Sinceramente, me alegra saber que todavía están comprometidos con el bien de los católicos romanos. Durante largo tiempo, la Iglesia consideró que la conversión de los judíos era inútil, e incluso ahora raramente escuchamos una oración ofrecida por sus almas. Sin embargo, con respecto tanto a los católicos romanos como a los judíos, debemos preguntarnos: ¿hay algo que sea demasiado difícil para el Señor?
• Carta al AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •
Nadie respondió. Pero la puerta principal estaba abierta. Así que entré, tomándome el tiempo y la cautela necesarios para hacerlo en silencio.
Al instante, supe que pasaba algo.
En primer lugar, me llegó un sonido. Un silencio quebradizo, más allá de lo audible…, como si, al entrar, alguna otra cosa se hubiera detenido.
Escuché con más atención, pero no oí nada. Así que seguí adelante.
Cuando entré en el salón, allí estaban las estanterías, la alfombra verde, las lámparas con pantallas y todos los adornos de un hogar feliz. Y los tomates colgaban rojos y brillantes al otro lado de la ventana. No les quedaba mucho tiempo en este mundo. No con el frío que se acercaba, como todos sabían.
Pero allí pasaba algo. Todo estaba igual a como yo lo había dejado.
Y cuando digo igual quiero decir exactamente igual. Los documentos en los que había estado trabajando el reverendo cuando mantuvimos nuestra última conversación seguían aún sobre la mesa. Agotado casi hasta el delirio, me pregunté cuándo había sido eso, ¿hacía ya cinco días? No me acordaba con precisión. El par de copas de jerez continuaban al lado de los papeles. Una de ellas era la mía; la otra, la suya. Las copas de jerez y el silencio significaban que la chica del servicio, Anna, se había ido hacía mucho tiempo. Los documentos significaban que yo tenía razón. Dolía ver algo así en persona, cuando se trataba de alguien que te preocupaba. Alguien que en el pasado te había hecho un favor impagable.
Saqué la pistola de la chaqueta. Ya iba cargada con una bala, y bien llena de pólvora. Esperaba, más allá de lo que era capaz de expresar, no tener que dispararla. Pero me alegraba de haberla traído, por el olor.
Una vaharada de queroseno, me di cuenta entonces, era lo que me había recibido desde el principio. Un olor perturbador que te calaba hasta los huesos allá donde lo encontraras. Sobre todo a mí.
Me dirigí al estudio privado del reverendo Underhill, y allí hallé la respuesta.
Había pasado una cuerda por los delgados brazos de hierro de la lámpara de araña y luego había hecho un nudo corredizo. Lo había atado con fuerza. La lámpara colgaba alta, justo delante de su mesa, y bajo ella, sobre la alfombra de bordado sencillo, había una pila de ropa. Ropa cuyos colores se habían aclarado, sumergida sólo por un instante, azules y amarillos sutiles que invitaban a pensar en huevos de pájaros, colores frágiles que sólo puedes identificar con nitidez al aire libre, a la luz del sol. Vestidos, blusas, medias y chales, todos en una pila empapada en queroseno.
Por descontado, toda la ropa era de Mercy, y huelga decir que yo conocía cada una de las piezas.
Me impresionó terriblemente. La primera pregunta que me asaltó había sido: «¿Qué le ha hecho a su hija?».
Una vela ardía sobre la mesa, y el reverendo estaba sentado detrás. Contemplando la escena que había creado.
—Suponía que vendrías, Timothy —susurró.
Me gustaría decir que nunca había visto una cara como ésa. Tan dolida, tan en carne viva, tan desamparada. Sentado, en mangas de camisa, mirando con cansados ojos azules la vela, pero repulsivamente expuesto. Su mente, la expresión de su cara. Hacía daño mirarle, del mismo modo que había hecho daño mirar las entrañas resplandecientes de su única víctima, colgada en San Patricio. La última vez que lo había visto no aparentaba tal estado de deterioro, con la estrecha cara demacrada y empequeñecida, las manos perdidas al final de los puños, y me maldije por no haberme dado cuenta antes de que representaba el principio del fin. Porque sí había visto antes una cara como aquélla. En Eliza Rafferty.
