VEINTE

Mantened siempre a DIOS ante vuestros ojos

con toda vuestra resolución,

no cometáis ningún pecado,

cumplid su mandato.

Abominad de la Ramera de Roma

y de todas sus blasfemias,

y no bebáis de su cáliz maldito,

ni obedezcáis sus decretos.

THE NEW ENGLAND PRIMER[19], 1690 •

—Liam no paraba de toser —empezó su relato Bird. Tenía los ojos fijos en las manos, y las manos clavadas en las rodillas— desde hacía días. Así que avisaron al doctor Palsgrave. Él se preocupó mucho. Regañaba a todos, tanto daba lo que hicieran, y luego les pedía perdón y les daba caramelos, hasta que no le quedó ninguno, así que por eso nos dimos cuenta de lo preocupado que estaba. Una vez se quedó toda la noche con Liam, y no tenía tiempo para eso, porque cuida a muchos otros niños. Miles y miles, me parece. Eso hizo que pensáramos que Liam se moriría.

—De neumonía.

—Sí. Pero eso pasó antes, puede que dos semanas antes. Liam empezó a ponerse bien, recuperó el color. Gracias al doctor Palsgrave, aunque estoy segura de que él se olvidó de Liam en cuanto pudo. Pero entonces Liam salió un día, y volvió con la tos. Sonaba muy fea. A la mañana siguiente, su puerta estaba cerrada y la señora nos dijo que él se sentía mejor, pero que necesitaba descanso y que no debíamos molestarle.

Bird se interrumpió. No le metí prisa, no directamente. Sólo me moví un par de centímetros de manera que mi codo tocó la parte de arriba de su brazo. Cerró los ojos.

—Esa noche… —continuó.

—La del veintiuno de agosto.

—Sí.

Esperé.

—Bajé por las escaleras porque quería un poco de leche. A la señora no le importaba que tomáramos lo que quisiéramos. Que cogiéramos comida. Ella es tan rica que la leche siempre es buena, no la mezcla con agua y tiza para ocultar el sabor cuando se estropea como contaban otros que hacían en sus casas anteriores. Me serví un vaso y me lo bebí. Yo no tenía…, no había visitas, salvo uno que estaba con Sophia, creo. Así que fui al salón de delante a mirar por la ventana, me gusta ver los vestidos de las damas.

»El carruaje estaba allí. El que usa el hombre de la capucha negra. Lo reconocí nada más verlo y me quedé helada.

—¿Puedes explicarme qué aspecto tiene?

—Grande y oscuro. Cuatro ruedas, tirado por dos caballos. Lleva algo pequeño pintado a un lado, pero nunca pude verlo con claridad.

—¿Y qué hiciste?

—Me aparté de la ventana. Pensé que lo mejor era que me escondiera en mi habitación, porque ya sabía lo que pasaba cuando…, y nunca se lo había contado a nadie. Eso de que había visto cómo se nos llevaban. Envueltos en tela negra, pero yo bien sabía qué había debajo. Yo sólo rompía cosas, pero no decía nada. Tazas de té; una vez, una lámpara. Ella nunca me pegó por romper cosas, pero me miraba con frialdad, y luego me obligaba a estar despierta más horas durante unos días.

—¿Cuánto tiempo habías vivido allí, en total?

—No me acuerdo. Siglos, pulía la plata. Ella dice que nací allí. No sé si es verdad o no. Pero empecé a trabajar a los ocho años, de eso sí mi acuerdo.

Se me crisparon los dedos, pero contuve la lengua.

—En cuanto vi el carruaje me entró miedo. No quería que viniera por mí. Pero, también estaba preocupada por otra cosa…, porque habían cerrado la puerta de Liam, ¿sabe?, ¿y si eso significaba que el hombre de la capucha negra había venido por él? Pensé que esa vez a lo mejor podía ayudarle a salir de allí. Liam me caía bien, conocía los cantos de los pájaros. Decía que, llamándome como me llamaba, yo tenía que aprenderlos también. Pero todavía no habíamos aprendido los difíciles, iba a enseñarme más esa semana.

Bird había empezado a llorar un poco, pero eso no le alteró la voz, apenas se le notó un temblor. Las lágrimas le empapaban las mejillas en silencio.

