Reúnen a los hijos e hijas de los protestantes, e incluso a algunos profesores de religión, en las escuelas, y poco a poco los acostumbran al culto de los católicos… Si tuviera espacio, podría dar algunos ejemplos que corroboran lo dicho, que han ocurrido aquí.
• Un corresponsal de HOME MISSIONARY[23], 1843 •
Me bajé del coche de alquiler en el cruce de Chambers y Church Street. La casa que hacía las veces de hogar y consulta resplandecía limpia y saludable. Lo más distinto a Five Points que imaginarse pueda. Sus peldaños habían sido recién fregados por los servidores, y el pomo de la puerta lanzaba centelleantes arcos de luz al sol. Mirando por encima de la placa de bronce que rezaba «DR. PETER PALSGRAVE, MÉDICO PARA LOS JÓVENES», llamé al timbre.
Apareció un mayordomo, un hombre enjuto y esquelético.
—No se puede molestar al doctor Palsgrave.
Pulirme la estrella de cobre con la manga de la chaqueta funcionó. El hombre suspiró, dolido por lo mucho que se había degradado Nueva York.
—Muy bien. El doctor Palsgrave está dando clase en la Universidad de Nueva York. Le encontrará allí —dijo en tono monótono mientras cerraba la puerta.
Llegué a Washington Square casi a media mañana. El sol se alzaba sobre las copas de los árboles y los estudiantes se desplazaban de un edificio a otro como hormigas con sus medias de colores brillantes y sus sombreros aplastados. Mejillas sonrosadas, rostros terriblemente preocupados por nada importante. El tercero al que abordé me indicó la sala de conferencias médicas y el foro de disección pública. Hacia allí me encaminé, sintiéndome treinta años mayor que él y no los probables cinco o seis más que en realidad debería tener.
La puerta de la sala crujió cuando la empujé. La luz entró a raudales por la abertura, descubriendo el polvo que flotaba abundante en el aire. Abajo, el estrado de lectura no estaba muy iluminado, pese a que las ventanas de casi cuatro metros carecían de cortinas y había varias lámparas encendidas. Algunas cabezas con peluca se volvieron a mirarme, pero se olvidaron de mí al momento. El doctor Palsgrave estaba detrás de un cadáver con un orificio taladrado en la cabeza y un gancho metálico enroscado en su interior, el gancho atado a una cuerda con una polea. El doctor tiró y levantó el torso por la cabeza, hasta dejarlo erguido. Las costillas estaban separadas, la piel apartada como una cáscara de naranja, la boca sonreía con una inverosímil buena voluntad.
—Y así pueden ver —proseguía Palsgrave mientras yo bajaba— que la cavidad torácica no acaba abruptamente a la altura de la costilla superior. Permite que el timo, la tráquea, el esófago y los músculos largos del cuello se extiendan más arriba, para empezar, pero por el momento nos concentraremos en el ascenso de la arteria carótida común izquierda.
—Tengo que hablar con usted, doctor —dije cuando llegué al fondo de las escaleras.
El hombrecito alzó la mirada. Los ojos dorados centelleaban, la columna encorsetada crujía por la irritación. Luego volvió a concentrar toda su atención en la ciencia, exclusivamente en la ciencia.
—Precisamente ahora estoy ocupado. ¿Es que no lo ve? Como si esa supuesta fuerza policial no hubiera causado ya bastantes problemas…
—Sería mucho, mucho mejor —insistí sin perder la calma— si me llevara a un lugar más privado.
—¡Ni pensarlo! Echaría a perder un ejemplar muy valioso de…
—Busque a uno de sus colegas médicos que acabe la clase. Esperaré.
Enfurecido, el doctor Palsgrave hizo lo que le pedí. Con un gesto irritado de la muñeca me condujo fuera de la salas de conferencias a un pasillo interior. Su postura de ballet, sus patillas blancas enmarañadas como las de un gato, su chaqueta formal muy cepillada y muy azul, murmurando insultos hacia mí sin parar. Cuando llegamos al final del pasillo, abrió de golpe una puerta que también tenía, como vi, su nombre grabado.
