Y preguntamos de nuevo: ¿es la romana la religión para América? Como concepción religiosa, es un viejo fósil de las Edades Oscuras, creado para asustar a un pueblo supersticioso y tosco, y en todas sus peculiaridades en directo antagonismo con la religión de la Biblia, que es la religión de estos Estados Unidos.
• Carta escrita al obispo Hughes, de la Catedral de San Patricio, Nueva York •
Esto es lo que sucedió aquel día, un domingo, el 31 de agosto, durante las diecinueve horas que precedieron al desmoronamiento de la ciudad de Nueva York. Desde las cinco de la madrugada, cuando Mercy llegó a la catedral y el resplandor escarlata del alba empezaba a arder sobre la superficie grisácea y fría del East River, hasta alrededor de la medianoche, cuando la cerilla prendió por fin la mecha.
Me perdí la llegada de los discretos estrellas de cobre encargados de trasladar el cuerpo a las Tombs. El padre Sheehy me había dejado otra vez las llaves, y estaba depositando a Mercy en la cama del sacerdote. El dormitorio era sencillo, humilde. Había arte religioso en las paredes, de manera que tampoco era la celda de un monje, que estaría totalmente despojada para mayor gloria de Dios. Hasta donde conocía al padre Sheehy, el espacio le pegaba: respetuoso, culto y honesto. La cama estaba arrimada a la pared, cubierta con una sencilla colcha. La retiré y deposité a mi desvanecida paciente temporal.
Mercy abrió los ojos. Unas rendijas azul claras asomaron a través de un cielo nublado.
—Marcas. —Tenía que esforzarse para hablar, apenas si había recuperado la conciencia—. ¿Qué ha pasado?
—No pasa nada. Está en la habitación del padre Sheehy. Pero…
—¿Qué le ha pasado a Marcas, señor Wilde?
En sus ojos había aparecido un brillo, un destello que me desgarró por dentro.
—Así que ése es su nombre —dije en voz baja—. Lo conoce. ¿Cómo se le ocurrió venir aquí?
—¿Le hicieron…, le hicieron eso antes? —preguntó Mercy, mordiéndose el labio inferior con tanta fuerza que me entraron ganas de cogérselo con los dedos, arrancárselo suavemente de entre los dientes y ofrecerle mis nudillos como sustitutos.
—Fue con láudano. Él no sintió absolutamente nada. Por favor, explíqueme qué le ha pasado a usted.
—¿Sabe quién lo hizo?
—Todavía no. Mercy, por favor.
Su cabeza oscura cayó sobre la almohada. Tenía que hacer tal esfuerzo para contener el llanto que bastó que yo pronunciara su nombre para que se dejara ir y se desplomara. Cuando me oí pronunciarlo, ejerció casi el mismo efecto en mí, pero uno de los dos tenía que mantener la calma. Y yo podía, también, si era por ella.
—Oí gritos por las calles —susurró—. Todos de voces irlandesas. Se llamaban entre ellos, en plena oscuridad. Decían que había un demonio suelto y que había profanado San Patricio.
Me quedé helado. Los periódicos ya no importaban nada. Nada de lo que habíamos hecho para mantener oculta esta estúpida investigación importaba ya, habíamos quedado tan al descubierto como lo había estado el pobre chico, expuestos a la vista pública.
—Me puse el vestido y la capa sin encender la luz —prosiguió Mercy—. Yo…, yo creía que a lo mejor sabía quién era, creía que…, no sé, que podría ayudar. Creía que a lo mejor usted estaría aquí. Que a lo mejor podíamos aclararlo.
Algo exclusivamente egoísta se adueñó de mi brazo. Lo extendí y deslicé mi mano en la suya. No lo hice adrede, pero el gesto era sólo para mí y no para consolarla. Ella tenía los dedos fríos y los acurrucó dentro de la palma de mi mano.
—Se llama Marcas, pero sólo porque así le apodan los demás. Y no tiene nada que ver con Silkie Marsh. Su casa está casi tocando al East River, en la punta sudoeste, en el cruce de Corlears Street con Grand. Allí sólo viven chicos. Lo traté una vez de tos ferina. Cuando le vi, yo…, lo siento.
Medio segundo más tarde sollozaba en mi hombro, intentando no hacer el menor ruido. Mis brazos le rodeaban la espalda, su boca abierta se hundía en mi chaqueta. No debería enorgullecerme si digo que fue el momento más feliz de mi vida. Pero, en medio del paisaje de pesadilla por el que había estado vagando, creo que lo fue.
