VEINTIDOS

El último día de las elecciones, terribles disturbios entre irlandeses y americanos perturbaron de nuevo la paz pública. El alcalde se presentó con un grupo numeroso de vigilantes, pero fueron atacados y vencidos, y muchos de los vigilantes están gravemente heridos.

• Del diario de PHILIP HONE[22], 10 de abril de 1834 •

El burdel de Silkie Marsh está a cinco minutos a pie de la comisaría de Valentine, y eran las nueve de la noche. Mi hermano estaría en su despacho. Y, si no, en el Liberty’s Blood. Había recorrido la mitad del trayecto a la comisaría cuando me di cuenta de que a la ciudad le pasaba algo mucho peor que mi humor de perros: nuestros deplorables intentos de guardar el secreto habían quedado en nada. La edición vespertina del Herald nos había destrozado.

En las calles Prince y Greene la gente había corrido las cortinas de las ventanas de las fachadas, y algunos incluso habían cerrado los postigos, a pesar del calor sofocante. Un sudor febril y sucio centelleaba sobre los cristales cerrados. Cada pocas casas de piedra arenisca y ladrillo rojo, veía dedos nerviosos que apartaban los visillos, como si quisieran mirar sin ser vistos. Un hombre, lo bastante bien vestido para ser un empleado pero tan musculoso que supe que era un broncas del partido, estaba sentado en las escaleras delanteras de su casa fumando un puro, con una porra apoyada entre las rodillas. Esperando el trueno. Y, por el cariz que estaban tomando las cosas, la espera no sería muy larga.

Supe lo que implicaba todo aquello antes de que nadie me lo explicara, así que cambié de dirección y me encaminé directo a la jungla. Cuando vi a un grupo de policías acercándose por una calle lateral, la mayoría de ellos miembros conocidos de la antigua compañía de bomberos de Valentine, me paré en seco. Llevaban antorchas y porras emplomadas elegantemente remachadas. Unos pocos caminaban con pistolas colgadas de sus cinturones. Pero ninguna de aquellas siluetas me pareció lo bastante gigantesca para que fuera mi hermano.

—¿Es ése Timothy Wilde? —gritó uno.

—Algo que se le parece.

—Ven con nosotros, se nos ha convocado. A todos los estrellas de cobre. Somos los últimos del Distrito Octavo, tu hermano ya está en el lío.

—¿Dónde es? —pregunté mientras daba media vuelta y le cogía una pesada porra a un fornido irlandés que había creído conveniente llevar dos.

—Donde menos falta hace, para variar —espetó el policía—. En Five Points. El único sumidero de esta isla que no podía empeorar.

—Ése es mi distrito —señalé.

—Claro, y el capitán Val me lo dijo. Dios te ayude.

«Pues no lo ha hecho mucho en lo que llevamos de día», pensé.

Primero nos llegó el griterío, antes que el hedor a basura quemándose que arrastraba el aire, antes que las chispas. Levanté la mirada hacia el cielo y vi que, al menos, la sábana estival de la tormenta de nubes bajas que lo encapotaba era todavía gris, sin ninguna mancha más oscura que indicara que ya había algún edificio en llamas. La luna aparecía y desaparecía como un espíritu inquieto. Un par de tenderos judíos que vendían ropa de segunda mano pasaron apresurándose a nuestro lado, saludando con las cabezas y mirando hacia atrás, apresurándose para quitarse de en medio. Casi en ese mismo instante, un grupo de niños muy pequeños, aullando como cachorros, corría por Anthony Street hacia el siniestro resplandor, apresurándose para no perderse nada. Pensé en Bird, en Harlem, donde las estrellas son más claras incluso cuando el cielo se cubre de nubes de tormenta, y apreté la porra con más fuerza.

—Parece una buena juerga —comenté—, ¿sabemos quién la empezó?

Digan lo que digan los periódicos y las revistas de que los disturbios brotan como hongos, se equivocan. Sé dos cosas sobre los disturbios: todos son por lo mismo, y todos han sido previamente planeados. Siempre. Los disturbios se cultivan, y luego, cuando florecen, los granjeros golpean con sus puños amargados la cara de la ciudad entera.

—Parece haber sido Bill Poole.

—Conozco a Bill Poole —dije al recordar la imagen del matón borracho al que le había puesto un ojo a la funerala delante de San Patricio—. No nos llevamos bien. ¿Es el responsable de esto?