El doctor Palsgrave disponía de un segundo laboratorio de alquimia en la facultad, según reparé al entrar en el despacho. Estaba en medio de un experimento, un ayudante en bata se cernía sobre el delicado equipo. Las retortas ardían, pequeños fuegos danzaban con el metal líquido sobre ellos. Había trozos de tejido clavados a tableros, viales llenos de misteriosos venenos. No tenía la menor idea de qué estaba haciendo el doctor, pero todo parecía maravillosamente prometedor. Como si aquel hombre pudiera ver un futuro en el que una sustancia aún no descubierta convertiría un fragmento de niño en un niño entero de nuevo. Soñé, sólo por un instante, que yo era la persona que veía cómo el doctor lo hacía.
No era verdad. Pero me hubiera gustado.
—Por favor, déjenos solos, Arthur —dijo el doctor suspirando.
Cuando su ayudante hubo salido, me volví para encarar al doctor Palsgrave. No sabía muy bien cómo proceder en esas circunstancias, pero tampoco podía perder más tiempo.
—Lo sé —dije con calma—. Lo de los niños. El campo santo en las afueras de la ciudad es suyo. Tengo que hablar con usted al respecto.
Una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos habría ofrecido una imagen más agradable. Sus ojos se me clavaron veloces y vi cómo se desmoronaban de golpe civilizaciones enteras, ciudades que había levantado y soñado y planificado, como la maqueta de un mundo. El doctor Palsgrave se quedó blanco. Y entonces empezó a jadear, se llevó la mano al corazón, agarrotada como una zarpa.
—Basta —jadeé corriendo hacia él—. No pretendía decirlo de ese modo. Si yo pudiera haber hecho lo mismo, con sus conocimientos…, sólo necesito saber si estoy en lo cierto, doctor Palsgrave. Dígame que tengo razón y deje de temblar así.
Tardó unos segundos, pero lo hizo. No soy especialmente bueno mintiendo. Pero sí lo soy diciendo la verdad, así que me creyó. Se estremeció un poco más, y luego apareció de no sé dónde el pañuelo de aquel color verde venenoso que costaba diez dólares y se enjugó el sudor del cuello. Con gestos rápidos, apagué todas las llamas encendidas y luego me situé de nuevo ante él.
Levantó ambas manos y se las pasó por las patillas blancas.
—¿Cómo lo descubrió?
—Mercy Underhill me dio una pista, aunque no era ésa su intención. Usted puso el resto. Y le vieron.
—¿Me vieron?, ¿quién?
—Una chica que vive en un huerto de cerezos cercano. No llegó a verle la cara, pero sí su carruaje. Me temo que ya le ha contado al jefe de policía que lleva la insignia de un ángel. Pero no la lleva, claro. Es un báculo, el de las culebras con las alas. Un caduceo. ¿Qué otra cosa pintaría usted en su carruaje?
Tenía en la más alta consideración al doctor Palsgrave. Y por eso no quiero extenderme en los instantes que siguieron a que se supiera descubierto. En realidad no es un hombre solemne, si no se le tiene en cuenta el corsé. Y desearía que su versión soñada del mundo se hiciera realidad más deprisa. Así que sólo contaré la primera cosa sensata que preguntó después de que yo acercara dos sillas y él se dejara caer en una.
—¿Cuándo empezó a sospechar de mí?
—Para serle sincero, no sospeché de usted hasta hace tres horas. Pero había empezado a preguntarme por qué un hombre haría cosas así, y tenía otras… pistas. ¿Cuándo empezó a practicar autopsias a niños que habían muerto hacía poco?
—Hará unos cinco años —murmuró—. No le mentí cuando hice la autopsia de los de la fosa común. Los cadáveres abarcaban desde hacía cinco años hasta hace poco, y de algún modo usted supuso…
—Que usted conocía a todos y cada uno de esos niños, porque antes los había abierto y les había extraído los órganos que había querido —acabé la frase por él—. Su reacción ante el primer cadáver ya debería haberme puesto sobre aviso. Liam. Usted pareció aterrado cuando le convocamos para que lo examinara, creyó que era una encerrona para obligarle a confesar. Las razones que adujo para justificar que alguien abriera en canal un cuerpo eran ridículas, doctor. ¿Qué se hubiera tragado algún objeto precioso? Usted, un anatomista, repasó todas las razones, salvo una, el que quisiera hacer una autopsia. Le aseguro que sus autopsias no se parecen en nada a la mayoría de las que he visto, son más amplias, ¿siguen la caja torácica?, ¿el corte debajo del esternón?, ¿le permite ver mejor?
