Al tolerar de ese modo a todas las sectas, hemos concedido igual protección no sólo a aquellas cuya fe y prácticas religiosas defienden el principio sobre el que se basa la tolerancia, sino también a esa única y solitaria secta, la católica, que erige y basa sus creencias en la destrucción de toda tolerancia. Sí, al católico se le permite profesar su fe a la luz de la tolerancia protestante, madurar sus planes y poner en práctica sus propósitos de extinguir esa luz y destruir las manos que la sostienen.
• SAMUEL F. B. MORSE, 1834 •
Cuando me presenté en la oficina del jefe Matsell en las Tombs, el jefe estaba atareado escribiendo. Me senté cuando me señaló una silla, y contemplé con interés el espacio que aquel hombre extrañamente imponente había remodelado a su gusto.
En la pared del este colgaba un plano de Nueva York, por supuesto, uno gigantesco y magníficamente reproducido, con los distritos claramente visibles. Una de las interminablemente altas ventanas de las Tombs se cernía por detrás de la mesa y dejaba pasar una cantidad asombrosa de luz beis inmóvil. Llamaba la atención el escaso papeleo que había sobre la mesa. Un proyecto cada vez, parecía, aunque resultaba difícil de creer. Tal vez eso explicaba su concentración relajada pero penetrante como un taladro. Reconocí varios títulos de su estantería alta, que me confirmaron los rumores. Leía obras políticas radicales y textos sobre la reproducción femenina. La pared que daba al sur estaba consagrada a la política: bandera, retratos de los Padres Fundadores (él tenía un aire a Washington, su tocayo), una desenvuelta águila disecada, el sello de los demócratas. Estaba tan absorto por lo que me rodeaba que cuando habló por fin casi me caigo de la silla del susto.
—La investigación de los estrellas de cobre sobre los diecinueve cuerpos ha terminado, señor Wilde.
Me atraganté con un regusto tóxico mientras me ponía en pie de un salto.
—¿Qué?
—El artículo de esta mañana nos ha dejado en una posición imposible. No había niños muertos. No hay niños muertos. Usted es un agente de patrulla del Distrito Sexto, señor Wilde, y por favor, sea puntual a partir de ahora.
La incredulidad reverberaba en mi cabeza como una campana de iglesia pegada a mi oreja. «No —pensé, y luego—: Yo le defendí, dije que esto no sucedería, así que no». Y entonces no pasó nada. Estaba tan aturdido que supongo que debía de ofrecer una imagen poco agradecida, más bien fea, muy fea: yo allí delante, boquiabierto, con mis tres cuartos de cara y todo el esfuerzo que había hecho, y el montón de cosas de las que él no tenía ni idea. Los vendedores de periódicos, la gente incontable con la que yo había hablado, Bird viviendo en casa de la señora Boehm… Él siguió escribiendo. Me sentí como un chucho callejero al que le han tirado un trozo de carne fresca y luego lo echan a golpes de la carnicería.
—Tenga —dije mientras me quitaba la estrella de cobre. La puse sobre su mesa y me dirigí a la puerta.
—Espere.
—Le he dicho a los neoyorquinos que no éramos así. Usted acaba de hacerme quedar como un mentiroso así que…
—Señor Wilde…, siéntese.
Su voz era bastante tranquila, pero su potencia me atravesó el cerebro como una bala. Luego Matsell alzó la mirada hacia mí, levantando una ceja. No sé por qué, pero me senté. El gran hombre circunspecto y tozudo, con arrugas en la cara que cruzaban sus mejillas como vías de ferrocarril, estaba a punto de decirme algo, supuse. Dependiendo de lo que fuera, yo le respondería con otras palabras que ya había elegido.
—Me he dado cuenta de una cosa, señor Wilde. —George Washington Matsell dejó intencionadamente su pluma al lado de la hoja de tamaño folio—. Su contenido le sorprenderá, me parece. ¿Sabe qué estoy escribiendo?
—¿Y cómo iba a saberlo?
Una vez más, asomó lo que tal vez fuera el inicio de una sonrisa, pero al instante desapareció por completo arrastrada por el viento hacia el Battery.
—Estoy escribiendo un lexicon. ¿Sabe lo que es?
—Un diccionario —respondí en un tono desabrido—. Acabo de ayudar a salvar a un hombre al que iban a quemar vivo, todo porque se ha publicado una carta de un loco aprovechándose de veinte niños muertos que nunca serán vengados. ¿Y usted quiere que sepa que está escribiendo un diccionario?
El jefe Matsell sí que sonrió en ese momento, dándose un golpecito con la pluma contra el labio. Un único golpecito.
—En una ciudad metropolitana hay todo tipo de gente. Desgraciadamente, los que menos respeto muestran por la ley y el orden son también los que han desarrollado un lenguaje propio, cuyos orígenes se pierden en la bruma de la historia británica. Lo que ve ante usted es el principio de un lexicon de flash. Un léxico de granujas, si lo prefiere.
—Para eso no necesitará mi ayuda, dado lo bien que conoce las costumbres de los granujas.