—¿Dónde está Mercy? —Dejé la pistola a un lado por el momento—. ¿Qué pretende quemando toda su ropa?
—Mercy nos ha dejado —dijo con una voz que resonaba desde una concha hueca—. Me temo que esto es todo lo que pervive de ella.
Entonces me quedé totalmente inmóvil. La pistola me pesaba en la mano.
—Explíqueme que quiere decir con eso de que nos ha dejado, reverendo. ¿Le ha hecho daño?
—¿Qué dice? —murmuró, alzando la mirada sólo un instante—. ¿Por qué iba a hacerle daño yo a mi pequeña? Tenía mucha fiebre, le ardía la piel. Hice cuanto pude, pero ahora es demasiado tarde.
Si alguna vez han estado en la cubierta de un transbordador durante una tormenta en noviembre, no tendré que describirles la sensación de mareo que me abrumó.
«La abandonaste allí. Tú, cruel, cruel cobarde. La dejaste allí, en medio de la habitación, con su vestido verde, llamándote».
—Anoche estaba bien —dije con angustia.
—Estas cosas suceden muy rápido. Todo pasa siempre muy rápido, Timothy. Pretendía arder como ella, ¿sabes?, pero a lo mejor tú querrías enterrarla. Enterrarnos a los dos. ¿Lo harías? Te diré dónde está, pero primero tenemos que hablar. No creo que lo hayas entendido todavía.
Reparé en algo que había sobre la mesa, bajo la vela: un pequeño diario. Las páginas que alcanzaba a ver estaban llenas de garabatos de al menos seis manos distintas, la mayoría de ellas poco instruidas, y un único boceto muy bien dibujado de un perro de orejas gachas. El diario de Marcas. Si pudiera haber sentido más náuseas en el estómago, las habría tenido.
—¿De qué quiere hablar antes de decirme dónde está Mercy?
—No quería hacerlo, pero nadie me prestaba atención —prosiguió con voz monótona—, ni siquiera tú, Timothy, ni siquiera después de que te avisara. Y nadie publicaba mis cartas después de la primera, y luego, además, la policía las desacreditó; no me gustaba hacerlo, eso tienes que entenderlo.
Todas las cartas, claro, las había escrito el mismo hombre. La Mano del Dios de Gotham; las primeras no eran más que pésimas imitaciones de un emigrante de pocas luces. Pero la única que yo conservaba físicamente era la última nota, la imagen brutalmente sincera de una mente enferma. Saqué la desquiciada diatriba que había escrito el reverendo a su amigo Peter Palsgrave del bolsillo interior de mi chaqueta. Teníamos que acabar de hablar. Cuando dejé la obscena nota sobre la mesa, sus frases parecían hacerme guiños demenciales.
—Supe que era suya cuando la examiné con la suficiente atención —le dije—. Ahora dígame dónde está Mercy.
Silencio.
—Ahí decía: «Tan pequeño que es una abominación». Era por Aidan Rafferty. Y lo era, y mucho peor aún, pero quién iba a pensar que eso le afectaría hasta tal punto… y luego todo lo demás. El doctor Palsgrave es su mejor amigo. «Repare lo que ha sido roto». Eso es lo que él hace, recuperar a los niños del borde de la muerte, aunque usted no sabía que…, Dios, no hay palabras. Usted quería que él le detuviera antes de sentirse obligado a cometer un asesinato. El mismo tipo de asesinato que imaginaba que habían sido todos los demás, pero esta vez en la calle. Para que todo el mundo lo viera por fin. Y endosárselo al padre Sheehy, ni más ni menos.
El reverendo dejó caer la cara entre las manos, en gesto de oración.
—Sólo podía haberlo escrito usted. La cita era del Evangelio, ¿no? «Soy una quijada rota».
—La quijada de un asno. Un arma cruel, miserable y vil. Pero muy apropiada también, así que yo, dadas las circunstancias, me convertí en ella.