—En cualquier caso, ha tomado parte, y montones de bravucones nativistas le respaldan, listos para romper lo que se les ponga a tiro, sean cabezas o ventanas. Se supone que nosotros debemos mantener el orden, si es posible. Matsell intentará convencerle con palabras para que se tranquilice, pero ya conoces a Bill Poole.

—Empiezo a hacerme una idea.

—Un loco cabronazo, ese Bill Poole —murmuró un estrella de cobre americano—. ¿Qué otra cosa pretende hacer con los irlandeses más que sacarles votos?, eso es lo que me gustaría saber. Ahora están aquí. Y van a quedarse. Más le valdría deportar a las cucarachas.

—Que te den —dijo el colega irlandés.

—No pretendía ofender —se apresuró a responder el primero—. Somos del mismo bando, ¿no?

Tras cruzar la frontera del Distrito Sexto y proseguir hacia el este dos o tres manzanas más, se llega a Five Points. Se llama la Paradise Square, claro, porque nunca nos ha faltado sentido del humor: el centro del infierno en el que confluyen cinco calles. Pero no es ni paraíso ni plaza, sino un triángulo infecto. Hay zonas de esta ciudad en las que, durante los períodos más secos del verano, el barro que llega a la altura de las botas el resto del año se endurece del todo y su olor disminuye. Pero no en Five Points. Hay zonas de esta ciudad donde las putas aturdidas por la ginebra se retiran puertas adentro a las cuatro o las cinco de la madrugada, cuando ya van medio desnudas y no tienen ganas de mantenerse en pie. Pero no en Five Points. Y en la mayoría de los barrios de la isla, la gente que vive en ellos tiene el dinero justo para poder mostrarse cruelmente despectiva con la raza de sus vecinos. Pero en Five Points, donde nos situamos al lado de la Crown’s Grocery con el imponente monstruo de cinco plantas de la Old Brewery cerniéndose pálido y agrietado como un cráneo viejo justo enfrente, todas las razas viven juntas. Porque si un hombre es lo bastante pobre como para buscar refugio ahí, es que no existe otro infierno en el que pueda hundirse.

Las hogueras ardían sobre el suelo, húmedo como una alcantarilla, por toda la plaza. Quería creer que estábamos pisando posos de café recién tirados, pero sabía que no era así. La gente se congregaba en apiñados grupos de tres, o de siete, o de una docena de personas, encendían antorchas en la llama más cercana y buscaban a otros de su cuerda. Grupos de irlandeses, la mayoría, a los que probablemente habían convocado. Unos cuantos negros, aunque éstos permanecían delante de sus propias viviendas, recelosos. Y también grupos de policías, decenas de ellos.

Justo delante de la Old Brewery se habían situado casi todos los Bowery Boys. Uno es capaz de diferenciar a los agresores de los defensores por el modo en que sostienen los trozos rotos de ladrillo, y estos nativistas en concreto los estaban haciendo rodar animadamente por el suelo como si el tener que utilizarlos fuera una simple travesura veraniega terriblemente flash. Todos sin excepción vestían como versiones baratas de Val. Todos los cuellos de camisa del revés, todos los chalecos chillones cargados de flores, todos los sombreros de copa abollados, de seda cepillada. Y el sombrero más alto, encima de la cabeza más cruel, pertenecía a Bill Poole. Llevaba un puro entre los labios y estaba en el centro exacto de Cross Street, en el vértice meridional del triángulo, y parecía tan iluminado como el Cuatro de Julio.

—… y ahora están permitiendo que esta purulenta peste de religión florezca —atronaba—. Ya no se esconde en tugurios infames y bodegas donde venden matarratas. ¡Construyen una catedral! ¿Y qué hacen entonces estos salvajes de piel blanca?, os preguntaréis. ¡Cogen a uno de sus propios niños y lo sacrifican al Anticristo de Roma!

El comentario fue recibido con una ovación grotesca por los tipos del Bowery y muecas asqueadas de los irlandeses. Los negros sólo esperaban a ver cuál de sus hogares acabaría reducido a cenizas esta vez.

—Muy bien. Esto no puede seguir así —dijo el hombre que estaba a mi izquierda, bajando la mirada nervioso a su estrella de cobre—. Parar un disturbio antes de que estalle es una cosa, pero…

—Si yo fuera usted, Bill Poole —dijo una voz que atravesó la bruma de las hogueras como una alarma de incendios—, me iría a casa a dormir la mona. Y esta noche resulta que estoy de bastante buen humor. Así que voy a dejar que se vaya y la duerma.

