hace mucho tiempo, en que ser católico significaba que la huella de tu bota estaba estampada sobre cuellos protestantes; pero el paso de cientos de años y el salto de un océano muy, muy ancho, tendría que haber ahogado aquel resentimiento, si es que era posible. Y sin embargo, aquí estoy, escribiendo sobre un baño de sangre. El que se ha llevado por delante a todos esos niños, y no sólo a criaturas sino también a adultos —irlandeses, americanos y cualquiera con la suficiente mala suerte para que lo pillara en medio—, y sólo espero que el hecho de ponerlo por escrito sea una forma digna de rendirles homenaje. Confío en que cuando haya gastado la tinta suficiente, el arañazo profundo de los escabrosos detalles tal vez se atenúe un poco en mi cabeza, o eso desearía al menos. Había imaginado que el aroma a madera seca que trae octubre, la malicia con la que el viento se entremete ahora por las mangas de mi chaqueta, habría empezado a estas alturas a borrar la pesadilla de agosto.
Me equivocaba. Pero me he equivocado en cosas mucho peores.
De manera que así es como empezó, ahora que conozco mejor a la niña en cuestión y puedo escribir como un hombre en lugar de como un estrella de cobre:
La noche del 21 de agosto de 1845, una de las niñas se escapó.
La niña tenía diez años, pesaba veintiocho kilos, llevaba un delicado camisón holgado blanco con una única cenefa de encaje a lo largo del cuello ancho, y finamente cosido. Sus rizos rojizos oscuros, casi castaños, iban recogidos en un moño suelto en la coronilla. Cuando el camisón se deslizó y dejó uno de sus hombros al descubierto y sus pies descalzos tocaron la madera dura, notó el calor de la brisa que entraba a través de la ventana de bisagras abierta. De repente se preguntó si habría alguna mirilla en la pared de su habitación. Los demás niños o niñas aún no habían descubierto ninguno, pero era el tipo de trampa que ellos harían. Y esa noche, cada corriente de aire parecía exhalar un soplo sobre su carne, ralentizando sus movimientos, convirtiéndolos en una sucesión de sobresaltos torpes y húmedos.
Salió por la ventana de su habitación tras confeccionar una cuerda con tres medias femeninas que había robado y sujetar uno de los extremos al pestillo más bajo del postigo de hierro. Al estirarse, se apartó el camisón que se le pegaba al cuerpo. Lo notaba húmedo en la piel y la tela viscosa le daba escalofríos. Tras descender a ciegas desde la ventana agarrada a las medias, con el aire de agosto denso y sofocante, soltó la improvisada cuerda y luego la tiró a un barril de cerveza vacío.
La niña dejó Greene Street por Prince antes de enfrentarse al río turbulento de Broadway, en camisón, abrazándose a las sombras como quien aferra una cuerda salvavidas. En Broadway todo se enturbia a las diez de la noche. La pequeña afrontó un río torrencial de seda tornasolada. Hombres de mirada aviesa con chalecos cruzados de terciopelo negro se precipitaban a las cantinas de paredes recubiertas del suelo al techo con espejos. Estibadores, políticos, mercaderes, un grupo de chavales vendedores de periódicos con puros sin encender entre sus labios rosáceos. Un millar de pares de ojos vigilantes e inquietos. Un millar de posibilidades de que te descubran. Y el sol se había puesto ya, así que la hermandad de las mujeres frágiles rondaba en cada esquina: fulanas de senos empolvados extremadamente pálidas por debajo del colorete, en grupos de cinco o seis que se fraguaban en las afinidades del burdel, o por lucir diamantes o por sólo poder engalanarse con agrietadas y amarillentas baratijas de bisutería.
La niña sabía reconocer incluso a las más ricas y sanas de las prostitutas noctívagas por lo que eran. Distinguía a las furcias de las damas al instante.
Cuando atisbaba un hueco entre los coches de alquiler y los carruajes engrasados, salía apresuradamente de las sombras, como una polilla. Deseaba volverse invisible mientras volaba por la inmensa calle hacia el este. Sus pies descalzos pisaban los desperdicios resbaladizos y embreados que se amontonaban como coágulos, más altos que los adoquines, y casi se cayó al tropezar con una mazorca de maíz roída.
El corazón le dio un salto, un único respingo de pánico. Se caería, la verían y todo habría acabado.
«¿Al otro niño lo mataron rápido o despacio?».
Pero no se cayó. Los reflejos móviles de las luces de los carruajes en decenas de cristales de ventanas quedaron a su espalda y ella volaba otra vez. Unos jadeos infantiles y un grito asustado puntuaron sus pasos.
