Además, es fácil hacer un cálculo preciso del número de maestros e instructores papistas, vistos los resultados prácticos de la educación y la instrucción. Apenas uno de cada veinte, incluso podría afirmarse que uno de cada cincuenta, sabe leer o escribir.
• AMERICAN PROTESTANT IN DEFENSE OF CIVIL AND RELIGIOUS LIBERTY AGAINST INROADS OF PAPACY, 1843 •
La mañana siguiente me desperté al alba, con un cuchillo de pan invisible pero mellado serrando infructuosamente mi nuca. Así que borracho, pensé, borracho la noche anterior. «Por fin». Me lo merecía. Sentía un forro rasposo de whisky cubriéndome la garganta por dentro.
¿Y qué había estado haciendo?
Ah, sí, recordé tras bajar y salir al aire libre, a la luz del sol matinal, mientras vaciaba la palangana en la que había sumergido la cabeza sobre las tablas de la entrada delantera para que el polvo no se levantara del suelo. Había perdido a las cartas. Con una niña cuya habilidad al pedir triunfos le había rendido cuatro a uno al menos seis veces. Aunque, al final, había acabado en paz con Bird; unas astillas de madera hacían las veces de dinero y cada uno había descubierto los descabellados faroles del otro.
Me desperecé y volví dentro.
De repente, lo único que veía a la luz sucia del alba era a Silkie Marsh delante de la misma mesa, congelada en mi cabeza, mirando el camisón. Su cabeza se volvió hacia mí como si tirara de ella con una cadena.
Quince minutos más tarde, estaba completamente vestido ante la puerta de la señora Boehm, tras echar un vistazo rápido al Herald en busca de noticias. Matsell parecía haber movido las fichas necesarias porque se publicaba una nota en la que se calificaba la carta acerca de los niños irlandeses que se prostituían de pura «ficción del tipo más vergonzoso, risible y desagradable». Pese a todo, no tenía tiempo que perder.
—Bird —la llamé en voz baja.
Bird parpadeó en mi dirección desde la cama baja, con ojos vidriosos por el sueño, mientras yo oía como se abrían abajo las puertas de la panadería.
—Tienes que venir conmigo —le dije—, salir de esta casa.
Ella vaciló. Tras haber visto a Silkie Marsh el día anterior, no podía recriminarle el miedo.
—Supongo —dije bostezando— que no querrás ver cómo un iluminador fabrica petardos para una función de teatro.
Pero antes que nada necesitábamos un soborno como era debido para Hopstill, dado que él mismo era el soborno a los repartidores de periódicos.
Después de que Bird y yo desayunáramos bollos y té caliente, nos encaminamos hacia el sur y al oeste, a pie, durante unos diez minutos, hasta llegar a Chambers Street, frente al contundente hongo que había brotado en plena cara de Nueva York conocido como City Hall Park. Agosto había llevado a cabo su trabajo artesanal y sistemático marchitando los árboles de sus lindes, y nos llegó una vaharada de la pandilla de granujas que habían levantado un inhóspito e incómodo campamento bajo sus ramas. Sin embargo, en el lado norte de Chambers, con aspecto de haber sido recogido en otro sitio y trasplantado allí, se erigía con perfecta pulcritud un edificio de piedra caliza detrás de dos fresnos cargados de brillantes hojas verdes y aterciopeladas.
Vagueando sobre tres de las escaleras de la entrada, había, como era de esperar, un estrella de cobre. Vestido de bombero, el atuendo habitual en muchos de ellos aún, con la insignia sujeta a un trozo de franela roja, y el puro apagado, el uniforme de bravucón al completo. Rubio, más rubio que mi hermano o yo mismo. Lucía bigote sobre un labio carnoso, lo que no era muy frecuente. Se llamaba Moses Dainty, un demócrata tan convencido como el apóstol Pablo lo estaba de su cristianismo. El tipo de hombre que creía que hacerle la colada a mi hermano era un honor.