—¿Apropiada? —exclamé, olvidándome de mí mismo y gesticulando con la pistola en la mano—, ¿apropiada?, ¿cómo?, ¿cómo iba a merecer ese chico…?
—Estamos infestados —dijo con voz ronca. Se puso en pie, cerró el diario y levantó la vela—. Lo que pasa es que tú todavía no has vivido lo bastante para conocer las consecuencias de una plaga de parásitos, Timothy, o a lo mejor te has dado cuenta hoy, porque las fiebres de Mercy sólo pueden proceder de esos cubiles. Cuando el mismo tipo de infección mató a Olivia, pensé que tal vez eso formaba parte del plan que Dios había previsto para mí. Hacerme sufrir, para que estuviera más dispuesto a sacrificarme. Hacerme daño, para que comprendiera el dolor. Supuse que tal vez me estaba poniendo a prueba, y que sólo se me consideraría digno si mantenía mi compromiso, si seguía puro. ¿Y cómo puede alguien mantenerse puro en un estercolero, Timothy Wilde?
El diario del chico muerto fue a parar con un triste aleteo sobre la hoguera sin encender mientras le miraba fijamente. Tenía sentido. Todo encajaba. La obsesión por sí mismo, la devoción, la rectitud moral, la atmósfera que llevó a que Mercy no pensara en otra cosa que en Londres, Londres, Londres, el fuego que iluminaba los ojos de la chica cuando hablaba de su fuga planeada en aquel maldito dormitorio alquilado la noche anterior. Lo que yo presenciaba ahora era sólo el final de una caída, estaba viendo cómo un hombre descendía hasta el fondo de una colina. Este era simplemente el hombre que no le daba nata a Aidan Rafferty si su madre no renegaba antes del Papa.
Recordé cómo le gritaba a Mercy el día que los vi a hurtadillas, enmarcados en la ventana del salón, la cara de ella enrojecida por la mortificación, y casi me mordí la lengua cuando me di cuenta, demasiado tarde, de qué tipo de conversación debían de estar manteniendo en realidad.
—Oh, vamos, mis opiniones no pueden sorprenderte —se mofó—. Primero inundan la ciudad, nuestra ciudad, como langostas, blasfemando a Dios dondequiera que vayan. Luego Dios manda que sus plagas les sigan allá donde emigren, ¿y qué hacen Olivia y Mercy? Ayudan a los que sufren. Mueren a su lado, al lado de esas ratas que parecen humanos. Y mira cómo nos pagan, mira a Eliza Rafferty. Mírala. Ella supo ver más allá de la farsa, supo que su hijo estaba condenado. Y por eso, como un verdadero bárbaro, lo mató sin más ceremonia que la que merecería un perro callejero.
—Usted creyó que la inesperada noticia de veinte cadáveres despedazados sería un modo de purgar a los irlandeses de la ciudad —intervine para volver al tema—. Mercy fue la que se lo contó. Mercy le informó de los cuerpos que los estrellas de cobre habíamos encontrado, y por eso escribió las cartas, para difamar a los irlandeses. Las envió a los periódicos. Y hasta me envió una a mí, por el amor de Dios, para avisarme de lo que se avecinaba. Creí que era para Val, pero no, yo era el destinatario.
—Pensé que tomarías más precauciones si te advertía, tal vez incluso que protegerías a mi hija. Eso esperaba. Estaba claro que un monstruo andaba suelto, grabando cruces en niños que se prostituían, y ¿cómo no iba a estar preocupado por su seguridad, dada la inmundicia con la que se relacionaba todos los días? Era evidente lo que estaba pasando. ¿Qué importaban los detalles? ¿Llegaste a intuir siquiera quién era el culpable, Timothy? No puedo decir que tuviera ninguna esperanza de que lo consiguieras porque esta raza es taimada. Pero sabía que para algo bueno serviría, para una purga, una vez el secreto quedara expuesto a la luz pública.
—Así que procuró contárselo a todos. Supuso que estallarían disturbios. Que los nativistas expulsarían a los irlandeses. Mercy sabía lo que yo sabía, y por tanto usted también. ¿Dónde está Mercy?