George Washington Matsell se había colocado a la cabeza de todos y cada uno de sus dieciocho capitanes y sus treinta y seis ayudantes de capitán. Yo jamás había visto una agrupación más mortífera de bomberos, matones callejeros, gorilas del partido y trepas pendencieros, un grupo que dejaba muy claras las preferencias del jefe Matsell a la hora de contratar personal. Si eras leal al partido o puede que incluso un buen vigilante, podías llevar una estrella de cobre. Si tenías pinta de haber matado a un hombre con tus propias manos y de que no te daba miedo hacerlo de nuevo, podías ser capitán. Valentine estaba justo detrás de Matsell, mirando a su alrededor con una porra elegantemente ladeada sobre el hombro.

—¿Veis todos al lado de quién prefiere luchar este ejército permanente, esta supuesta policía? —gritó Bill Poole—. ¡Son un insulto a la democracia! Los patriotas no se doblegan ante ninguna pandilla de matones callejeros.

—Es curioso que sea usted precisamente quien lo diga —habló despacio Matsell. Las puntas titilantes de las llamas de las antorchas que le rodeaban parecían escucharle ávidamente, conteniendo el aliento—. Voy a decírselo una vez más: ¡ciudadanos, dispérsense! Si no saben lo que significa esa palabra se lo explicaré: váyanse a casa ya mientras buscamos al hijo de puta que mató a aquel niño.

—Y yo digo que no os disperséis —se mofó Bill Poole—, ¿qué pasa?

—Habrá gente herida. Y yo no quiero eso, Poole, aunque puede que usted sí. Así que lo expresaré de este modo: usted saldrá malparado.

—Si no puedes pillar a un pirado irlandés enfermo, ¿crees que vas a intimidar a un americano?

—Me parece que sí soy capaz de detener a un bocazas —gruñó el jefe Matsell con resignación—. ¿Por qué no nos hace los honores, capitán Wilde?

—Es muy raro —dijo Valentine, acercándose con toda tranquilidad a Bill Poole con un par de esposas de hierro y una perversa sonrisa en los labios—, y yo que pensaba que «dispersar» significaba «encular». ¿Qué tal, Bill?

—¡Muchachos! —gritó el jefe—. ¡Mantenedlos a raya!

Porque en ese momento se habían producido varias explosiones simultáneas.

Parpadeé cuando me empujaron con fuerza a un lado, hacia dentro del porche combado de la Crown’s Grocery. La plaza pareció de repente una de las exhibiciones de fuegos artificiales que diseñaba Hopstill, mientras la furia contenida se desataba y salían ladrillos disparados de todas direcciones. Desde detrás de mí, los estrellas de cobre del Distrito Octavo cargaron hacia delante y yo me desvié hacia la Old Brewery y el centro del follón pensando: «Por fin. Una pelea. Y una que merecía la pena ganarse, bien lo sabe Dios».

Dado que no estaba acostumbrado a pelear con una porra, el primero que se me abalanzó podría haberme partido la crisma. Eso era lo que pretendía. Pero retrocedí y golpeó el barro, esparciendo mugre en todas direcciones. Me di la vuelta lo mejor que pude entre el cieno que me cubría hasta los tobillos, y solté mi porra emplomada sobre la mano del camorrista borracho, rompiéndole algo. Él gritó, se echó atrás, desdentado y sin un arma.

Así que fui a por otra pelea, esperando que fuera tan buena como la primera.

Puños americanos de latón volaban desde todas partes, un único disparo de pistola sonó antes de que el cuello de un estúpido recibiera el impacto de un ladrillo, y yo pensaba: «Así, más, más». Esa noche veía con una claridad especial: en cuanto percibía el aliento de matones a mi espalda me giraba y les clavaba un porrazo en las tripas. Algunos de ellos escapaban en cuanto los herían. A mí me daba igual. Era flash. No tenía ganas de castigar a nadie, sólo de ganar a algo, a cualquier cosa, en la guarida de perros sin ley en la que me había metido sin saber cómo, o eso pensaba mientras alcanzaba de lleno a un matón de aspecto fiero en el torso, y se desmoronaba chocando contra una bomba de agua.