—¿Así que también eres estrella de cobre, Wilde? —exclamó con desgana cuando me vio—. Eres tú, ¿no? Val dijo que habías pasado un mal rato en el incendio de julio. Hola, señorita —añadió escupiendo con educación—. Ahí dentro están politiqueando, así que no hagáis ruido, ¿eh? Por el partido, un poco de chitón.
—Estaré callada, sí —respondió Bird comprometiéndose a no alborotar.
Una carreta de la Knickerbocker Company se acercó traqueteando, tirada por unos caballos que parecían medio asfixiados. Dos hombres se bajaron, abrieron la puerta de atrás, que goteaba, y levantaron un enorme bloque de hielo con sus tenazas de hierro.
—Tenéis que llevarlo atrás, al dar la vuelta, chicos, os pagaré cuando lo hayáis dejado en la cocina —dijo Moses.
—Menudo festín para una reunión del partido —comenté.
—Ésta incluye comilona. Hielo para las langostas abiertas y el ponche de ron, dos cerdos asados. Es una de nuestras reuniones más espléndidas de la temporada. Quédate a comer, ¿quieres? Los votantes siempre son bienvenidos.
Dentro, la sala de techo alto estaba atestada. Hombres con ceñidas levitas negras y fulares de tonos chillones sobre el pequeño estrado al fondo; hombres en franela tan roja como su pelo, con las espaldas apoyadas en la pared bajo el sagrado retrato de Washington; hombres sentados a mesas ante un mural pésimamente pintado de la Declaración de Independencia, sobre el que había unas fantasmagóricas firmas de casi medio metro de alto. Y por último, un grupo numeroso —ahí fue donde me quedé pasmado mientras, en el mismo instante, la frente de Bird dibujaba una línea vertical de confusión— de pie, formando una cola ordenada, como ante un cajero.
Al principio, me costó adivinar qué tenía aquello de anómalo. Puede que, en total, fueran unos cuarenta, en una única cola. Miré más de cerca. Parecían aferrar papeletas en los puños, aunque todavía faltaba mucho para las siguientes elecciones. Luego capté el aroma a pino amargo de la ginebra bebida y me fijé en cómo se balanceaban, con un vaivén que también recordaba el de un pino al viento, como si la brisa del bosque se hubiera colado en la sala de reuniones y supiera que aquellos tipos estaban borrachos como cubas. Entonces me di cuenta de que todos sin excepción eran irlandeses, tanto morenos como pelirrojos, pero llevaban tupidas barbas, lo que no era nada frecuente entre ellos.
Y para colmo, el aspecto de ninguno de aquellos hombres se ajustaba a la ropa que vestía. Ni de uno solo. Cada tipo duro de la cola llevaba el atuendo de un profesional. Un hombre con las manos encallecidas de obrero de la construcción, grandes como las de un oso, parpadeaba ante la pared con un traje de párroco de confesión indeterminada. Otro, cuya tez descamada y de tono plomizo me decía que vivía en un catre de un sótano especialmente miserable por tres peniques la noche, llevaba un pañuelo de raso y un monóculo dorado abollado. Un boxeador con orejas que parecían brécoles florecidos, que había sucumbido a los efectos de la ginebra y dormitaba en el rincón, llevaba un bastón con puño de marfil y el símbolo de médico grabado, metido nacidamente bajo el brazo.
—Muy bien, chicos —gritó Valentine desde delante del estrado, con las manos en las caderas y los ojos bailando inquietos. Sobrio, como parecía tener por costumbre estar en las actividades del partido—. Si veo que no lo hacéis mejor que en el último espectáculo, todos vosotros, malditos muertos de hambre, os quedaréis sin priva la próxima sesión de instrucción. No permitiré que desplumen al partido en las urnas a causa de nuestra propia generosidad. ¡Hacedlo como es debido! Canavan, ¡empieza!
El borracho con atuendo de párroco sostuvo su trozo de papel en alto, como si fuera un estandarte sagrado, y luego se encaminó resuelto hacia una urna verde situada sobre la sólida mesa de madera junto a la que estaba mi hermano. En el momento en que se disponía a introducir la papeleta falsa en la ranura, Val le agarró el brazo.
—No me fastidies, te estás choteando de mí —se burló Val, que retorció malintencionadamente la carne que pellizcaba entre sus dedos—. ¿Votas demócrata?