Asintió cansinamente.
—Nunca pretendió que representaran el símbolo de la cruz. Pero, pese a todo lo bárbaras que parecieran, no podía esperar que yo me creyera que eran canibalismo o…
—No sabía qué decirle. Fue todo tan repentino, tan espantoso, y echar el cuerpo de aquel niño en un… en aquel cubo de basura… fue lo peor que he hecho en mi vida —susurró—. Nunca me lo perdonaré.
—Cuéntemelo desde el principio —le pedí con calma—. Empezaré por usted, para hacérselo más fácil. Los cuerpos son muy escasos. Los cuerpos de niños específicamente, y los fallecidos recientes que usted necesitaba para sus estudios eran todavía más raros. ¿¡Qué padre le entregaría a su hijo difunto para que lo abriera en canal!? Pero en los burdeles… —hice una pausa—. Enferman con mucha frecuencia.
El doctor Palsgrave se pasó una mano por la boca, esbozando una mueca.
—Los cuerpos de los niños son anatómicamente muy distintos de los de los adultos, y cuando no pude encontrar los materiales que necesitaba para el estudio, me puse… de mal humor. Había perdido tantos ya, señor Wilde, y mucho antes de cuando les hubiera debido llegar su hora. No podía eliminar los burdeles de Nueva York, pero creí encontrar una solución a mi problema hace cinco años, cuando una niña a mi cuidado falleció debido a una grave deficiencia cardíaca. Su madam en vida, Silkie Marsh, me preguntó si podía hacer algo con los restos, porque ella estaba pasando apuros económicos y no podía pagar el entierro de la pequeña.
El doctor Palsgrave se había resistido diciendo que no tenía ningún derecho sobre el cuerpo, y que la universidad seguramente le pediría explicaciones si intentaba diseccionar un cadáver sin identificar en sus instalaciones. Pero Silkie Marsh dio con presteza una solución. Podía volver esa noche, enmascarado o encapuchado. Ella le despejaría un espacio amplio, colocaría una lona y una mesa en el sótano. Todo por cincuenta dólares. El doctor Palsgrave podía llevar el equipo que necesitara y dedicar el tiempo que quisiera a su trabajo.
—Supongo que cuando avisó a Madam Marsh de que tendría que encontrar un modo de deshacerse de los restos diseccionados sin que nadie lo viera, ella le ofreció otra solución —aventuré—. Usted pondría el carruaje, porque nadie sospecharía de un médico, y ella se ocuparía de aportar la mano de obra.
—Se llamaban Scales y Moses —respondió el doctor—. Eran muy eficientes enterrando en las afueras. Hacían un buen trabajo, señor Wilde, se lo aseguro, un buen trabajo. Por fin podía realizar autopsias que eran importantes para mí, a los niños.
Se prolongó, en total, durante cinco años. Cuando moría un niño del burdel, se avisaba al doctor Palsgrave. Él pagaba sus cincuenta dólares. Estaba llevando a cabo la obra de su vida. Se encargaba de que enterraran a los niños, todas las veces, sin errores. Se lo agradecía en voz alta a los pobres difuntos mientras los depositaban en la tumba superficial. No eran más superficiales que las tumbas de otros pobres. Y ellos estaban haciendo un bien mientras tanto, todo mientras tanto, y todos los pecados se expiaban en ese mientras tanto. El doctor Palsgrave nunca albergó dudas al respecto.
Había habido diecinueve muertos, en total, consecuencia de la neumonía, de fiebres, de la varicela, de enfermedades contagiosas. Entonces, un día el doctor Palsgrave llegó con su capucha negra —a los niños se les había ordenado que se quedaran en sus habitaciones—, y Silkie Marsh y él habían ido a bajar el cuerpo de Liam al sótano. Cuando entraron en la habitación parecía un matadero.