Estábamos librando una guerra abierta: ventanas rotas, hombres caídos boca abajo en el lodo, gritos que se entretejían en un torbellino ensordecedor de aullidos. Era una pelea furiosa y confusa entre bravucones americanos, sinvergüenzas irlandeses y estrellas de cobre, cuyas fuerzas se componían aproximadamente de la mitad de los unos y la mitad de los otros. Eso era importante para mí. Porque no nos estábamos dividiendo, lo vi con una sensación parecida a la que me produciría contemplar el ataúd de mi hermano, y no nos volvíamos los unos contra los otros. Ni uno solo. Uno veía a otro en peligro y detenía un ladrillo con su propia porra. Veía caer a otro y le ayudaba a levantarse. No importaba el color de su pelo ni la forma de sus rasgos.

A decir verdad, aquello tenía algo de milagroso. O al menos eso me pareció; el tipo de comportamiento que ya no esperaba encontrar en Nueva York.

Y entonces el aire pareció más putrefacto si cabe.

Me encontré en las puertas de la Old Brewery, sudando como un caballo de tiro. No sé cómo fui a parar allí. Debían de haber pasado al menos treinta minutos desde que empezara todo, porque la cubierta de nubes había sido arrastrada por el viento y las estrellas eran dolorosamente brillantes. Muchos seguían peleando todavía. Pero otros habían caído o habían sido detenidos y los estaban metiendo en carretas.

Zas.

Era uno de los guardaespaldas de Bill Poole. Reconocí su dentadura, que hedía a ginebra, y sus manos simiescas. Puede que no pudiera echársele la culpa de haber nacido para destruir.

Me tambaleé hacia atrás.

Aquello había sido un cuchillo, no una porra. Y me había dado un buen tajo en el antebrazo. El corte parecía superficial, pero debía de tener casi treinta centímetros de largo.

Mi hermano apareció en el umbral de la Brewery, lamiéndose los labios como un turista francés. Indomable y familiar. Se hizo una idea de lo que pasaba.

—Vaya, si tenemos aquí a Snatch Smith —dijo afablemente. La ropa de lino de Val estaba arrugada, pero aparte de eso no parecía que nadie le hubiera rozado—. ¿Te está dando una paliza mi hermano?

—Ni de lejos —se mofó el villano.

—Entonces es que estaba pensando dártela, ¿a que sí, Tim?

Aunque el tajo me recorría el brazo, no me dio la impresión de que la sangre me incapacitara demasiado. Aquel pobre cabrón estaba tan distraído con Valentine que cuando arremetí contra él de nuevo había bajado la guardia, y se llevó un buen golpe bajo el brazo. El cuchillo que había agarrado se perdió volando en la penumbra de la Old Brewery.

Pero se me olvidó dejarlo tieso. Tras suponer que Val constituía una mayor amenaza, el tipo tenía las manos carnosas alrededor del cuello de mi hermano antes de que ninguno de los dos nos diéramos cuenta de qué estaba pasando. Fue una suerte para nosotros que hubiera errado en su suposición.

Lo derribé con la porra, noqueándolo. Yo me derrumbé después, y me quedé mirando fijamente las vigas negras del techo, exhausto. Derrengado, ensangrentado, sin dormir desde hacía demasiado tiempo, y con las sienes latiéndome desbocadas. Una antigua escalera de madera se alzaba sobre mí. Oí gruñir a un perro, chillidos poco entusiastas llegaban desde la calle.

Val estaba de pie, medio estrangulado, pero ileso, vivito y coleando.

—A Snatch no le gusta mucho el hospital —oí decir a mi hermano con voz ronca mientras echaba al tipo inconsciente por la puerta—. Una siesta en Paradise Square le dará tiempo para replantearse sus elecciones.

—Me equivoqué —le dije a Valentine desde el suelo—. En lo de Bird. Era Silkie Marsh la que quería quitársela de en medio en la Casa de Acogida. Probablemente habría hecho que la mataran en cuanto llegara. Me equivoqué al culparte.

—Se te ocurren las ideas más peregrinas —dijo Val jadeando—. Si quieres vivir una vida larga y tranquila, mantén la boca cerrada y haz lo que te diga. Vamos.

—¿Adónde?

—Los disturbios están casi sofocados, y Piest ha encontrado algo. Una pollita descocada que tenía un amante secreto al norte de la ciudad, donde enterraron a los niños. Tú y yo tenemos que ir a las Tombs, órdenes del jefe…

Me incorporé y me quedé sentado.

—Te acostabas con Mercy Underhill, ¿verdad?

No era una pregunta. Mi hermano, que se había examinado el cuello y llegado a la conclusión de que no estaba más aplastado de lo que debería, extendió la mano derecha para ayudarme a levantarme. Se la acepté.

Retorció los labios.

—Sí, he regado su jardín. Pero de eso hace mucho tiempo. ¿Por qué lo preguntas?