Se tranquilizó un poco, ruborizada cuando se retiró. La dejé ir y le di mi pañuelo.
—Necesito explicarle algo —le pedí con calma—. Usted es la única persona en quien puedo confiar que me escuche con atención.
Mercy suspiró oscuramente.
—¿Puedo levantarme de la cama antes de darle mi experta opinión?
Fuimos a la cocina. Sentía como si mi cabeza fuera un polvorín de fuegos artificiales. No tardé mucho en encontrar el whisky del padre Sheehy, un entrañable tercio de una botella con seis meses de polvo por encima, y serví dos vasos generosos.
—¿Usted cree —le pregunté— que el asesinato debe tener una razón?
—Para el asesino, sí —dijo ella despacio—; si no, ¿por qué iba a hacerlo?
—Y bien —expuse, tranquilizado al comprobar que se había recobrado lo bastante para responder a mis preguntas con más preguntas—, ¿cuál es la razón en este caso?
Mercy me miró entornando los ojos. Echó la cabeza hacia atrás y dio un sorbo del licor.
—La religión —respondió, seca como el polvo.
—¿Y no la política?
—En Nueva York, ¿no son lo mismo?
—No —objeté—. Fíjese en esto: un hombre que decide asesinar niños y profanar sus cadáveres en secreto actúa movido por motivos religiosos, o por una desviación desquiciada de los mismos. Pero no por razones políticas. La política no tiene que ver con el secretismo, sino con la prensa.
—Sí —convino ella lentamente—, pero las cosas han cambiado desde… desde aquella… crueldad en la iglesia, ¿no?
—Exactamente. Y por eso creo que le ha pasado algo a nuestro hombre. A lo mejor se ha puesto nervioso, porque nos estamos acercando a él. A lo mejor se está volviendo más loco. Hay otra carta, una que le mandó al doctor Palsgrave, que apunta en esa dirección. A lo mejor quería implicar al padre Sheehy por algún motivo impío. Lo único que sé es que ha ido más lejos de lo que habíamos visto hasta ahora, y no creo que los demás asesinatos fueran cometidos por razones políticas, tanto da lo que escribiera al Herald. La crueldad de este acto tiene un propósito. Las cruces encaladas dibujadas alrededor del chico, la escenificación…, todo era deliberadamente cruel para llamar la atención.
La mandíbula de Mercy estaba moviéndose de nuevo.
—Doy por sentado que la catedral estaba cerrada. ¿Cómo entró?
—Todavía no lo sé. Pero lo averiguaré, por mi honor.
Se levantó, y se acabó con gesto grácil su whisky.
—Rogaré para que lo consiga, señor Wilde. Y ahora debo irme, salí de mi casa muy deprisa.
Conociéndola como la conocía, no había esperado más. Pero se detuvo cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta y me miró con una ceja ladeada.
—¿Me promete que tendrá cuidado?
—Se lo prometo —respondí.
Mercy Underhill se fue a su casa.
Me quedé un momento sonriendo estúpidamente al whisky. Le di vueltas a mi trabajo, que era angustioso; a mi misión, que era casi imposible; a mi cara, que estaba deformada; a mis ahorros, que ya no existían.
Vacié el vaso, y di un trago en silencioso brindis por cada una de esas desgracias antes de cerrar la puerta de la habitación del padre Sheehy tras de mí.
Al regresar a la zona de culto de la catedral, gran parte de la sangre ya había sido limpiada, el jefe Matsell y el doctor Palsgrave se habían ido y el señor Piest metía las pruebas que habíamos encontrado en un saco. Unos clérigos con cara de sueño hablaban en susurros, blandiendo fregonas con fervor religioso. El padre Sheehy había desaparecido.
—Está en las Tombs —me explicó el señor Piest—. Se lo llevaron para interrogarlo.
—Menuda tontería —le espeté, olvidándome de quién era—, no me diga que lo han detenido…
—No, pero dadas las pruebas…, mírelo desde la perspectiva del jefe Matsell. Si teníamos razón, estará en la calle dentro de un par de horas. Pero si nos equivocábamos, y se hace público que podríamos haberle interrogado y no lo hicimos, eso sería el final de los estrellas de cobre.
Asentí; un dolor de cabeza me abrasaba por detrás del ojo derecho. El ojo había salido intacto de la catástrofe del incendio, pero me parece que lo tenso involuntariamente cuando me irrito. Y estaba algo más que irritado. Ya había perdido los nervios una vez, pero tras recuperarme parecía que iba a perderlos de nuevo.