—Las cerraduras de las habitaciones no son difíciles de forzar. Robert me había enseñado, cuando yo tenía siete años. Bueno, cogí una horquilla dura de mi habitación y comprobé que no había nadie en el pasillo. Abrí la puerta, haciendo el menor ruido que pude. Pensaba que Liam podría escaparse por atrás. Había otros burdeles a los que podía ir, no sé, o a…, no sé. A lo mejor se ponía bueno y podía embarcarse. Eso era lo que yo pensaba. Pero era una estúpida. Una completa estúpida. No miré por debajo de la puerta.

—¿Y por qué tendrías que haberlo hecho?

—Porque dentro estaba a oscuras —dijo atragantándose—. Si él hubiera estado allí, y despierto, habría tenido la lámpara encendida. Cuando por fin abrí la puerta y entré a hurtadillas, avancé sólo unos metros, hasta el borde de la cama, y entonces tropecé con un gran cuenco.

No me hizo falta preguntarle qué había en el cuenco, no, al ver cómo se le estremecían las pestañas. Dos alas de polilla aterrorizadas resistiéndose al tirón de una vela de sebo.

—¿Encendiste una lámpara? —fue la pregunta que finalmente le hice.

—No. Podía ver a Liam en su cama, con la luz de las estrellas. No respiraba. No le quedaba sangre en el cuerpo. Estaba en el cuenco. Toda en el cuenco. Y también por el suelo, y en mi camisón.

Le rodeé los hombros con el brazo, con suavidad. No se resistió, así que lo dejé allí.

—Volví corriendo a mi habitación, donde las lámparas estaban encendidas. Necesitaba la luz. Quería chillar. Creí que se me iba a escapar un grito así que me puse una almohada encima de la boca hasta que supe que no me saldría. Entonces até varias medias y las sujeté al pestillo de la ventana. Tenía miedo de que alguien me viera, tanto miedo que me temblaban las manos. En algunos sitios hay… agujeros en las paredes. Nadie que yo sepa había descubierto ninguno en la casa de Madam Marsh, pero a lo mejor ella era más lista que nosotros. Ella es más lista que la mayoría. Pero nadie me detuvo. Y luego eché a correr. No podía seguir viviendo allí. Esa noche no vi al hombre de la capucha negra. Sólo su carruaje. Pero sabía que rondaba por allí, desde el principio. Sabía que despedazaría a Liam.

No era algo que hubiera imaginado que se me diera bien. Eso de estar sentado en el suelo, con el brazo alrededor de una delgada niña de diez años, intentando impedir que sus huesos se salieran de su pecosa piel. Es posible que la gente me cuente cosas, pero eso no me convierte en un experto en recomponer a los demás. Y puede que no sea más que un pusilánime, el gallina que siempre he sido, nada especial después de todo. Pero, Dios, vaya si me esforcé.

Bird se estremecía bañada en lágrimas.

—Me había sentido mal antes, pero aquella vez era distinta. La sangre era algo nuevo. Pensaba que nunca podría quitármela de encima. Que no encontraría ayuda.

—Ojalá pudiera hacer algo.

—Nadie puede evitarlo ya. Siento no habérselo contado antes. Yo…, a mí me caía bien usted. Usted me trajo dentro.

—Está bien, no pasa nada, Bird.

—Si ella puede mentir cuanto quiere, entonces, Dios, también yo puedo de vez en cuando.

—Tú eres como yo, y no fue culpa tuya. Nada fue culpa tuya. Somos iguales.

—Eso no es verdad —dijo ella entre sollozos.

—Las cosas irán mejor —le prometí deseando que eso sí fuera verdad—. Cada vez mejor, a medida que te vayas alejando.

—¿Qué quiere decir que me aleje?

—La gente como tú y como yo no tiene tiempo para demorarse en esas cosas, en las cosas que nos hieren o nos ensucian —le dije, agarrándola con más fuerza—. Nosotros seguimos caminando, adelante. En Nueva York nada está nunca limpio del todo.

Avanzada la tarde, despedí a Bird y a la señora Boehm en la parada de Broome Street del ferrocarril de Nueva York y Harlem. Al pensar qué era lo más conveniente mientras volvía andando, decidí pasarme por el teatro y encender una pequeña hoguera que estimulara la inspiración bajo mis vendedores de periódicos. Reclutar a esos críos había sido la mejor idea que había tenido, y les había sobornado con generosa honestidad. Me merecía cierta consideración. Pero cuando llegué a Elm Street descubrí que ya me necesitaban. Allí estaba mi pequeño aliado, mirando a derecha, a izquierda y de reojo mientras corría hacia las Tombs, y se detuvo en cuanto atisbo mi sombrero.