Esa no era una pregunta que pudiera entender.

—Una moza preciosa, ¿verdad?, y ni siquiera se da cuenta de lo atractiva que es —tosió—. Ahí radica su encanto, en mi opinión.

Era precisamente el hecho de que tuviera razón lo que hizo que me entraran ganas de gritar.

—Te acostaste con Mercy —repetí.

—¿Y qué?, ¿tú no? Has estado coladito por ella durante años, ¿no? ¿Qué tiene de malo? Todo viril hijo de América ha tomado a Mercy Underhill si a ella le ha apetecido, y tú, un camarero con mucho dinero todo ese tiempo, lo bastante para darle algo de vidilla… Por Dios, Timothy, ¿qué pájaros tienes en la cabeza? Una mujer de sangre caliente tiene derecho a divertirse un poco. ¿Me estás diciendo de verdad que no te has acostado con ella?

Era demasiado. Me abalancé contra él.

Quería ver un charco de su sangre, oír un aullido de dolor auténtico brotando de la boca de aquel miserable. Primero hizo algunas fintas, dio un giro ágil. Pero mi puño le alcanzó en el ojo, con un estallido como el de un petardo, y me gustó, quería repetir esa sensación. La de que alguien podía enseñarle algo al desgraciado. Arrastrarle a mi nivel de vulnerabilidad o elevarle a mi tipo de comprensión.

Entonces me sujetó el brazo derecho detrás de la espalda y me aplastó la cara contra la pared encalada medio desmoronada, mientras me agarraba por el cuello como a un cachorro de una nueva camada. Al menos le caía sangre por la sien. Eso me satisfacía.

—¡Puta mierda, Timothy! ¿Es que te has vuelto totalmente loco? ¿Por qué tengo que importarte yo más que cualquiera de los demás? Tú sabes tan bien como yo que…

Val calló porque, al oír sus palabras, yo había hecho una mueca visible y me golpeaba la cabeza contra la pared desconchada, ahorrándole la molestia. Sentí que su zarpa se movía sobre mi cuello, pensativa.

—No lo sabías. Acabas de enterarte de que ella está… disponible. Y lo que querías no era echarle un polvo —añadió en voz baja—. Estabas pensando en… términos más eclesiásticos.

—Por una vez en tu vida, por favor, cállate.

Se abrió un silencio como un abismo.

—Tim, lo siento —dijo. Era una declaración un tanto rara en un hombre que te está sujetando por el cuello—. No puedo decir que sepa por lo que estás pasando, pero supongo que también estaría destrozado.

Si mi hermano me había pedido perdón alguna vez, no me acordaba. Los dedos que me agarraban el brazo en una llave de hierro se aflojaron.

—Si te suelto, ¿me partirás la cara?

—Seguramente.

Me soltó, me di la vuelta para mirarle. Un buen chorro de sangre brotaba de la herida que le había abierto al lado del ojo. Todavía quería darle más, pero por alguna razón, cuando vi la expresión de su cara, ya no pude. Valentine parecía casi avergonzado.

—Bueno, sabe Dios que tienes razones para partirme la crisma —dijo con la sonrisa más triste que he visto jamás—. Anda, dame otro puñetazo, te dejo, y luego vamos a las Tombs. Después de todo, yo ya te había hecho mucho más daño antes de conocer a ningún Underhill.

—Hacerte bombero no es peor que acostarte con la mujer cuyo apellido yo quiero cambiar.

Parpadeó.

—Está noche me superas, Tim, de verdad. A ver, ¿qué tiene de malo trabajar de bombero?

No daba crédito a mis oídos.

—No te hagas el tonto.

—Mierda, Tim, no me lo hago, ahora lo soy. ¿Qué tiene de malo?

—Nuestro padres murieron en un incendio —le espeté con rabia a mi hermano, que se cernía sobre mí, mientras mis puños se balanceaban ansiosos e inútiles a mis costados—, te acuerdas, ¿verdad que te acuerdas? Y no había pasado ni un día cuando ya estabas metiéndote a bombero.

Los ojos verdes de Valentine se estrecharon como los radios de una rueda que giraba a toda velocidad, con pensamientos que asomaban parpadeantes en ellos.

—A lo mejor fue difícil al principio. Pero ésa no es la razón por la que has estado cabreado conmigo todo este tiempo. Que apagara incendios. Se supone que es mi trabajo.

—Vas a obligarme a quemarte vivo —le espeté—. ¿Y qué otra cosa podría molestarme más?