—¿El doctor Palsgrave fue con ellos?
—Se fue a casa. Se quejaba de palpitaciones muy fuertes.
Abrí la boca, furioso.
—Es un ciudadano particular que no tiene nada que ver con este crimen —me interrumpió el señor Piest razonablemente—. Le diré lo que voy a hacer, señor Wilde: voy a redactar un informe tras examinar a fondo estas herramientas. Voy a comerme unas ostras con un poco de pan y mantequilla, tan deprisa como sea humanamente posible. Y luego iré al norte, a buscar al que usó esas fundas. ¿Y usted?
Absolviendo al viejo loco holandés por los problemas, que no eran culpa suya, asentí y dije:
—La señorita Underhill ha identificado al niño. Le llamaban Marcas, vivía en un burdel junto a los muelles. Quiero averiguar cuándo y quién le vio por última vez.
—Espléndido —exclamó—. Deseo que ambos tengamos suerte.
—Le agradezco su ayuda, cómo afronta las cosas, señor Piest, me siento obligado a decírselo. No tengo mucho más que agradecer a nadie en esta investigación.
—Saber mirar es un oficio honesto. —Sonrió, esbozando una expresión tan fea como tierna—. Uno que se aprende. Hago lo que puedo.
—¿Y cómo se dedicó a esto? —no pude reprimir la pregunta.
—Mis padres eran comerciantes de pieles holandeses. —Se inclinó hacia delante, apoyando las palmas de las manos en el respaldo del banco más próximo—. Perdieron su fortuna antes de perder sus vidas, y en consecuencia yo perdí mi herencia. Pero un día encontré a un viejo amigo de mi padre que se quejaba de que habían desaparecido trescientos metros de seda muy cara de su almacén, que sólo podía habérsela llevado alguien que supiera que la ventana de atrás no cerraba bien, un empleado o un amigo, y el robo le indignó de tal modo que se ofreció a pagar una recompensa de diez dólares a quien recuperara la tela. La expresión de su cara, señor Wilde. El dolor al saberse robado por uno de los suyos. No la olvidé y jamás la olvidaré. Me obsesionó, mire, porque a mi padre también le había engañado su propio socio, y por eso tuve que acabar desmontando mi cama para hacer leña. Pocas cosas hay más dolorosas que el que te roben.
Asentí, sabedor de cuánta razón tenía.
—Así que imagino que encontró la seda y ganó la recompensa, y de paso descubrió que poseía un talento oculto.
—El talento tuvo muy poco que ver con aquel éxito, dado que había sido yo el ladrón. —Se rio de buena gana al ver cómo levantaba las cejas—. El viejo amigo de mi padre me ofreció un empleo en lugar del dinero. Pero no acepté ni lo uno ni lo otro. Al día siguiente, me apunté en el cuerpo de vigilantes nocturnos y a la vez puse un anuncio en el periódico. «Se encuentran objetos de valor perdidos a cambio de una tarifa del diez por ciento de su valor monetario». Desde entonces nunca he pasado hambre, aunque debo reconocer que tampoco llegaré a rico. Pero me dedico a lo que me gusta. Ándese con ojo ahí fuera, señor Wilde.
Estaba a medio camino de la entrada posterior cuando su voz me detuvo.
—¿Cómo es que la joven dama… la señorita Underhill, me parece que se llama, se presentó aquí? —preguntó educadamente.
—Por el alboroto en la calle delante de su ventana —le respondí—. Ahora tenemos que ser doblemente cuidadosos.
—Ah —dijo—, sin duda.
Pero en Nueva York, los tumultos son tan abundantes como los cerdos. Y no suelen ser motivo para salir de casa, más bien todo lo contrario. Al dejar la catedral, empecé a darle vueltas a si, antes de convertirme en estrella de cobre, el rumor de un alboroto habría hecho que me levantara de la cama desarmado. Todavía iba cavilando sobre el particular, vagamente avergonzado, cuando llegué a Prince Street y me topé con Valentine Wilde.
Mi hermano caminaba moviendo la cabeza de un lado al otro, vigilante, comprobando lo que le rodeaba. Scales y Moses Dainty le flanqueaban, a izquierda y derecha respectivamente. Val estaba alerta. Cuando me vio su paso dio un leve y casi invisible respingo.