—¡Sí! —chilló el emigrante.
—Te daré una paliza que te acordarás toda tu vida. Te romperé los huesos, uno por uno. Te machacaré hasta dejarte tan ensangrentado que a los perros les parecerás un buen desayuno.
—¡No lo hará! —chilló su víctima, soltándose con todas sus fuerzas y metiendo la papeleta de una vez por todas en la sagrada urna verde.
Al final de su actuación, se oyó una leve ovación entre las hileras de cargos del partido apoyados en la pared, una tormenta primaveral amablemente aprobatoria. Y entonces supe a qué obedecía todo aquello. Era un ensayo para las elecciones, claro, aunque yo me había empeñado en que nunca asistiría a ninguno y no había elecciones a la vista en los meses venideros. Una precaución para evitar que los votantes sanos de los distritos demócratas fueran ahuyentados de las urnas por matones whigs. No es que los demócratas no situaran a sus propios matones de mandíbulas prominentes en los lugares de votación controlados por los whigs. Sólo el voto de un hombre libre que pagaba sus impuestos se consideraba más valioso que el romper unas cuantas crismas. Desde luego, los votantes estarían un poco menos cargados del soborno en licor de los demócratas cuando llegara el día de las elecciones. Sólo un poco menos.
—Bien —manifestó su aprobación Val mientras el supuesto párroco retrocedía tambaleándose hacia las sillas—. Un buen grito, sí señor. ¡Finerty! Anda, demuéstranos que puedes dar lo mejor de ti.
La rata de sótano que llevaba el fular de color crema con el que habría podido pagarse dos semanas de alquiler en una casa decente se adelantó. Pero con paso vacilante. Los ojos de Bird, me di cuenta al bajar la mirada, no perdían detalle del numerito. Y debo admitir que era fascinante observar cómo hombres adultos enseñaban a sus votantes empapados en licor lo que tenían que hacer para asegurarse de que el partido salía con ventaja en las urnas. Fascinante, sí, y también algo más que perturbador.
—Este no lo hará —susurró Bird tirando de la manga de mi levita—. No sabe actuar.
Estaba de acuerdo con ella. Pero lo que dije fue:
—Un dólar a que lo consigue.
—Eso es tirar el dinero —dijo ella sonriendo, con ojos que chispeaban como el granito—. Pero lo acepto. ¿Por qué todos llevan barba?
—Ni la menor idea.
Enjugándose el sudor de ginebra de la frente, el topo de sótano abrió de repente los brazos en gesto de bienvenida.
—¡Mi querido y viejo amigo! ¡Mira quién está aquí! ¡Mi viejo compañero de clase, de Kilcolgan nada menos! Gracias por…
El intento de depositar la papeleta con la mano izquierda mientras retorcía los dedos de Val con la derecha no dio resultado porque Val, a su vez, le retorció el brazo como un bailarín, le hizo dar la vuelta y luego le propinó un fuerte empujón. Finerty cayó cuan largo era sobre las tablas del suelo. Estallaron vítores. Pero mi hermano parecía, como poco, decepcionado. Le hizo un gesto a uno de sus colegas de su antigua compañía de bomberos, un tipo inmenso y cetrino que tenía la nariz rota y se llamaba Scales. Como era de esperar, Scales lucía una estrella de cobre. Yo empezaba a pensar que ya conocía a la mitad de la fuerza policial del Distrito Octavo.
—Scales, llévate esta piltrafa hasta el fondo y atibórrala de café hasta que vuelva a ser un hombre —ordenó mi hermano—. Anda, que te eche una mano Moses si no…
Val me vio, totalmente inmóvil y con los brazos cruzados, observándole desde debajo del ala de mi sombrero. Sorprender tanto a Valentine hasta el punto de que se quede pasmado es algo que va contra el orden natural de las cosas. No obstante, verme en una reunión demócrata bastó para conseguir ese efecto. Pero había algo más, cuando se quedó en silencio, un gesto en su boca, como si de repente retuviera una palabra en la punta de la lengua. Quería decirme algo.