—Aquí está —dijo Ninepin, quitándose los anteojos de dama con montura dorada y restregándolas con ingrávido alivio—. Es usted difícil de encontrar, señor Wilde.

—Bueno, pues ya has dado conmigo. —El pulso se me aceleró un poco, porque el chico parecía tranquilo pero sombrío. El tipo de expresión que uno esperaría encontrar en un chaval que acaba de divisar cierto carruaje negro—. ¿Qué me cuentas?

—Ándese con ojo —dijo en un susurro, avisándome de que guardara silencio mientras giraba el cuello por Elm hacia su guarida teatral, a sólo unas manzanas de allí—. No fui yo el que lo vio…, bueno, hubo un poco de boxeo. Me di un capricho, hasta solté un buen puñetazo. Deprisa.

—¿Y por qué os peleabais?

—Ya lo verá —suspiró mientras nos apresurábamos.

Estábamos al borde de Five Points cuando pasó. Las sombras iban ganando solidez poco a poco a nuestro alrededor, formando largos ángulos cada vez más inclinados a medida que se ponía el sol. Los míseros edificios se apoyaban unos en otros; sus residentes, aún más míseros, se apoyaban en los edificios. La escena habitual. Entonces mis pasos vacilaron. Me paré en seco. Es una sensación peculiar notar que te han puesto un cuchillo en las costillas.

Es como si todo se parara de golpe, cuando la punta toca la carne, como si un mago te hubiera convertido en mármol.

—Abre la boca, y te hago un agujero en la espalda ahora mismo —gruñó la voz de Moses Dainty sobre mi hombro derecho. Una sombra con la forma de Scales me dijo que no estaba solo, y que los gemelos de Valentine me superaban en número—. Dame tu estrella de cobre.

Se la di, apretando la mandíbula cuando el cuchillo mordió un poco más adentro.

—Bien, veo que captas el espíritu. Ahora, gira a la izquierda.

Mientras me daba la vuelta, esbozando una mueca, pensé en decirle a Ninepin que corriera. Pero ya se había desvanecido entre las perezosas vaharadas de humo, ahorrándome la molestia. Así que me encaminé hacia el este por la bulliciosa Anthony Street con un hilo de sangre cayéndome ya por la columna. Cuando casi habíamos llegado al centro de Five Points y a la Old Brewery[20], el lugar más degradado, y aun así público, de Manhattan, pensé que se habían vuelto locos. Pero entonces volvimos a girar otra vez, ahora hacia el norte, entramos en un callejón y supe que me esperaba un mal rato.

Nunca había entrado en Cow Bay. Y en cuanto pusimos el pie en aquella grieta tenebrosa quedó claro por qué la había evitado. El pasaje había sido en tiempos un sendero para vacas que se iba estrechando hacia el final, a la vez que la suciedad se amontonaba cada vez más alto, un angosto trecho del infierno. Antes del Pánico, había habido animadas tabernas con música, locales llenos de vida, burdeles donde blancos y negros por igual encontraban prostitutas negras de voces suaves. Pero eso era antes del Pánico. Al principio, dada la deficiente iluminación del callejón a causa de los edificios que se cernían descabelladamente hacia el interior, vi escaleras sin ninguna indicación, que bajaban hacia el tipo de tabernas que la mayoría de los hombres llamaría alcantarillas. Aquí y allá, un cuerpo se agazapaba acuclillado en los peldaños en sombras. Demasiado pobres para seguir bebiendo, demasiado borrachos para andar y demasiado hartos de la vida para espantar las moscas. Pero más adelante, a medida que la grieta se estrechaba, las escaleras desaparecían y sólo quedaban chabolas de madera que casi se desmoronaban, erigidas sobre montones de fango y mierda. Paredes con puertas combadas. Casi sin ventanas. Y ni una ráfaga de aire fresco que respirar.

Se suponía que eran viviendas. Pero ni siquiera los cerdos que vagaban sueltos estaban tan mal como para aventurarse en el infierno sin salida que era el callejón Cow Bay.

—Muy bien, Tim —dijo Moses cuando ya no se nos veía desde la calle principal—. Retrocede hasta la pared.

Lo hice, con las manos a los costados.

—Estáis muy lejos del Distrito Octavo, ¿no, chicos? —dije siseando.

—No tanto como para que nos sintamos incómodos —dijo Scales encogiéndose de hombros, con su cara de corsario, ancha, machacada y burlona sonriendo satisfecha.