Ésa es la ventaja de ser hermano de alguien, sea el tipo de hermano que sea: uno le cala enseguida. Antes que a los desconocidos. Antes que a uno mismo, a decir verdad. Con dos parpadeos de sus ojos verdes ya sabes cuánta morfina ha tomado (mucha, pero hacía al menos cuatro horas). También sabes de qué humor está (prudente, minimizando los riesgos, pero listo para la pelea si uno le buscaba las cosquillas). Sabes por qué está ahí (los irlandeses suponen casi por completo su población de votantes, y quiere hacerles creer que le preocupan los niños asesinados).
Pero conocerle no implica que tengas que perdonarle.
—¡Tim! —gritó Val en medio de la calle cada vez más iluminada—. ¿Qué ha pasado? Bien, tú puedes ponerme al corriente. Tuve que…
—Conociéndote —dije con voz siseante al acercarme—, y por increíble que me parezca, debería haber imaginado que mandarías a Bird a la Casa de Acogida en cuanto te enteraras de dónde vivía.
—Tim…
—Después de todas las barbaridades que has hecho en tu vida, no debería asombrarme de que envíes a una pequeña maltratada al mismo lugar donde te azotaron y te encerraron en aislamiento.
Se calló. No era uno de sus silencios rabiosos, ni tampoco de los lúgubres. Su rostro estaba inmóvil, sujeto sólo a la fuerza de gravedad. Parecía un retrato de Val tal como era en realidad: cansado, perverso, hastiado de todo, siempre en busca de otra dosis de distracción. Y eso me perturbaba.
—Muy bien, Timothy —dijo a través de su dentadura notablemente bien cuidada—. ¿Qué tengo que hacer para que lo dejes?, ¿cómo puedo hacerte entender que no tienes ni idea de dónde te has metido, y sacarte?
—Si tu respuesta a este problema, o a cualquier otro, es mandar niños a la Casa de Acogida, no quiero saber nada más de ti —anuncié.
Y lo decía en serio.
—No lo es —respondió con cautela—. Pero tienes que parar y…
—Quita de en medio —interrumpí.
No me importaba que fuera corpulento y yo no, no me importaba que fuera mejor que yo en más sentidos de los que me atrevería a contar, ni tampoco el que lo predispusiera en mi contra para siempre. Val me dejó ir; los pasmados lacayos demócratas intercambiaron miradas con caras de bobo a sus espaldas. Volví la cara hacia el aire salado, y hacia los muelles.
Pelearse con Val suele producir la misma sensación que afeitarse, o tomar una taza de café. Pero esa discusión me dejó con la piel arrugada y los dedos crispados cerrándose en puños. Mi hermano me había dado puñetazos en la mandíbula por ofensas mucho menores, y cuando llegué a los mástiles que se arracimaban densos como juncos en Corlears Hook, y caminaba bajo el dosel a rayas que formaban las proas de los barcos, me moría de ganas de pelear. Porque me daba la impresión de que me habían hurtado una buena bronca.
La zona de Corlears Hook que rodea las estaciones de transbordadores es el Distrito Séptimo, y no envidio a quien le toque hacer la ronda por allí. Los muelles de los transbordadores eran un hervidero cuando llegué; la impúdica mañana de verano cubría con una costra salada las velas que se agitaban. Y ahí, mezclándose con los habitantes de Brooklyn que venían diariamente a la ciudad a trabajar, el regimiento de furcias del East River ya estaba en pleno ataque frontal. Prostitutas con faldas cortas sujetas con alfileres y otras con rajas en las faldas. Putas que guiñaban el ojo, sentadas en pilotes abanicándose con periódicos viejos, y putas en los umbrales de sus puertas, que no se habían tomado la molestia de cubrirse los pechos todavía. Putas que olían a agua salada y ginebra y al sudor de otros cuerpos. Iban cubiertas de oropeles y también de cicatrices de la varicela, y me daban ganas tanto de llevármelas a un hospital de beneficencia como de entrar con ellas para que el barrio tuviera un aspecto más digno. Los irlandeses, no hace falta decirlo, lo inundaban todo, como el hedor de los muelles. No sabía de qué naviera era el barco que acababa de atracar, pero había un centenar de emigrantes amontonados junto a uno de los muelles, sus huesos visibles a través de la piel, como las varillas de un corsé, mirándose entre ellos y al desconocido entorno con expresiones de miedo puro. Lo único que se me ocurrió cuando pasé por delante fue que habían elegido una mañana muy inoportuna para desembarcar.