Val empezó a reírse.

No era su habitual risita despectiva. Y tampoco era la variedad de disculpa a pleno pulmón. Era una risa que te desgarraba el estómago. Val era capaz de reírse delante de un ahorcamiento, lo sé, pero esto dejaba su humor negro a la altura de una sonrisa a un cachorrillo. Tenía la sensación de estar mirando a alguien al que estaban destripando, y por un momento me asusté tanto que le cogí los brazos con ambas manos. Había esbozado su mueca habitual, pero esta vez dijo en voz alta lo que pensaba.

—No es gracioso. No tiene la menor gracia, ni una mierda de gracia.

—Val —dije. Y añadí—: Para, Val.

Pero no me escuchaba.

—Me estás diciendo —dijo jadeando—, que llevas todo este tiempo cabreado porque…

—Porque en cuanto nuestra familia murió en un incendio, te dedicaste a atacar todos los incendios que encontrabas. Sí, Val. Valentine.

Fue el único momento que recuerdo haberme sentido más alto que él, porque se dobló, apoyó las manos en las rodillas, su cabello rojizo le cayó sobre los ojos mientras se reía como un hombre al que acababan de condenar al infierno.

—Oh, genial. Me parto de risa. ¿Quieres que te cuente una cosa, Timothy, una historia que te deje boquiabierto de verdad?, ¿eh? A lo mejor también te apetece saber qué creía yo que te cabreaba a ti. Dios, mis pulmones.

—Val —dije.

Mi propia voz débil resonó burdamente en mis oídos, y pensé casi desquiciado: «Idiota, pasmado, pórtate como él».

Val volvió la cabeza y alzó la mirada, la sangre le corría todavía generosamente por el cuello, e irguió los hombros.

—Sobre aquel incendio. El primero. El que hizo que tú aprendieras a servir en un bar y yo a preparar la cena.

—Sí —dije.

—Yo provoqué el incendio —dijo Valentine.

De repente dejó de estar delante de mí. Se había alejado a miles y miles de kilómetros de distancia. Fue una mirada de expiación. Una que nunca me había enseñado. Y como no me había dejado verla, ni siquiera sabía que existía.

—Estaba fumando un puro en la cuadra, en lugar de limpiar los establos como se suponía que debía hacer. Me fumé el puto puro, Tim, y prendió en la paja, y cuando corrí a soltar los caballos, ellos… Abrí los establos porque necesitábamos a los animales, papá no habría podido trabajar la tierra sin ellos, y qué clase de…, salí corriendo de… Tenía dieciséis años, Tim, y me imaginé que me veías. Que me veías abriendo las puertas de las casillas del establo, intentando sacar a los caballos de allí. Corriendo como si me persiguiera el infierno. Y así era. ¿Me entiendes? Tú estabas en aquella puerta y me viste provocar ese incendio. ¿No? Todo este tiempo, yo…, estabas totalmente paralizado cuando me di la vuelta. Y no me di cuenta de que el fuego había llegado al queroseno, a todo aquel queroseno. Para entonces yo ya te había sacado de allí. No pudimos. ¿Te acuerdas? No, porque los edificios estaban pegados, y las llamas en la puerta. Todo había acabado. No lo hice a propósito.

Cuando Val dejó de hablar, se pasó los dedos por la nuca, mirando hacia otro lado. Se oyó un grito en una habitación cercana, seguido de una risa aguda y de cristales que se resquebrajaban alegremente. Quería decir algo. Pero cualquier lazo que hubiera entre mi cerebro y mi boca se había cortado, igual que el lazo entre mi boca y el latido remoto de mi pecho.

Vi que Valentine tocaba mi estrella de cobre.

—Eres lo que se supone que debe parecer un estrella de cobre. Lo sabía. No me alegré de que acabaras con la cara llena de cicatrices, pero al menos eso tuvo de bueno el incendio del centro. Me quitaré de en medio, y así te resultará más fácil. No tendrás que volver a verme. Ve a ver a Matsell y encárgate de que Nueva York siga en pie mañana. Adiós, Tim.

Se alejó con las manos en los bolsillos. Por la puerta principal. Cada trozo de mi cuerpo quería detenerle. Incluso las partes que todavía estaban furiosas, incluso los pedazos que él acababa de reventar como un barril de queroseno.

Pero no pude reunir el valor suficiente para moverme lo bastante rápido. Cuando salí a la calle con su nombre en los labios, me asaltó el temor de que Valentine no hubiera sido más que un producto de mi imaginación.