—Bonito trabajo de policía el que hacéis. Más os valía haberme matado ya, ¿no?

—Un momento, espera —intervino Moses.

—Bueno, la verdad es que deberíamos haberlo hecho —reconoció Scales—. Pero primero tenemos una pregunta para ti, antes de que te quedes demasiado callado para responder.

—¿Y qué os hace pensar que voy a responderla ahora?

—Encontraremos otra vez a la niña. —Moses Dainty me sonrió desde debajo de su bigote pálido—. Y entonces podremos matarla tan despacio como nos apetezca. A lo mejor después de haberla conocido un poco mejor. Y también podemos matarte despacio a ti, si lo prefieres.

—Lo que queremos saber es —anunció Scales— si le contaste a George Matsell que Bird Daly se alojaba en tu casa. ¿Le hablaste de ella al jefe?

—Él está al tanto de todo —mentí—. Sabe dónde está ahora y le ha puesto una guardia. Os tendrá encerrados en un sótano antes de que os dé tiempo de contárselo a Val.

Scales pareció un poco contrariado.

—Supongo que en ese caso, el pequeño Wilde muere rápido —le dijo en voz baja a Moses.

O eso me pareció que decía.

Porque me distraje al abalanzarme desde la pared con las manos abiertas buscando a Moses, que, despistado, jugueteaba con el cuchillo como un niño con pantalones cortos, y pude empujarlo cargando con todo mi peso contra su colega.

Sean cuales sean mis sentimientos con respecto a Valentine, cuento con una gran ventaja por el simple hecho de ser su hermano: soy un hombre pequeño que sabe cómo pelear con hombres más grandes.

Tienes que ser más rápido.

Gancho directo a la cara, giro, carga, patada, todo más rápido que ellos aunque tu corazón lata desbocado. Todo más limpio que ellos aunque no seas tan alto. Y así peleé aquel día.

Más rápido. Más contundente.

Mejor.

Porque en el momento en que dos hombres más corpulentos tiran a uno más pequeño al suelo, la partida ha terminado.

Y entonces Scales me alcanzó en la mandíbula con un puñetazo que me pareció un disparo de pistola. Me derrumbé como si de hecho lo hubiera sido y caí boca arriba sobre la mugre que cubría el fondo de Cow Bay, mientras los oídos me pitaban. Recuerdo que me pregunté, cuando la bota de Scales me pisó el cuello y Moses recuperó su cuchillo, si podría haber elegido una forma más lamentable de morir que ésa: despatarrado entre estiércol, apaleado por un par de colegas estrellas de cobre.

Me revolqué, con impotencia, bajo la bota que me aplastaba la laringe.

Todo se desvaneció.

Y entonces alguien gritó, y el grito me apartó de un tirón del filo del abismo, como un cable de remolque.

—No me toquéis, irlandeses ahumados, cabrones… —soltó otra voz.

No podía moverme, pero eso sólo se prolongó un segundo.

El aire inundó mis pulmones. Y gracias a Dios que es algo que se hace sin pensar o habría perdido la ocasión, bailando como estaba al filo de algo negro y profundo.

Otro grito, éste más bajo. Un golpe seco.

Cuando recuperé la visión, ya había podido arrodillarme y jadeaba como un hombre ahogado. Pero, aparte de eso, estaba ileso. No quedaba rastro de Moses Dainty ni de Scales. O eso me pareció. Todo se había quedado inexplicablemente silencioso.

En cuanto pude, me puse en pie lastimosamente, guiándome por la mancha de luz del sol que iluminaba desde muy lejos aquel miserable callejón.

Estaba completamente rodeado por espectros.

Las cuencas de sus ojos eran huecos escarbados en sus caras, aunque los ojos mismos, marrones, estaban intactos, engastados en caras hambrientas. Los harapos podridos que colgaban de ellos podrían ser ropa, o tal vez sólo los jirones que visten los espíritus en los libros ilustrados. Pero los espíritus no huelen así, y esperaba que tampoco sufrieran tanto. No sabría decir sus edades exactas, aunque eran mujeres y hombres. Una docena, en total. Todos callados e inmóviles, como si ya estuvieran muertos y no sólo camino de estarlo. Todos mirándome fijamente como si yo fuera el aparecido, como si yo fuera la representación del espectro mágico y no ellos.

Me di cuenta de que habían salido de las casas de alrededor. Todos eran negros. Y entonces recordé quién vivía al final de Cow Bay. Cow Bay, donde ni siquiera entraban los irlandeses. O al menos, no tan al fondo. Todavía no.