Pero nadie la perseguía. Y eso, a decir verdad, no era culpa de nadie, no en una ciudad de ese tamaño. Se trataba sólo de la insensibilidad de cuatrocientas mil personas, que se fundían en un único estanque azul negruzco de indiferencia. Para eso estamos los estrellas de cobre, me parece…, para ser de los pocos que se detienen a mirar.
Ella contaría más tarde que lo veía todo como si fueran cuadros mal pintados: crudo y bidimensional, los bordes de los edificios de ladrillo se difuminaban como aguadas de acuarela. Yo también me he visto en ese trance, con la sensación de no estar ahí. Ella recuerda una rata que mordisqueaba un pedazo de rabo de buey en la calle, y luego nada. Las estrellas en un cielo de pleno verano. El leve traqueteo del tren de Nueva York y Harlem rechinando a su paso sobre las vías de hierro, el pelaje de los dos acalorados caballos que tiraban de él, húmedo y viscoso a la luz de gas. Un pasajero con chistera miraba hacia atrás inexpresivamente, punteando su vigilancia desde el borde de la ventanilla con el tamborileo de los dedos. La puerta da a un pequeño matadero de madera, que así llaman aquí a las carpinterías, cubierto de serrín, con armarios a medio acabar, patas de sillas desmembradas que llegan hasta la calle, tan dispersas como los pensamientos de la niña.
Siguió entonces otro tramo de silencio denso, no veía nada. Se apartó con desgana la tela tiesa de la piel una vez más.
La niña entró en Walker Street, dejó atrás a un grupo de dandis con mechones enjabonados, rizados y brillantes que enmarcaban sus monóculos; jóvenes limpios y vigorosos tras una sesión en los baños de mármol de Stoppani’s. Aunque no pudieron prestarle mucha atención porque, claro, corría ya como alma endemoniada hacia el pozo negro del Distrito Sexto, lo que, naturalmente, querría decir que debía de ser de allí.
Después de todo, parecía irlandesa. Era irlandesa. ¿Qué hombre en su sano juicio se preocuparía por una niña irlandesa que corría a su casa?
Bien, yo me preocuparía.
Dedico una parte considerable de mis pensamientos a los niños que vagan por las calles. Es una cuestión que me toca de cerca. En primer lugar, he sido uno de ellos, o casi. En segundo, se supone que los policías tenemos que atrapar a los críos escuálidos y de mejillas mugrientas siempre que podamos. Acorralarlos como a ganado y luego meterlos en carretas cerradas que suben por Broadway hasta la Casa de Acogida[2]. Aunque, en nuestra sociedad, los niños pobres tienen peor consideración que las vacas de Jersey, y es más fácil reunir un rebaño de ganado que de humanos descarriados. Los niños devuelven una mirada demasiado vivaz para ser perversa, una mirada desamparada pero feroz cuando la policía los acorrala…, una mirada que sé reconocer. Y por eso nunca, en ninguna circunstancia, lo haré. Ni aunque mi empleo dependiera de ello. Ni aunque mi vida dependiera de ello. Ni la de mi hermano.
Sin embargo, no estaba pensando en niños vagabundos aquella noche del 21 de agosto. Iba por Elizabeth Street, con un aire tan impasible como un saco terrero. Media hora antes, me había quitado la estrella de cobre asqueado y la había arrojado contra la pared. No obstante, en ese momento la llevaba de nuevo en el bolsillo y se me clavaba dolorosamente en los dedos junto a la llave de mi casa, y yo maldecía el nombre de mi hermano con una reconfortante oración interior. Me resulta mucho más fácil sentirme cabreado que sentirme perdido.
«Maldito sea Valentine Wilde —me repetía—, y malditas sean las brillantes ideas de su maldita cabeza».
Entonces la niña chocó contra mí, a ciegas, sin querer, como un trozo desgarrado de papel llevado por el viento.
La agarré por los brazos. Sus ojos secos y agitados brillaban con un tono gris claro incluso a la luz de la luna manchada de humo, como esquirlas del ala de una gárgola caída de la torre de una iglesia. Tenía una cara inolvidable, angulosa como el marco de un cuadro, labios hinchados y oscuros y una nariz perfectamente respingona. Afloraban algunas pecas pálidas esparcidas sobre los hombros, y si bien no alcanzaba la estatura de una cría de diez años, se comportaba con tal naturalidad que podría parecer más alta en el recuerdo que en persona.
Pero en lo único en que reparé con absoluta claridad cuando se detuvo de golpe al tropezar con mis piernas mientras me encontraba delante de mi casa aquella noche fue en que estaba cubierta de sangre de pies a cabeza.