Al llegar a la vivienda que me había indicado Mercy, levanté la mirada. Como era típico en el barrio, en el pasado había sido la casa de un comerciante rico. Erigida para impresionar, con piedra delicadamente tallada, y más tarde convertida en viviendas sórdidas y donde se practicaban profesiones de mala fama. Los bordes de las paredes se desmoronaban, probablemente desde el Pánico, o puede que el propietario original se hubiera hecho todavía más rico y se mudara a Broadway; fuera como fuese, aquella casa era un cadáver.
Entré por la puerta principal sin llamar. Así era mi humor esa mañana.
El exterior estaba en mejor estado que el interior. Un piano cubierto de polvo se deshacía junto a un estante lleno de jarras de licor y un cuadro pésimamente pintado de lo que supuestamente era la imagen que tenían los griegos de una agradable tarde en el bosque con sus amantes. La dueña parecía ser la persona que estaba estirada sobre un desvencijado sofá infestado de bichos dando desganadas caladas a una pipa de opio. El aire que pudiera haber allí se había vuelto casi sólido con el olor de la droga, entre maíz dulce podrido y alquitrán.
—Tendrás que esperar un rato, cariño. No hay ninguno despierto a esta hora, no es cristiano.
—Soy policía —dije enseñándole la estrella—. Me llamo Timothy Wilde.
—¿Y eso importa, querido? —preguntó ella con aire cansado.
—Ya verá como sí. ¿Quién fue el último cliente de Marcas?
—Iría directa al cielo si me acordara. Debió de ser hace horas. El chico ha hecho algo malo, ¿a que sí?
—¿Cuándo echó en falta a Marcas?
Los ojos de rinoceronte de la bruja bajaron los párpados, desconcertada.
—No le he echado en falta. Está arriba. Tercera puerta a la izquierda. Suba si quiere, si tantas ganas tiene, así no tendré que poner en fila a los demás.
Le di la espalda asqueado y corrí escaleras arriba. La tercera puerta a la izquierda estaba abierta. En la habitación, encontré una cama, una lámpara, un orinal, un tocador y maquillaje barato en el cajón de arriba. Poco más. Así que salí de la habitación despojada y llamé a la puerta de la contigua.
Una pequeña cara de trece o catorce años me echó un vistazo. Sin curiosidad. Es más, tan poco interesada por ver quién era y qué quería yo que podía haber atravesado la pared de un puñetazo sin que pestañeara. Vestía ropa de chico, pero absurda: todo de raso barato, puños de encaje y bisutería de hojalata. No estaba durmiendo porque sus ojos marrones me miraban despejados.
—Me preguntaba si podrías decirme cuándo se marchó Marcas. Soy policía y es importante —dije.
—¿Tenemos policías? —preguntó él, sinceramente sorprendido.
—Sí —respondí en un tono cansino.
—Pues de Marcas no sabría decirle. Aunque, ahora que lo pienso, podría haberse ido a cualquier hora, porque la señora lleva dos días agarrada a la pipa. Marcas estaba borracho como un marinero ayer por la tarde, apenas se tenía en pie. Alguno de los invitados debió de compartir su priva. ¿Y dice que se ha ido?
—Sí. ¿Puedes decirme si falta algo de su habitación?
El chico salió sin hacer ruido por la puerta de su dormitorio y entró en el de al lado. Miró alrededor, negando con la cabeza.
—No. Oh. Normalmente tiene su diario ahí, encima del tocador. Lo deja para que lo usemos todos. Entramos cuando tenemos un momento libre, nos escribimos notas. Chistes y cosas así. No lo veo.
Tras una rápida búsqueda, el diario seguía sin aparecer. No creía que pudiera servirme de mucho, así que seguí con lo mío.
—¿Tenía Marcas algún amigo especial?
—¿Se refiere a entre nosotros o entre los clientes?
—Los dos.
—No, Marcas es tartaja, ¿no? Tartamudea mucho. Para eso sirve el diario. Nosotros le decimos hola, y él responde por escrito una hora después y nosotros lo leemos. Los que no saben escribir hacen dibujos. Es como un juego.
La cara del chico se ensombreció. En ella ya había líneas de preocupación así que las arrugas se marcaron. Más gruesas de lo que deberían, y más profundas que las de Bird. Tres o cuatro años más, claro.
—Ha preguntado si Marcas… tenía amigos especiales, en pasado —susurró.
—Sólo una pregunta más y luego te lo explico —le prometí.
—¿El qué?
—¿Cuánto tardarías en reunir sigilosamente a todos los que trabajan aquí de menos de dieciséis años y encontrarles unos zapatos?