—Se suspende el acto diez minutos mientras le enseñamos a beber a un irlandés —atronó con irritación cansina—. No tendríamos que perder el tiempo en eso, caballeros y votantes. Va contra la tradición y el sentido común. En la sala contigua hay pan si lo necesitan antes de la comida caliente y de la fría. Diez minutos, y luego ¡llenaremos esta urna como si fuera una furcia!
Se levantó una oleada atronadora de aplausos, como era de esperar. Val bajó del estrado y se encendió la colilla de puro que había sacado del bolsillo de su chaleco. No se molestó en mirarme al pasar a mi lado, se limitó a hacerme un gesto para que le siguiera. Fui tras él, con Bird pegada a mis talones como una sombra.
—Me debe un dólar —dijo alegremente la niña.
—Espera un momento, se lo sacaré a él —respondí señalando la espalda de Val.
Mi hermano entró con paso airado en una sala lateral que servía a todas luces de oficina, con estantes llenos de carteles. Eran rojos, amarillos, azules y de un violeta chillón, cubiertos de ideas tan exquisitamente admirables como «HOMBRES LIBRES CONTRA EL DESPOTISMO y LA ESPADA DEL CAMBIO PARA EL PUEBLO DE NUEVA YORK». Cuando Val se dio la vuelta para apoyarse en la mesa, una de las bolsas de arena bajo sus ojos se retorció al ver a Bird.
—Has recogido otro gato callejero, Tim —dijo en un tono sombrío.
—Es Bird Daly. Ya te había hablado de ella, se aloja en mi casa.
Val se quedó boquiabierto, apenas pudo evitar que se le cayera el puro, lo que consiguió sólo gracias a su mucha práctica. Miró más de cerca, metiéndose los pulgares en los pantalones.
—La doncella en miniatura del salón de Silkie —murmuró—. Que me parta un rayo.
—Es un placer verle de nuevo, señor V. —dijo Bird. Y por Dios que sonó sincera.
Él le estrechó la mano, mientras me clavaba una mirada que parecía un gancho de carnicero.
—Es ella. La niña cubierta de pies a cabeza de líquido rubí de Liam, la que llevó a Matsell a… Me cago en Dios, Tim, ¿dónde tienes la cabeza?
—Cuida tu lenguaje ¿quieres? —gruñí.
Pero Bird no parecía impresionada en lo más mínimo.
—¿Por qué todos llevan barba, señor V.?
La expresión de Valentine se ablandó bruscamente al bajar la mirada hacia Bird.
—Ah. Bueno, esos distinguidos y honrados votantes que viste eran tres hombres, que se cambian de atuendo tres veces. ¿Lo entiendes? Tenemos barberos contratados por toda la ciudad, y tienen que practicar antes de las próximas elecciones. Esos individuos eran en realidad un hombre con barba, un hombre con bigote y un hombre bien afeitado. Y los tres leales demócratas.
Una expresión amarga se dibujó en mi rostro, pero Bird se rio, pensando que la política era un chiste gracioso. Tal vez tuviera algo de razón.
—Escúchame, gatita —Val se pasó los dedos por el pelo distraídamente—, sal por esa puerta, gira a la izquierda y sube las escaleras. Encontrarás una habitación sin cerrar. La habitación está llena de baúles. Los baúles están llenos de ropa. La ropa es para los votantes pobres y los amigos del partido, pero no te preocupes por eso ahora. La ropa es lo que tiene que importarte. Si vuelves a esta oficina antes de encontrar un vestido que te quede bien, te colgaré de las orejas por la ventana hasta arrancártelas de la cabeza. ¿Entendido?
Bird salió corriendo con una sonrisa dibujada en su cara pecosa, cerrando la puerta tras de sí.
—Timothy Wilde, has perdido la cabeza —me espetó Val—. ¿Qué te ha contado la niña?
Le expliqué que las versiones que daba Bird de lo sucedido no eran precisamente fiables, que ella no sabía por qué habían asesinado o desfigurado a ninguno de los niños, y que un hombre con una capucha negra parecía estar detrás de todo, según ella y también según los vendedores de periódicos.