Un redoble de tambor marcial no habría resonado más firme, ni la salida del sol habría podido ser más previsible. «¿Dónde está Mercy?». Había soñado con descubrir al asesino de niños desde el principio, había imaginado que me sentiría moralmente superior cuando atrapara al cabrón. Pero en realidad parecía no tener importancia. Me habría molestado una recompensa tan fría si no me hubiera merecido cada segundo de tormento por lo que había hecho la noche anterior.
—Fue una decepción enorme que impidieras que se difundieran las cartas —dijo distraídamente—. Entonces supe que tenía que hacer algo mucho más drástico. Pero no quería —añadió y de repente pareció quebradizo como un pergamino y angustiado—. Como le dije a Peter, yo…
—Usted no firmó la carta que le mandó. Él no tiene la menor idea de que fuera suya.
—¿No lo sabe? No podía concentrarme, sabiendo lo que venía, no podía pensar con claridad. Sabía que el acto mismo sería repulsivo. Pero tenía instrucciones de Dios. Había recibido una señal clara, y yo la obedecí, y por eso no puedo disculparme.
Me concentré cuanto pude durante unos segundos. Intentaba adivinar cuál podría haber sido esa señal tan clara. Pero entonces el estómago se me crispó como un gato asustado. Supe a qué se refería.
Mercy, viva aunque sólo fuera en mi memoria, me hablaba al oído… «Ahora ya no encontraré otro sitio donde esconder mis ahorros… y mi…, bueno, en realidad, la opinión de mi padre no cuenta para nada». Desde que había hecho los dibujos en el papel de estraza había creído que ella sospechaba de su padre. La razón por la que había ido corriendo con el cabello sin recoger a San Patricio era que, cuando lo vio volver a casa aquella noche, temió que su propio padre fuera un asesino. La mente de Thomas Underhill se había desquiciado hasta tal punto que seguramente volvió empapado en sangre.
Pero la parte que yo aún no entendía es que ella hubiera desencadenado accidentalmente el asesinato.
—Primero matan a mi esposa —murmuró el reverendo—. Era tan hermosa. Tú no la recuerdas bien, eso sería imposible, pero yo sí. Y luego contaminan la mente y el espíritu de mi única hija hasta el punto de convertirla en una especie de…, de pornógrafa. —Pronunció la última palabra como una caricia expirada, como si se esforzara para que no se le atragantara—. Ahora no es más que una puta, ¿cómo podría haber escrito Mercy esa basura si no hubiera conocido las manos de muchos hombres? Todo lo que tocan lo convierten en estiércol, ¿es que no lo ves? Incluso a mi hija. Cogí el dinero que cobró por sus muchos pecados y lo arrojé a la calle. Desapareció a los pocos segundos, claro. Lo recogieron vagabundos, otras furcias, la basura humana que ronda por las calles. Y entonces supe lo que tenía que hacer. Un hombre no puede rehuir una tarea que Dios le ha encomendado, ¿y de qué sirve la caridad con una raza cuyos niños están tan dispuestos a prostituirse?
Cerré los ojos, las pupilas me ardían, vacías. Me imaginé las monedas de Mercy rodando por la calle, las que se había ganado trabajando, ahorrando una por una. Vi mi propio dinero que se había quemado en julio. No soy avaricioso. Tampoco creía que Mercy lo hubiera sido nunca. No nos hicimos corredores de Bolsa, ni terratenientes, ni cargos del partido. Pero en Nueva York no existe la piedad. Y así, a falta de piedad, todos necesitamos un colchón de seguridad.
«No sé si se da cuenta de lo que acaba de hacer pero, por el amor de Dios, ¿quiere explicarme por qué lo ha hecho?».
—Me cuesta imaginarlo —dije—. Irrumpió en la mesa de Mercy, la descubrió y luego le arrebató lo que era suyo. Fue al burdel junto a los muelles. Cogió a un niño borracho y le dio láudano suficiente como para que al pequeño no le importara adónde lo llevaban.