—Liam sufría problemas pulmonares —explicó el doctor Palsgrave— y yo estaba realizando experimentos de alquimia con sangre. Todavía sigo con él, y los resultados han sido… —se le apagó la voz, distraído y dolorosamente esperanzado por un momento y luego volvió de golpe a la tierra—. Pero tanto da. Le pedí a Madam Marsh que, si el desafortunado niño no llegaba a recobrarse, me avisara cuanto antes porque quería extraerle la sangre. Hay investigaciones francesas que indican que la sangre contiene elementos de metal, y quería comprobar si podía destilarlos hasta la esencia purificada. La idea de purificar la sangre es muy prometedora. Se me avisó debidamente, corrí al burdel cuando el chico falleció y extraje la sangre del desafortunado en un cuenco. Tenía tanta prisa que procedí en su habitación en lugar de en el sótano. Pero luego me di cuenta de que había cometido un error absurdo al olvidarme el recipiente en el que pretendía llevármela, así que volví corriendo al carruaje.
—Dejó la habitación a oscuras cuando salió —dije—, ¿por qué?
El asombro y el miedo rivalizaban por adueñarse de sus rasgos.
—¿Cómo lo sabe? Me llevé la linterna. Procuraba ser tan discreto como me era posible en el piso de arriba, siempre que me veía obligado a hacer cualquier investigación cerca de los demás niños. Regresé a los tres minutos, pero…
—Pero entró en un matadero. Alguien le había descubierto, alguien que había derramado la sangre por todas partes.
—Madam Marsh ahogó un grito y yo mismo temí ser víctima de unas palpitaciones fulminantes. —El doctor se pellizcó pesaroso la nariz—. Puede que influyera en mis actos. No lo sé. Seguimos las huellas a la otra habitación y encontramos la ventana abierta, con una escalera improvisada atada al pestillo. Madam Marsh me ordenó que me deshiciera del cadáver, sin darle ningún uso, y también me pidió que le ayudara a fregar la sangre del suelo. Moses y Scales estaban en la casa a los veinte minutos.
—Pero entonces usted se rebeló.
—No podía hacerlo —dijo casi sin respiración, apretando el puño encima de la rodilla—. Desperdiciar el cadáver de un niño de ese modo, la sangre ya se había perdido, y necesitaba un bazo. Lamento haberle dicho que habían sido las ratas. Pedí que me dejara utilizar el sótano. Al principio, Silkie Marsh se negó. Pero entonces le dije que nunca más llamaría a su puerta si no me concedía diez minutos, que nuestro acuerdo habría acabado para siempre, así que ella cedió.
—Prosiga.
La boca del doctor Palsgrave se inclinó hacia abajo, ocultando un rictus doloroso, amargo y cansado.
—Extraje el órgano. Metimos al pobre niño en mi carruaje. Nos encaminamos al norte, al lugar de enterramiento, pero debo confesarle que sólo habíamos llegado a Mercer Street cuando fui presa del más incontrolable pánico. Yo me había demorado diez minutos más de lo debido y Madam Marsh había dicho que podían resultar desastrosos. La prueba yacía a mis pies, y un testigo (sólo Dios sabía quién, a mí nunca se me dijo con precisión cuántos niños empleaba ella en cada momento) andaba suelto, y seguramente con un susto de muerte, la pobre criatura. Paré junto a un receptáculo de basura delante de un asador de carne. Se quedó paralizado.
—Yo…, nunca dejará de perseguirme, señor Wilde.
También le creí. No es fácil parecer tan afligido por una cuestión de honor cuando no eres honorable.
—Silkie Marsh se enteró de lo que hizo por medio de Moses y Scales. ¿Se enfadó por lo cerca de su casa que había dejado el cuerpo?
—No, o si lo hizo, nunca lo mencionó. A la mañana siguiente, me informó de que había encontrado a la niña desaparecida. Le contó que le había hecho una sangría a Liam antes de morir en paz, y la niña la había creído, gracias a Dios. Había controlado la situación y todo podía volver a ser como antes, eso me dijo Madam Marsh.
—Sabiéndolo todo sobre las muertes, las cartas debieron de desconcertarle, pese a que desviaban la atención de usted —aventuré—. La única que se publicó, el mensaje de la Mano del Dios de Gotham en el Herald…, usted se las apañó para guardar silencio. Pero entonces le mandaron la otra, la de tono más siniestro. Dirigida a usted personalmente, a usted, que era en realidad quien estaba detrás de todo. Le asustó. No sabía qué hacer, así que me buscó, sabedor de que no podía destruir la carta y mantener una conciencia limpia. Y entonces vio a Bird Daly.