—Tim, sabes que la investigación ha terminado, ¿no?
—No es eso lo que tengo entendido.
—Bien, entonces, por una vez en tu vida, ponme al día.
En opinión de Val, debía de estar agradecido porque me hubieran permitido volver a mis tareas de patrulla. Más que agradecido, porque no era lo mismo romperle la crisma a un tipo que perseguir a un loco que asesina niños. Mientras tanto, desde su punto de vista, todo estaba bajo control. Se había puesto guardia en la fosa común, de manera que si alguien intentaba tirar algo más allí, le echaríamos el guante al cabrón o cabrones. En cuanto a Bird, podía dejarla en un orfanato católico esa misma tarde y lavarme las manos. Pero veía una sombra de testarudez en mi cara, me dijo. ¿A qué venía tanta resistencia a quitarme de encima un asunto tan sórdido?
—Se supone que ése es el trabajo de los estrellas de cobre —repliqué con frialdad.
—¡No quedará ni un estrella de cobre, pedazo de estiércol! —gruñó Val sacudiendo la cabeza en un gesto de desesperación—. Si la gente se entera y no lo hemos resuelto, y no podremos resolverlo, te lo aseguro, se acabó. ¡Se acabó la Policía de la ciudad de Nueva York! ¿Quieres ganarte una buena pasta?, pues apuesta contra los polis si llega a saberse que no podemos encontrar a un asesino de niños al que le gustan las costillas crudas.
—El jefe lo mencionó. Pero voy a seguir investigando, por órdenes de Matsell. Lamento decepcionarte.
—Que le den a Matsell —espetó—. Soy yo el que te da las órdenes.
—No estoy en el Distrito Octavo.
—No como policía sino como…
—Y no me faltan agallas. Como a otros.
La pulla hizo más daño de lo que suelen hacer la mayoría de mis comentarios. Val parpadeó. El labio se le retorció irritado, como un trozo de corteza quemada que se encogiera, así que me dispuse a recibir un puñetazo en el ojo. Luego parpadeó otra vez y en su cara asomó una mueca de desdén, como la de una máscara torcida de carnaval, para ocultar la rabia.
—Hay algo más —añadí despacio—, o no estarías así. ¿Qué ha pasado?
Demasiado cabreado para hablar, Val se sacó un trozo de papel doblado del bolsillo interior y lo tiró al suelo. Sintiendo vagamente que había infringido una norma tácita, me acerqué rápidamente y lo recogí. No tuve que dedicarle mucha atención para saber exactamente por qué mi hermano había interrumpido la reunión sólo para enseñarme algo. Un leve pero gélido escalofrío de culpabilidad me recorrió la espalda. Y la culpa, por pequeña que sea, es muy difícil de ignorar.
La carta rezaba:
ANDAOS CON CUIDAO, TIRANOS PROTESTANTES PORQUE SOY EL AZOTE DE LA PERVERSIDAD, EL VIZIO HA SIDO CASTIGADO Y LA FORNICAZIÓN MUTILADA, PERO HAY QUE HACER MÁS SACRIFIZIOS ANTES DE QUE NUESTROS CUCHILLOS DERRAMEN SANGRE AMERICANA. LOS CUERPOS DE LAS FURZIAS SERÁN MARCADOS CON LA SAGRADA CRUZ UNA VEZ MÁS Y LOS GUSANOS SE DARÁN UN BANQUETE EN SUS TRIPAS, SE LO MERECEN POR SUS PECADOS CAPITALES, Y CUANDO LOS PEQUEÑOS DEMONIOS CALLEN PARA SIEMPRE LLEGARÁ EL FIN DE VUESTROS TIEMPOS. DIOS HARÁ QUE NOS ALZEMOS Y LOS IRLANDESES BAILARÁN SOBRE VUESTRAS TUMBAS. CREEDME PORQUE SOY
LA MANO DEL DIOS DE GOTHAM
—Sean disparates o no, y tanto da quién los escriba, esto te preocupa —dije en un tono de disculpa—, y entiendo muy bien por qué.