—Usted es Timothy Wilde —dijo una mujer.

Intenté responder, pero me caí contra la pared, descompuesto, asintiendo.

Ellos aguardaban.

—¿Dónde —pregunté con voz ronca cuando pude articular palabra—, dónde están los otros dos estrellas de cobre?

Un hombre se adelantó un paso, sacudiendo la cabeza.

—No pierda el tiempo preguntando por esa pareja, señor Wilde. ¿Está usted bien?

Asentí, aunque la garganta me latía todavía como un insecto aplastado entre mis dedos. El hombre de color al que no había visto en mi vida me puso la estrella de cobre en la mano libre.

—No les dedicaré ni un segundo más —me comprometí.

Mi voz sonaba como un palo que dibujara palabras sobre arena. Pero cumplía su función.

—Bueno, parece que está bien, señor Wilde —dijo el hombre mientras, uno por uno, los fantasmas se desvanecían—, ¿podemos hacer algo más por usted?

—Gracias. Denle un apretón de manos a Julius Carpenter de mi parte.

Los hombres y mujeres que quedaban se dieron la vuelta lentamente y regresaron a sus casas. Bajo las gruesas capas de hambre y necesidad parecían oscuramente satisfechos.

—Oh, si alguno de nosotros que le conozca le ve, se lo dará, señor Wilde —respondió el hombre mientras también se desvanecía en la tierra de sombras de la que habían salido.

Me pareció que la puñalada era sólo un diminuto orificio. Nada preocupante. Cuando regresaba tambaleándome a la entrada de Cow Bay, me topé con la segunda pandilla de matones de aquella tarde.

Ninepin había desaparecido con una intención específica, eso me había quedado muy claro. Fang lideraba la marcha, armado con una pesada cachiporra oscilando entre sus dedos y la cicatriz de su labio tirante hacia arriba, como una marioneta de Punch & Judy. Tras él avanzaban desgarbados otros seis, entre ellos Matchbox, Dead-Eye, y los soldados más corpulentos de El escalofriante, horripilante y cruento espectáculo de la Batalla de Agincourt. Me conmovió más que un poco verlos. Guiando al cuerpo de vigilantes por el callejón, volví a salir de nuevo a la luz del sol que ya agonizaba.

—Le han cascado bien —dijo Matchbox preocupado—, ¿puede respirar?

—Estoy bien.

—Entonces ¿por qué parece tan hecho polvo?

—Éste es el aspecto de un hombre cuando su propio hermano manda a un par de salteadores a matarle.

«Aunque no es que no me hubiera avisado», pensé.

Recorrimos las pocas manzanas que nos separaban del teatro en un silencio sepulcral, entramos y bajamos las escaleras hacia el escenario iluminado con lámparas. Las sombras ya se cernían de manera poco natural para aquella hora avanzada de la tarde, o eso me pareció. Las franjas de penumbra parecían una escena pintada por un niño que hubiera perdido el sentido de la perspectiva, y recordé con un dolor sordo que la gente había visto el cadáver de Marcas, y que seguramente a esas alturas todo se había fastidiado, sin importar lo que yo hiciera o dejara de hacer.

Los demás vendedores de periódicos mataban el tiempo sobre el escenario, arrastrando aburridos los pies o tumbados en el suelo jugando al cordel. Vi una mesa de trabajo nueva, llena de papeles, mechas y paquetes de pólvora. Estaba claro que Hopstill había hecho unas cuantas visitas a los chicos. Y al parecer ninguno se había reventado la cara. Sin embargo, tres de ellos habían sido bautizados con ojos morados y labios rajados.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Tuvimos una pelea.

Los ojos escalofriantemente adultos de Matchbox parecían más cansados de lo normal. Se pasó los dedos por el cabello moreno, y se acomodó como los indios ante los montones fundidos de cera de las candilejas.

—Encontrasteis el carruaje negro —aventuré.

Silencio. Uno de los chicos magullados resopló bajo y cabreado y pasó la página de su periódico. Pero yo sentí una espesa descarga de orgullo.

Algo de lo que había intentado hacer había funcionado.

—Escuchad, las cosas se están poniendo muy feas en toda la ciudad, así que más vale que me lo contéis.

—¿De verdad —empezó Dead-Eye, restregándose angustiado la canica encajada en la cara— había un niño de los que se prostituyen asesinado, clavado como Je…?