—Sí —exclamó—, e incluso en esa hora oscura, yo estaba atento a las señales y los signos, Timothy. Si alguien me lo hubiera impedido… habría sido un presagio, ¿es que no lo entiendes? A nadie le importaba adónde iba el chico. Ni siquiera a quienes lo empleaban, no le importaba a nadie, porque no puede ayudárseles. Yo tenía que avisar a la ciudad, tenía que hacer pública su maldad antes de que otra persona más se infectara. Ellos se llevaron a mi niña preciosa y le enseñaron a…
—Usted metió al chico en un saco, debajo de… ropa vieja, supongo —proseguí implacable—, porque la ropa pesa menos, cogió un poco de pintura y unos clavos. Después de soportar la reunión del padre Sheehy, simplemente se escondió en algún rincón, y en la catedral hay muchos. Me cuesta asimilarlo, reverendo. Pero la suerte le dio la espalda porque Marcas no estaba muerto del todo.
—Sí, había mucha sangre para un niño muerto —dijo jadeando mientras se pasaba una mano sobre los ojos—; mucha, mucha sangre.
—¿El chico no se despertó? —pregunté.
—No lo sé.
—Sí lo sabe —le espeté—. Contésteme.
—No puedo pensar, él era muy pequeño, y luego, lo que tuve que hacer lo hice muy deprisa. Apenas recuerdo lo que pasó hasta que salí por la puerta principal, pero tal vez…
Perdí el control.
—Claro que se acuerda. —Había salvado la distancia que nos separaba y le puse la pistola en la frente—. Dígamelo.
Incluso los hombres que quieren morir se estremecen al contacto con el metal frío en su piel, y eso es lo que le pasó al reverendo Underhill.
—No dijo nada —respondió el loco con una voz ondulada, viscosa—, así que no sintió nada. Sólo había… sólo había mucha, muchísima sangre.
—¿Cómo pudo quemar el libro de Mercy? —le pregunté entonces.
Sosteniendo la pistola del padre Sheehy contra su cráneo me sentía como un matón, alguien a la altura de los hombres que le habían metido un nabo a Julius en la boca. Pero estaba aprendiendo algo que Val probablemente había descubierto hacía ya mucho. Cuando han sucedido cosas tremendas, hacerlas uno también hace que dejen de resultar tan dolorosas.
—Quemé el libro de Mercy por Mercy —respondió, sorprendido—. ¿Cómo lo sabías? Ella se negó a hablar de él conmigo después. Era una locura, erótico de una manera desvergonzada, tan lírico y maduro que era salvaje. Esa novela le habría hecho un daño irreparable a su reputación. Ella habría sido madre algún día, ése era su destino, y ¿cómo iba a mirar a sus hijos la autora de esa basura lujuriosa?
Si de algo no me cabía la menor duda, a pesar de la ilusa y ciega adoración que sentía por Mercy, es que ella es incapaz de escribir basura. Al fin y al cabo, me he leído Luces y sombras en las calles de Nueva York. Muchas entregas y muchas veces. Sólo el mero hecho de imaginarme el libro perdido para siempre, el que ella podría haber vendido como habían hecho Frances Burney o Harriet Lee o tantas otras, hacía que se me cerrara la garganta como una trampa para osos.
—Mercy —murmuró el reverendo—. Lo habría dado todo por salvarla. Ella era un trozo de Olivia. Y ahora la única forma de volver a verla es morir por mi propia mano. Una penitencia apropiada, porque una parte de la culpa es mía, nunca debí haberle permitido tantas libertades. Ésa es mi culpa. Le supliqué que se arrepintiera de su locura antes del fin, lo mismo le había rogado a Olivia, que dejara de alentar la blasfemia, pero las dos se negaron, y no puedo encarar la eternidad sin ninguna de las dos. Mercy me ha costado mi alma.
A esas alturas, Thomas Underhill parecía un niño. Perdido como nunca, ya ni veía su propio estudio, los pies reposaban inseguros sobre su propia alfombra.
—¿Dónde está? —insistí.
—Nos enterrarás a los dos, ¿verdad?
Intenté otra vía.
—¿Qué le dijo mi hermano —pregunté— el día después de que nos conociéramos, hace ya tanto? Cuando se recuperó de las drogas y vino a hablar con usted a solas, antes de que nos invitara a tomar el té, ¿qué le dijo…?