—Sí —reconoció de buen talante, casi sonriendo—. Nunca la había visto a la luz del sol, lo que fue un placer.
—¿Le mencionó a Madam Marsh que la había visto conmigo? —pregunté despacio, con cautela.
—Oh, sí, me parece que sí. Recuerdo que le dije que la niña tenía muy buen aspecto, muy saludable, desde que había dejado de trabajar para ella. Y no le comenté mucho más.
Sonreí sin pensar. Debió de ser una sonrisa de una torva gelidez, porque el doctor Palsgrave pareció perplejo. Así que me la borré de la cara. Por su parte, los pómulos del doctor estaban griseando un poco, se frotaba con dos dedos nerviosamente el cuello vuelto del chaleco, cerca de la zona del corazón. Y supe lo que estaba pensando. Había habido una única muerte que no podía explicarse, una abominación que él nunca podría haber realizado, un cuerpo desgarrado y clavado a una puerta con unas cruces desquiciadas pintadas a su alrededor como un enjambre de insectos enfermizamente blancos. Marcas, que no había muerto por la ciencia. Marcas, que no procedía del establecimiento de Marsh.
—Lo sé —le interrumpí—. No sé decirle lo que sucedió, pero me encargaré personalmente de que el culpable pague por ello.
—¿Tiene que ver con la carta que le entregué? Apenas puedo soportarlo, aunque sólo sea pensar que…
—Y no tendrá que pensar más, doctor. Lo tengo todo bajo control; sólo una cosa más.
—Diga.
—Un niño pequeño, que respondía al nombre de Jack Be Nimble, en una ocasión echó un vistazo a hurtadillas en su carruaje cuando usted se disponía a deshacerse de un cadáver. El niño estaba a punto de abrir el saco cuando usted le interrumpió. Delante de la casa de Silkie Marsh. ¿Qué le dijo al niño?
—Increíble. Es usted verdaderamente increíble, señor Wilde; yo… sí, lo recuerdo. No por su nombre, que nunca supe. Y tiene razón, todavía no había llegado a abrir el saco, sólo la portezuela del lado del pasajero, aunque me dio tal susto que debió de quitarme diez años de vida. Estaba bastante mal alimentado, creo. Acostumbrados a la vida salvaje, a las costumbres bárbaras de esos niños. Le di una moneda y le dije que le pidiera a la señora de dentro un poco de caldo de pollo. La profesión de Madam Marsh es completamente repugnante, pero siempre sirve una buena mesa, eso no lo negaré.
Me levanté y tendí la mano.
—Gracias por su honestidad, doctor Palsgrave. Lamento habérselo dicho con tanta brusquedad, pero usted tenía que parar. Se acabaron los cadáveres del burdel de Silkie Marsh. Para siempre.
Me estrechó la mano al levantarse.
—En cualquier caso, ya no podría. Me fallaría el corazón. Señor Wilde, espere… ¿de verdad no pretende hacer nada contra mí?
—De verdad.
—No, por favor, tengo que saberlo… usted dijo que Mercy Underhill me delató, ¿no?, ¿cómo es posible? Ella no sabe nada de esto, lo juro.
Una sonrisa asomó en mis labios, esta vez más cálida.
—Ayer la vieron apeándose de su carruaje unos niños que tenían razones para creer que usted era un personaje siniestro. Supongo que los dos debían de ir a atender a algunos pequeños. Pero ella me dijo que el dueño del carruaje no creía en Dios ni en la política. No tuve que devanarme los sesos para pensar en usted.
—Ya veo. Sí, ya veo. —El doctor agitó las manos, como si se apartara su orgullo natural—. Señor Wilde, quédese para una copa al menos, nunca podré recompensarle como merece.
—Me reclaman asuntos urgentes —respondí mientras volvía a ponerme el sombrero.
—Claro. Se lo agradeceré en otra ocasión. Pero ¿cómo va a resolver lo que sucedió en San Patricio? Sólo un salvaje haría una cosa así.
—Volviendo al escenario de los hechos —le dije.
—¿Y entonces?
—Haré una pregunta.
—¿Una pregunta? ¿Y qué espera que suceda después?