—Sí —le interrumpí tenso—, y ya sabéis cómo corre la voz con estas historias. Si no apareció en vuestros periódicos de esta tarde es sólo porque intervino el jefe de policía.

—Sí que lo contaban en los periódicos de la tarde —me corrigió Fang.

Tuve que respirar hondo para digerir la noticia.

—Necesito encontrar ese carruaje, chicos —supliqué.

—Ya le habéis oído —dijo Fang alargando las palabras, dirigiéndose al pequeño grupo de niños magullados en un tono que no supe interpretar del todo—. Soltadlo.

—Yo ya se lo he contado a ellos —le espetó el chico desgarbado señalando con un dedo mugriento a Ninepin y a Matchbox—. Y por las molestias me dieron un puñetazo en la sesera.

—Pues te llevarás otro si no cambias de rollo, Tom Cox —gruñó Ninepin.

—No te pegarán, al menos mientras yo esté aquí —intervine con firmeza—. Larga de una vez. ¿Dónde está el carruaje?

—No lo sé. Lo perdimos —dijo en un murmullo Tom Cox.

—¿Que qué? Bueno, y entonces ¿dónde estaba?

—Delante de un asador, cerca de St. John’s Park, donde estábamos vendiendo los periódicos de la tarde, y ya se iba cuando lo vimos. Dejamos de trabajar, lo seguimos durante un par de millas entre el tráfico lento, más o menos, y se detuvo delante de una iglesia de ladrillo. Entonces alguien se bajó —añadió y clavó una mirada desafiante y despectiva como un escupitajo en Ninepin—. Alguien entró en la iglesia. Cerró la puerta mientras el carro se iba. Lo jipié claro como el día. Y también los demás. Después, nos marchamos y volvimos aquí. No sabíamos qué pensar.

—Por última vez, ¿quién se bajó del carruaje delante de la iglesia y entró?

—Si vuelves a decir que fue Mercy Underhill —le dijo con rabia Ninepin, que se quitó los anteojos y se los pasó a Fang— te daré tantas hostias como haga falta para cerrarte esa bocaza de patata.

—Que te den —le replicó Tom Cox, que se puso en pie de un salto—. Llevaba ese vestido verde, el que le deja los hombros al aire, con el estampado de helechos, todos lo hemos visto un montón de…

Agarré a Ninepin por el cuello cuando se lanzaba ya a por el otro. Pero no lo tenía en la cabeza, sólo en las manos.

El vestido verde, el que le deja los hombros al descubierto, como la mayoría de los suyos, con el estampado de helechos. El mismo que le había visto puesto por última vez cuando estaba al otro lado de la calle en Niblo’s Gardens, en marzo.

Como un libro de historia. Hacía ya tanto, tantísimo tiempo.

Llevaba el cesto colgado del brazo en el mismo ángulo en que volvía la mirada, lleno de relatos breves inacabados. Mercy se había pasado varios días sin salir de casa aquejada de una fiebre aguda pero por la tez, se veía que se había recuperado bien, cosa que yo no sabía, pues el día anterior le había llevado al reverendo un frasco de tónico y un libro usado que había comprado en un quiosco. Me lo había agradecido como si aquellos simples detalles fueran talismanes, porque nada aborrece más en este mundo Thomas Underhill que Mercy se ponga enferma. Pero ahí estaba, un poco desequilibrada, como las mejores estatuas; había acabado la oda en la que llevaba trabajando mientras convalecía, y yo la leí en medio de la calle, mientras los rayos del sol se reflejaban blancos en su pelo negro.

Si Mercy se había apeado del carruaje del hombre de la capucha negra, corría peligro. Eso era lo único que contaba.

—La iglesia era la de Pine Street, ¿no? —pregunté.

—Ésa —dijo Tom Cox, con la cara enrojecida por las ganas de tumbar a Ninepin y ponerle un ojo a la funerala.

—Dejad de pelearos, hombre. La señorita Underhill está en peligro.

Todos se quedaron petrificados.

—Gracias. Sois unos auténticos tipos flash, con lo que hay que tener. Quedaos aquí esta noche, alejados de las calles —les ordené mientras soltaba por fin a Ninepin y me volvía hacia la salida.

No me cabía la menor duda de que ella no sabía de quién era el carruaje en el que iba. Hay algunas cosas que un hombre sabe, que las sabe a ciencia cierta. Cosas como: «Mercy necesita mi ayuda». Silbé para parar un coche de alquiler en la primera esquina por donde circulaban, y le dije al cochero que me llevara a la iglesia de Pine Street.