—No podría de ningún modo…
—Tengo que saberlo —supliqué.
Los ojos perdidos del reverendo se desviaron a la pared.
—Me preguntó si yo pensaba que Dios perdonaría cualquier acto, por vil que fuera. Tú ya sabes por qué, claro. Y por supuesto le dije que sí.
Cerré los ojos mientras bendecía al mundo entero por ese diminuto acto de gracia.
—Y luego —prosiguió Thomas Underhill— me preguntó si los seres humanos eran capaces de hacerlo también.
—¿Y qué le dijo? —pregunté en un susurro.
—Le dije que procurara descubrirlo por sí mismo.
—Gracias —le dije tan sentidamente como no había dado las gracias en mi vida—. Dios, gracias. ¿Dónde está Mercy?
—Está muerta.
Le empujé con la pistola para obligarle a recostarse en el sillón. Me subí a la mesa y utilicé la navaja para cortar dos trozos de cuerda del extremo que colgaba, pero dejé el tenebroso lazo intacto para que reflexionara, y le até las manos a los brazos del sillón.
—Estoy aquí para detenerle —dije—. ¿La llevó a un médico?, ¿a una iglesia, a un hospital? Dígame dónde está ahora y la enterraré. Si se empeña en no decírmelo, le llevaré a rastras a las Tombs, y entonces tendrá un par de meses para pensárselo.
Nunca he sabido mentir, pero esta vez puse toda mi alma en el esfuerzo.
—Está arriba, en una bañera con hielo —gritó inmediatamente—. Lo intenté, lo intenté. Ya se me estaba escapando cuando…
No me perdí a propósito el final de la frase, pero ya había subido la mitad de las escaleras cuando acabó de pronunciarla.
Mis ojos percibieron un universo cegador de detalles familiares mientras subía ese trecho de escaleras. Docenas de detalles inútiles en la escalera de los Underhill. Y ese tipo de detalles, hechos puros, despojados, merecen mucho respeto en mi nueva profesión. Pero dejan a un lado la historia. Son sólo hitos, lápidas en blanco. Eso es lo que he aprendido siendo estrella de cobre, y no fue Bird Daly quien me lo enseñó. Fue Mercy, sentada en el Washington Square Parle después de haber peleado con uñas y dientes por un miembro de una raza despreciada desde siempre, igual que había hecho su madre. Mercy dijo que las palabras pueden ser una cartografía, y esto es lo que quería decir:
Hay un arañazo de poco más de seis centímetros en el papel marrón claro de la escalera de los Underhill, justo encima del octavo peldaño. No tiene nada de especial. Lo que importa es que yo me senté allí a los dieciséis años, callado y triste incluso después de una sustanciosa comida, porque mi hermano llevaba dos días sin aparecer por casa. Imaginaba, como siempre, que había muerto. Imaginaba, como siempre, que se había quemado. Imaginaba que me había quedado solo. Así que saqué mi navaja y la clavé en la pared. Y lo siguiente que recuerdo es que Mercy estaba en la base de las escaleras, y me decía que tenía que ir a leer en voz alta los poemas de William Cullen Bryant a su padre. A su padre, que estaba en su estudio con la puerta abierta, a menos de veinte metros. Y no sentado en el octavo peldaño.
Los hechos no son importantes por sí solos.
La gente es importante. Sus historias y sus actos de bondad. Las historias resultan ser, según Mercy, y yo la entendí mejor en ese momento, lo único que es importante.
Los hechos fueron los que siguen.
Arriba, al acabar las escaleras, directamente a la derecha, está la habitación de Mercy. Entré. Está pintada en un azul alegre y limpio. Pero es como si no la hubieran pintado nunca por todas las estanterías y los cientos de títulos encuadernados con cuerda y cola de piel de conejo que se apilan desde el suelo. Libros con los lomos rotos por un amor salvaje, libros con las cubiertas desempolvadas regularmente, libros comprados dos veces porque el primer volumen se había deshecho en escamas de tinta. El armario estaba abierto. Vaciado, los vestidos en el piso de abajo, y no precisamente en buen estado.