—Después tendré a un auténtico asesino al que visitar —dije, dando un golpecito con gesto grave al ala de mi sombrero a modo de despedida mientras cerraba la puerta de su oficina.
Por el aspecto que ofrecía San Patricio cuando llegué a la esquina, no había sucedido ninguna catástrofe durante los disturbios. Todo estaba limpio. Destilaba una limpieza imprescindible, necesaria, compulsiva, desde las escaleras de granito a las piedras rojas y las puertas triples de madera. No me hubiera sorprendido si el padre Sheehy hubiera fregado el roble en el lado interior de la puerta hasta pelarlo, y no le habría echado la culpa. Una brisa agradable y veleidosa soplaba por la calle extrañamente tranquila.
Dentro de la catedral, un monaguillo que estaba quitando el polvo a los bancos me envió a la sacristía del sacerdote. Llamé a la puerta y oí una amable respuesta invitándome a pasar. Pero el padre Sheehy no estaba trabajando, o al menos, no me lo pareció. Su cabeza lampiña se ladeaba pensativamente, inmóvil ante un cuadro religioso. La obra era antigua y representaba a un hombre de unos sesenta años, con el pelo blanco y un rostro afable, que sostenía un bastón con hojas de oro.
—Señor Wilde —me saludó el padre Sheehy—. ¿Ha hecho usted muchos progresos?
—No sé si progresar es la palabra. ¿Quién es ese que tanto le hace meditar?
—San Nicolás siempre ha sido uno de mis santos preferidos, y últimamente me parece que lo mejor que puedo hacer es hablar con él, ya que es el santo patrón de todos los niños.
—¿Ah, sí?
—Ciertamente.
—Pues parece una tarea muy ardua —no pude evitar el comentario.
El padre Sheehy se limitó a asentir en silencio, porque me había entendido perfectamente.
—Es la elección apropiada, aunque su tarea debe de ser interminable. Mire, hay una historia, señor Wilde, que cuenta la visita que hace san Nicolás a una ciudad que está viviendo un período de hambruna. Allí no crece casi ningún cultivo, todo está marchito como el polvo. La villa padece terribles penurias, y luego la cosa empeora, día tras día, como lo que temo que pase en mi tierra natal el año próximo. Hasta que una mañana, un hombre enloquecido por el hambre y la miseria mata a tres niños y los despedaza. Su intención era vender la carne, entiéndame. Pero nuestro san Nicolás, bendecido por Dios y hombre santo, ve la treta. Y lo descubre.
—Una historia terrible.
El sacerdote sonrió con tristeza.
—Y a usted le ha parecido además familiar. Pero san Nicolás fue todavía más lejos y resucitó a los tres niños. Y por eso le he estado contando que le agradeceríamos mucho que rogara en nuestro nombre. Para transmitirle el mensaje de que, dado que él no está aquí para hacer sus milagros, nosotros hacemos cuanto podemos.
—¿Qué le pasó al asesino? —pregunté cuando el padre Sheehy se acercó a su mesa y me hizo un gesto para que me sentara en la silla de delante.
Pareció sorprendido, se pasó una mano agitada por la calva.
—Es la mejor pregunta que me han hecho desde hace tiempo, señor Wilde, y por eso es una pena que no sepa respondérsela. Cuando vuelva el obispo Hughes, investigaré. Me vi obligado a informarle de la reciente tragedia, y creo que pronto regresará de Baltimore. Pero ¿puedo servirle de algo en algún otro sentido?
—Sólo quiero hacerle una pregunta —dije lentamente—. La noche antes de que se encontrara a Marcas, usted tuvo una reunión. Era sobre la educación de los niños católicos de Nueva York en escuelas católicas. Es decir, niños irlandeses en escuelas irlandesas.
—Ah, sí. —Su tono fue seco como unos clavos, e igual de afilado.
—¿No fue bien?
—Me pregunto, señor Wilde, si ha leído un tratado titulado Is Popery Compatible with Civil Liberty? —me preguntó con una sonrisa que carecía del menor humor—, de no ser así, ¿ha hojeado alguna vez una espléndida historia que ha publicado Harper Brothers que lleva por título The Awful Disclosures of the Hotel Dieu Nunnery[24]?, ¿no? Bueno, en ese caso quizá no esté al tanto de que los sacerdotes tienen la santa costumbre de violar monjas y luego enterrar los diminutos frutos de esas uniones en agujeros que excavan en los cimientos de los monasterios. Naturalmente, hay gente aquí que se siente… preocupada. —Escupió la última palabra con tanta fuerza que cualquiera se habría encogido.