Algunos dirán que los preciosos minutos que se necesitan para reunir a seis chicos —dirigidos por mi nuevo y entusiasta ayudante John, que resultó ser el mayor—, llevarlos abajo y sacarlos de aquel infierno podrían haberse invertido en algo mejor. Pero yo no estoy de acuerdo. Y podría haberme requerido mucho más tiempo, pero la bruja con la pipa de opio se había rendido por completo cuando salimos de allí los ocho y la dejamos tirada, con manchas de orina que ensuciaban su vestido, roncando como una tormenta. Tenía ganas de meterla de cabeza en las Tombs, así que pensé en volver. Pero en ese momento no podía tomarme la molestia.
Así que, en total, sólo habían transcurrido dos horas cuando regresé a San Patricio, con la esperanza de que a esas alturas hubieran soltado ya al padre Sheehy. El sacerdote estaba en el pequeño jardín de su rectoría con Neill y Sophia, y la luz del sol se reflejaba en su calva, mientras podaban las hojas de las tomateras que desprendían su fragancia picante y acida en el aire húmedo.
—¿Y ahora? —preguntó en cuanto me vio.
—Peter, Ryan, Eamann, Magpie, Jem, Tabby y John —respondí.
—Dios sea alabado —sonrió el sacerdote—. Y mire que estaba convencido de que nada en la tierra del Señor podría hacerme sonreír hoy.
Me fui a casa.
La señora Boehm estaba amasando, empujaba la masa con las palmas de la mano, inclinando las huesudas caderas hacia delante. Se apartó un mechón de su pelo apagado de la boca cuando me acerqué.
—¿Hay algún sitio dónde pueda esconderse, un sitio seguro? —pregunté—. Durante uno o dos días, con Bird. ¿Si cierro la tienda y le pago diariamente lo que ganaría? Los demócratas cubrirán los gastos, y no me gusta lo feas que se están poniendo las cosas. Por favor, diga que sí.
Dejó de amasar. Alzó sus ojos azules desvaídos y me recorrió de arriba abajo con la mirada, pensativa.
—Mi prima Marthe vive en Harlem. No es un trayecto muy largo. Siempre quiero hacerle una visita. Hoy podría ser un buen día.
—Gracias —dije, inmensamente agradecido—. Tengo que hablar con ella primero.
—Gracias —me respondió cuando yo ya subía las escaleras— por robar ese caballo. Ah, señor Wilde…
—¿Sí?
—Era muy buena la entrega de Luces y sombras en las calles de Nueva York. Tenía mucho… interés. —Sus labios se agrietaron formando una sonrisa tímida—. La he dejado delante de su puerta.
—Señora Boehm, es usted un tesoro —le dije, devolviéndole la sonrisa.
Bird no estaba en la habitación de la señora Boehm, sino en la mía, examinando mis dibujos de aficionado y utilizando mi papel de estraza, con un lápiz entre los dedos. Su cara cuadrada se fundió en una diminuta sonrisa cuando levantó la mirada.
—Espero que no le moleste, señor Wilde.
—Claro que no. Aunque yo no soy tan afortunado como para tener un lápiz. ¿Cómo le has echado mano a uno?
Me senté apoyando la espalda en la pared, a medio metro de Bird, temiendo lo que estaba a punto de hacer. Ya sentía acidez en el estómago.
Primero me quité el sombrero. Luego la franja de tela barata. Los dejé a mi lado y me rodeé las rodillas con los brazos. Sólo yo, Bird y mi cara entera, porque ella se lo merecía, y también el recuerdo de una puerta de iglesia manchada de sangre. La imagen me daba la fuerza que tanto necesitaba en ese momento.
—Tengo que saberlo todo —le dije—. Me duele, pero tengo que saberlo.
Los ojos de Bird se sumieron en el pánico. Se abrieron de par en par, escindidos como una tormenta. Entonces los cerró. No tardó mucho en encogerse levemente de hombros. Se arrastró a gatas los centímetros que la separaban de mí y se sentó adoptando la misma postura que yo, con la espalda apoyada en la pared, a mi lado, y luego se aferró las rodillas después de haberse alisado cuidadosamente el vestido bordado, sin moverse más.
Si quieren saber cuál es el verdadero aspecto del valor, no se me ocurre mejor imagen.
—Esta vez la verdad —susurró.
—La verdad —convine.
Estuvimos allí sentados un rato. Entonces Bird se lanzó bruscamente a contarlo todo, y yo la seguí tambaleándome, resistiéndome a la sensación de que iba a caerme a cada centímetro que avanzaba.