Mercy había estado en una bañera con hielo hacía poco. Eso era un hecho que nunca olvidaré. Pero había conseguido salir de los trozos toscamente picados de agua helada. Ahora estaba en el suelo de tablas de madera, pese a que tenía los tobillos atados con una cuerda de cáñamo idéntica a la que yo había visto abajo. Y también pese a que la habían envuelto en una bata y tenía los brazos metidos dentro de las largas mangas cuyos puños vacíos habían sido atados a su espalda, como una camisa de fuerza.
Tenía los labios azules, y el superior todavía ocultaba un trozo del inferior. En ese momento, su rostro parecía tallado en hueso. He sentido la tentación de decir que incluso el color de sus ojos se estaba desvaneciendo. Pero no era así. Lo que pasaba era que los aros azules adquieren un tono distinto si se recortan contra un fondo blanco o contra uno rojo apagado. Y los blancos de los ojos de Mercy estaban tan amoratados por el esfuerzo y el agotamiento que habrían sido irreconocibles, tal vez. Irreconocibles para cualquier otro.
Hasta ahí, los hechos.
Pero la historia sucedió como sigue.
Mercy Underhill todavía respiraba. Yo veía aquellas respiraciones, una tras otra, mientras daba vueltas por la habitación. Allá donde mirara las seguía viendo, sin parar de buscar algún medio de secarla. De devolverle el calor. Era un poco como atender a un niño que se había caído. Una de esas malas caídas en las que la criatura se estremece por dentro, con heridas que duelen al tocar. Eran pequeñas aspiraciones. De la profundidad de mi pulgar si lo hubiera colocado en su esternón.
Le quité todas las cuerdas que la ataban así como la ropa helada. Primero la cubrí con mi chaqueta y luego con todas las piezas de ropa de Thomas Underhill que pude robarle de su armario. Conseguir que entrara en calor era primordial, incluso más que buscar un médico, así que la bajé a la cocina y preparé un nido suave y acolchado delante del horno de hierro.
Si alguna vez en la historia de América del Norte se encendió más rápidamente un fuego, no sé dónde ni cuándo.
Por extraño que parezca, cuando había gastado buena parte de mis fuerzas en devolver a los dedos de Mercy el color de las teclas de su piano y no el de su papel pintado azul, ya había empezado a perdonar al reverendo Underhill. Pero sólo en cuanto a esa parte de la historia, eso sí. No por el niño muerto, ni tampoco por las cartas. Pero yo sabía que él amaba a Mercy. Amaba a Mercy como un hombre al que no le quedaba más familia.
Y entonces pensé que debía de ser como caer en el más tenebroso de los infiernos causar daño a la persona que amabas simplemente porque estabas mal de la cabeza. Yo había detestado tener que encerrar a Eliza Rafferty en una jaula húmeda llena de las ratas que ya la habían perseguido. Ella no tenía disculpa y yo no tenía otra opción. Y aun así…
Yo había cometido locuras. Estupideces. Sin llegar a aquel nivel de locura o de estupidez pero, bien mirado, no había sido porque no lo intentara.
Cuando Mercy empezó a volver en sí, miró a su alrededor como si yo fuera la única forma que pudiera reconocer. Yo la acunaba entre mis brazos, apoyando mi espalda en la pared, esperando. A medida que se iba despertando, mientras los ojos se le movían de un lado a otro y los labios recuperaban un matiz sólo un poco menos calcáreo, la acerqué un poco más a mí. Era hipnotizante.
—No se había puesto enferma, ¿verdad que no? —le pregunté suavemente.
Los labios de Mercy formaron una palabra: «No».
—¿Tiene frío?
Ella cerró los ojos y negó con su oscura cabeza. Su pelo y su sien golpearon levemente la parte superior de mi brazo. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Se ha vuelto loco. Creía que estaba enferma. No lo estaba. Timothy, no lo estaba. No tengo fiebre, simplemente, no tengo.
—Lo sé —susurré en su cabello—. Lo siento, cariño. Lo siento mucho.