—Sé que está enfadado por tantas calumnias. Tiene todo el derecho. —Callé un momento—. Pero ¿suceden en realidad cosas así, padre?
Apretó los dientes.
—Y tanto que suceden. En todo el mundo, y cada día, entre hindúes y turcos, anglicanos y protestantes, y también católicos. Y no detendré esos actos repugnantes más deprisa si renuncio a mi Dios, señor Wilde, porque, sin mi Dios de mi parte, ¿cómo voy a conseguir nada?
Me incorporé en la silla y apoyé el antebrazo en el borde de la mesa.
—Después de aquella reunión, cuando los asistentes se dispersaban, ¿alguno de ellos hizo una donación?, ¿al orfanato o a la iglesia?
El sacerdote arqueó las cejas.
—Uno de ellos, y fue fruto de muchas, muchísimas insinuaciones amistosas por mi parte, y también por la del obispo.
—¿Fue ropa o comida, o un saco grande de algún tipo? Y era tarde, y usted estaba hablando con gente importante. Se lo agradeció. Se alegró de que hubiera venido. A usted le requerían de todas partes y lo dejó para ocuparse más tarde.
—Sí —dijo. Un pestañeo impotente y confuso recorrió su rostro afable.
—¿Tiene el saco todavía aquí?
El sacerdote se quedó tan blanco como si lo hubieran borrado y se tapó la boca con la mano. Como si la respuesta fuera venenosa y él fuera a absorberla por la lengua si la pronunciaba. Yo le entendía, pero no podía permitirme el lujo de esperar.
—Padre, por favor, escriba el nombre del donante. Anótelo en un trozo de papel y démelo. De otro modo sólo tendré mi palabra.
La mano se le crispó una vez antes de que pudiera moverla. Pero al final lo hizo, cogió papel y una pluma, con la cara tan petrificada como la del san Nicolás que colgaba de la pared.
Por extraño que parezca, mientras él sellaba el destino de un hombre y yo le miraba, no pensé en qué tenía que hacer a continuación. Ni en qué debía hacer, ni en qué implicaba aquel papel. Pensaba en lo que Mercy había dicho en Washington Square Park. Que poner las cosas por escrito era como dibujar un mapa. Y que ella nunca conocía sus propios límites internos sin escribir sobre ellos…, como un agrimensor con una cuerda y un astrolabio, contemplando pensativamente un río. Me di cuenta de que, no siendo ningún experto con las palabras, yo hago lo mismo con el papel de estraza. Entonces me acordé de su libro quemado y me sentí avergonzado por haberla abandonado la noche anterior, más avergonzado de lo que me había sentido en toda mi vida.
El sacerdote me pasó el nombre. Pero no fue ninguna sorpresa, así que doblé el papel y me lo guardé en el bolsillo del chaleco.
—Soy nuevo en esto —dije—. Pero confíe en que actuaré correctamente.
Le estreché la mano. Me di la vuelta para marcharme.
—San Nicolás medía poco más de metro y medio, señor Wilde, o eso dicen. Era un hombre muy bajo.
Me volví a mirar el cuadro.
—No le sigo.
—Dios siempre hace uso de los recipientes apropiados. —Hablaba en voz baja mirándose fijamente las manos—. No se lo tome como un insulto, y le ruego que me perdone.
—¿Puedo pedirle prestada su pistola? —fue la única respuesta sensata.
Mientras salía de la catedral con su arma en la chaqueta me pregunté a qué Dios se referiría, dado que yo no tenía uno concreto. Cada segundo de aquella maldita investigación entera había sido fruto de mi sangre, mi sudor, mi cerebro y mi necesidad de saber. Pero si había alguna fuerza invisible de mi parte, habría sido un estúpido para cuestionarla en ese momento. Así que lo dejé pasar, lo dejé pasar con un silencioso gracias. Gracias a todo y a todos los que me habían ayudado sin que yo lo supiera, hasta a Maddy Sample y su saludable libido.
Media hora más tarde, llamé a la puerta de los Underhill.