Val no dijo nada. Fue como si le hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago. Se levantó, se acercó a uno de los cajones de la mesa y sacó una botella de whisky. Le dio tres generosos tragos antes de secarse delicadamente los labios con el puño de la camisa, luego la guardó y cerró el cajón con un golpe descuidado.
—Esto quiere decir que hay más asesinatos planeados —me percaté—. Dios, Val. ¿Te crees lo que dice?, ¿eso de que va a volver a las andadas?, ¿qué un emigrante desquiciado sea el culpable de todas esas muertes?, ¿es eso lo que te altera?
—Quienquiera que lo escribiera está como una cabra. Quienquiera que crea que destripar niños es una diversión está mal de la cabeza. La policía es aliada de los demócratas y los demócratas son aliados de los irlandeses. Adivina qué es lo que me altera, Timothy, me parece que tienes ojos en la cara.
—Pues entonces más razón todavía para que lo resuelva, y tan rápido como sea posible, ¿no?
—¿Cómo es posible que puedas levantarte por las mañanas con ese pedazo de cabezón hueco que tienes? Mira: supón que las cartas sean auténticas; supón que detienes al cabronazo pirado; supón que le echas el guante a un irlandés que se ha dedicado a cargarse a niños, ¿cómo crees que va a reaccionar esta ciudad a ese tipo de historia?
Por más que me fastidiara reconocerlo, mi hermano tenía razón. Yo empezaba a sospechar que no había querido creerme que la primera carta la hubiera redactado un irlandés no porque fuera inverosímil sino porque sería una noticia muy pero que muy mala para todos.
—Se desataría el caos —convine—. Pero, con esta carta concreta… ¿tenemos que preocuparnos por los periódicos?
—¿De dónde crees que la saqué? Hemos sobornado a la prensa, con la pasta suficiente para acallarla un mes, puede que más. Cualquier carta que les llegue nos la entregarán. Un empleado del Herald encontró ésta en la pila del correo esta mañana. El cabrón debió de ponerse tan contento al ver su nombre en letra de imprenta que mandó otra.
Mi hermano extendió una mano. Sabía lo que pretendía y vacilé. Pero al parecer, quemar pruebas podía ser una magnífica medida. Val encendió una cerilla raspando sobre la superficie de la mesa y se quedó mirando, fijamente como siempre, mientras el papel se deshacía en cenizas. Yo le miraba a él, pensando qué decir. Cualquier cosa sería mejor que lo que había dicho hasta ahora. Pero Val, como tantas veces sucedía, me lo impidió adelantándose.
—Sigue con esta investigación —dijo mi hermano con una voz tan gélida y clara como el bloque de hielo que había visto antes—, y yo me encargaré de elegir las flores para tu funeral.
—¿Es eso una amenaza? —solté.
—Tómatelo así, si te ayuda. Pero tú no eres tonto. Así que tómatelo mejor como una predicción, Timmy. Tú verás, no es mi problema.
—En ese caso, genial. Lo recordaré. Y ahora dame el dinero que me mandó a buscar aquí Matsell, o le contaré que tus bomberos no cumplen las órdenes del jefe de policía, mi capitán Wilde.
—Macarra —dijo alegremente—. Si te empeñas en que te crujan, al menos dile adiós a la vida con estilo. ¿Lo que quieres son los fondos demócratas, los que aún no están anotados?, ¿cuánto?
—Con diez dólares bastará. No, once; casi se me olvida.
—¿Casi te olvidas de un pavo?
—El dólar es para Bird, se lo ha ganado. Ella apostó que Finerty no metería la papeleta.
—Entonces es más lista que tú.
Lo dejé pasar. Val se acercó a un caja sin adornos, que no parecía destinada a ningún propósito específico, colocada sobre una caja de caudales de plomo, sacó tres monedas de oro de diez dólares y una de dólar, y me las lanzó de espaldas una por una, trazando un arco por encima del hombro.
—Esto es demasiado —comenté mientras las atrapaba.
—Ya, pero éste es el momento de las vacas gordas, Tim. Cómprate un ataúd con lo que te sobre y así me ahorras el trámite.