Puede que me equivocara al dejar que Mercy empezara a sollozar sin intentar devolver la tranquilidad a su delicado ánimo. Pero no creo que las mujeres, en general, sean especialmente delicadas, y tampoco que los seres humanos sean tranquilos. Así que, aparte de proporcionarle una base cálida sobre la que llorar, la dejé en paz. La cuestión era que entrara en calor. Y puede que llorar fuera lo mejor que podía hacer. En términos médicos, me refiero. Pero Mercy es muy lista, así que no me sorprendió.
—¿Mi padre está bien? —preguntó por fin.
—Me parece que no muy bien, a decir verdad.
—Tim, fui yo la que le contó lo de los cuerpos enterrados. Fue idea mía; pensé que a lo mejor él se había enterado de algo que podría ser útil, esto es…
—No lo diga —la interrumpí cortante—. Ni se le ocurra pedirme disculpas. Es culpa de muchas personas, pero no suya.
Tras una hora o tal vez más de silencio y esporádicos estremecimientos, se quedó dormida. Por fin había entrado en calor, con la cabeza apoyada en mi hombro y los tres pares de calzones caídos sobre mis rodillas. Una imagen bonita, muy bonita. Que no dejaba de serlo por las grietas que el frío le había abierto en los labios ni por las ampollas que le cubrían las manos.
Cuando volví al estudio para comprobar cómo estaba el reverendo, ninguno de los nuevos hechos me sorprendió en absoluto.
Nunca le dije a Mercy que había atado los nudos muy flojos. Lo fácil que le puse a Thomas Underhill el que pudiera desatarse.
Después de todo, lo había hecho por Mercy. Así que no es el tipo de detalle que pueda mencionarle, que enviara al reverendo al infierno, si es que hay un infierno, un poco más rápido, en lugar de obligarla a ella a visitarle en las Tombs.
Thomas Underhill se había colgado con tosquedad y sin cuidado, la columna estaba rota; el rostro, morado e hinchado; el cuello se le había alargado al menos un par de centímetros, diría yo, aunque nunca he estudiado anatomía.
La gente que abre a niños en canal movida por un odio ciego y recuerdos amargos se merece algo peor que sus propios nudos corredizos alrededor del cuello. Debería cumplir condena en la cárcel. En comunión con las ratas con las que tanto le gusta comparar a los demás. Me parece que cuando esa clase de gente tiene ocasión de relacionarse con ratas de verdad, empieza a olvidarse de compararlas con palabras como «irlandés», «negro» y «ladrón», puede que incluso «puta». Y, en mi opinión, esa gente se merece pasar con ellas hasta el último minuto de su vida. Pero la decisión no dependía de mí.
Dejé a Mercy bien tapada con mantas junto a su estufa mientras el calor menguaba. Dejé al reverendo encerrado en el cobertizo del jardín de su propia capilla. Retorcido entre las palas y los rastrillos, por el momento. Como no quería que Mercy lo viera, me llevé las llaves.
Respiré hondo para calmarme y desde dentro del cobertizo contemplé las pacíficas lápidas en el cementerio. Un tono ambarino se cernía sobre todo. El sol aún no había empezado a ponerse, pero yo sentía su tirón. Era una luz casi otoñal, imaginé, que se difundía rápidamente. Los soles de agosto se demoran para traer las peores noticias, pero aquél se mostraba más caritativo. Y yo necesitaba un poco de caridad. Estaba lo bastante cansado como para sentirme muerto.
Cuando hube cerrado la puerta del cobertizo del jardín, fui a buscar a alguien cuyo tiempo pudiera comprarse. Tardé cuarenta segundos en encontrarlo: una vendedora de mazorcas con un labio leporino. Le pagué por toda su mercancía con el dinero del partido y la envié a avisar al doctor Peter Palsgrave, en quien Mercy confiaba, para que acudiera a la residencia de los Underhill.
Luego me dispuse a enfrentarme al asesino más frío que imaginar podía. El reverendo, después de todo, había enloquecido, pero mi nueva presa no podía aducir disculpa tan oportuna.