Se me ocurrió decirle que le aborrecía, pero creo que la expresión de mi cara lo dejaba ya bastante claro. Si es que me hubiera mirado, claro.
—Silkie Marsh me hizo una visita. Le di recuerdos de tu parte.
La cabeza de Val se volvió hacia mí, sorprendido. Apretó los dientes.
—¿Le robas tres piedras preciosas vivas y luego va a verte? Me parece que vas a morir antes de lo que creía.
—Un comentario muy agradable por tu parte. ¿Te importa explicarme por qué una visita de Madam Marsh es tan mal augurio?
—En absoluto, mi pequeño Timothy, simplemente me resulta una situación familiar —dijo siseando entre dientes por la fuerza con que apretaba la mandíbula tensa—. También ha intentado acabar conmigo, ¿sabes? Pues sí. ¿No te había contado que una vez quiso matarme?, ¿ni que estuvo a punto de conseguirlo?
Bird abrió la puerta sin llamar. Había encontrado un pequeño maletín, se lo había apropiado y en él había guardado su ropa vieja. Mi joven amiga llevaba ahora puesto un vestido de verano de algodón de color marfil de escote redondo y cintura alta, estampado con amapolas naranjas en las costuras, y mangas que le cubrían apenas los brazos pecosos. Un vestido mucho mejor de lo que yo había esperado, aunque probablemente no tan elegante como los que estaba acostumbrada a llevar. Pero éste era suyo y ella desbordaba alegría. Se la veía radiante por no verse obligada a seguir vistiendo un camisón por la tarde.
Yo me alegré tanto que se me pasó por alto la reacción de mi hermano. Esbozaba una sonrisa juvenil con un lado de la cara mientras con el otro exhibía la mueca habitual, tan pagado de sí mismo como siempre. Me quedé sin palabras por un instante.
—Sí, es precioso, hasta un ciego lo vería —dijo respondiendo a la pregunta que asomaba en los ojos de Bird.
—Es uno de los vestidos más bonitos que he visto en mi vida —convine.
—Tim, haz lo que te he dicho —añadió Val con brusquedad; se volvió hacia una pila de carteles puerilmente chillones y los cogió—. Ya sabes lo que pasará si no lo haces. Adiós. Tengo que instruir a una pandilla de muertos de hambre. Que un americano tenga que enseñar a los irlandeses a beber sobrepasa lo comprensible. Es como si me hubieran asignado a adiestrar perros para que salten por aros.
Valentine salió a toda prisa, levantando brisas ingrávidas y caóticas que se arremolinaron tras él. Bird se volvió para mirarme. Ciertamente era otra persona, no una pequeña prostituta, ni una vendedora de mazorcas con unos pantalones de nanquín birlados, sino simplemente una niña, que ahora fruncía el ceño de un modo al que yo me estaba acostumbrando.
—¿Qué ha pasado? El señor V. no quería decir eso. Le caen bien los irlandeses.
La pequeña tenía razón. Y le habría dado alguna respuesta de haber sabido qué era lo que había pasado, y si el doctor Peter Palsgrave no hubiera irrumpido en ese mismo momento por la puerta, asfixiado y jadeando, enjugándose la frente con un delicado pañuelo de seda azul eléctrico, lo que nos hizo retroceder a ambos, a la defensiva.
—Busco a Timothy Wilde —dijo jadeante—. Tengo una carta para él.
—¿Qué hace usted aquí? —exclamó Bird Daly.
El doctor Palsgrave parpadeó, parecía que el corazón se le iba a salir del pecho. Se dejó caer desmayadamente en la única silla de la sala.
—Y… ¿qué es lo que haces tú aquí?
Me quedé allí, pasando la mirada del uno al otro. Bird esbozaba una amplia sonrisa, con las manos cogidas por delante, aparentemente encantada por haber reencontrado a dos viejos conocidos en menos de un cuarto de hora. El doctor Palsgrave temblaba y se le notaba alterado, pero parecía igual de encantado por el encuentro con Bird. Y yo allí en medio, más que confuso, mientras veía como cada uno de ellos buscaba una explicación razonable para la presencia del otro en una comida del Partido Demócrata.