Se rio. Me fijé en su letra, firme, un poco arrogante vista del revés. Era una buena idea poner por escrito el lenguaje de la delincuencia, reconocí a regañadientes. Pero ¿de qué servía saber flash si la resolución real de un delito no entraba en los planes de los demócratas?
—No necesito su ayuda con el lexicon, señor Wilde. A decir verdad, mi intención es que pase su tiempo de otra forma que nada tiene que ver. Ahora que he comprobado lo intensamente que vive este asunto. Era lo que me preguntaba, ¿sabe? Cómo se lo tomaba.
—De la única forma que creo que un hombre puede tomarse la muerte de unos niños —repliqué con frialdad.
—Le entiendo. Lo que me gustaría que entendiera es la fragilidad de esta peculiar organización. ¿Diría usted, por su experiencia en las rondas, que los estrellas de cobre son bien recibidos en todas partes?
Negué con la cabeza, reticente. Por cada hombre que agradecía nuestra vigilancia, había otro vociferando sobre las calles libres y el espíritu de la Revolución.
—La policía de Harper la formaban unos ineptos —prosiguió Matsell— y por eso fracasó. No porque esta ciudad no entienda, en el fondo, que necesitamos el imperio de la ley, sino porque los neoyorquinos se comen vivos a los incompetentes y porque nuestra población de delincuentes adorna sus argumentos con el idioma del patriotismo. Yo no soy un incompetente, señor Wilde, pero me han puesto en una situación insostenible: es sumamente difícil resolver los delitos de cierta antigüedad. Casi imposible. Pasa un día, una semana, y todo rastro de las pruebas que pueda haber dejado el culpable desaparece. Aquí nos enfrentamos a una serie de crímenes cuya naturaleza sacudiría la ciudad y tal vez amenace la base de votantes de todo el Partido Demócrata. Y si fracasamos públicamente en la resolución de esos asesinatos, si demostramos ser tan ineptos como aquellos bocazas de chaqueta azul a los que reemplazamos, no me sorprendería en lo más mínimo una futura victoria whig y la consiguiente disolución de los estrellas de cobre. Ellos quieren que su dinero se canalice hacia los bancos y la industria.
—En lo único que piensan ustedes es en el maldito partido —siseé.
—Yo le nombré para este cargo, ¿no?
—Eso no es precisamente ningún honor. Cualquier rufián capaz de balancear un garrote emplomado le serviría.
George Washington Matsell se juntó las puntas de los dedos frunciendo el ceño.
—Los dos sabemos que no es exactamente así. Hay diferentes tipos de agentes de policía, lo mismo que en cualquier grupo de hombres. Algunos quieren vigilar las calles, y otros quieren aprovecharse de patrullar esas mismas calles luciendo la estrella de cobre. Yo seré el primero en reconocer que tengo a rufianes en nómina pero, por el bien del partido, es inevitable. Me justificaré diciendo que tolerar a algunos canallas útiles es mejor que carecer del todo de un departamento de policía. Así que hay matones y hombres honestos, todos haciendo la ronda. Y luego está usted.
—¿Y qué soy yo?
No intenté ocultar mi ceño fruncido. Me daba la impresión de que se me había grabado para siempre en la frente.
—Mire, todos los demás están para prevenir el delito. Tanto los agentes que patrullan como los capitanes. Pero prevenir el delito no tiene nada que ver con desenmarañarlo una vez se ha producido. Me parece que es ahí donde entra usted, señor Wilde. En resolver los casos después de los hechos. Mire, no todos sirven para eso. Así que, por Dios, ése será su cometido. Resolver el enigma, e informarme a mí, sólo a mí.
—¿Resolver qué enigma?
Extendió las manos en gesto amable, dejando que rozaran su mesa.
—¿Se le ocurre algún otro?
Miré el plano de Matsell, mientras mis pensamientos soltaban chispas en todas direcciones, como en una pelea a navaja. Me fijé en el punto donde la ciudad acababa, donde se había ocultado a los niños bajo los árboles silenciosos. Quería saber cómo fueron a parar allí, lo deseaba como había deseado muy pocas cosas en mi vida, y jamás me había sentido así ante ningún rompecabezas. Era por Bird, en parte, y por todos los demás, pero también por algo más simple que eso. Atender una barra de un bar es como trazar una línea en el polvo repetidamente: la misma transacción una y otra vez, mientras sueñas con tener tu propio transbordador y un trozo de tierra en Staten Island, para poder sobrellevar la rutina. También hay que recurrir a juegos intelectuales, un puro ejercicio del sentido común, para mantenerte lo bastante interesado en el trabajo y ganar algo de dinero, pero tanto da lo que adivines sobre un cliente, te olvidarás una hora después de cerrar, y las huellas del día siguiente borrarán las que las precedieron. Pero aquí se trataba de un único objetivo, una montaña que escalar hasta ver la cima con tus propios ojos, y «yo necesitaba saber».
Y ahora parecía que el jefe también ardía en deseos de saber. Pese a los demócratas.
—No me puedo quitar uno de la cabeza, claro —dije en voz baja.
—Pues en ese caso más vale que se guarde esto —me sugirió a la vez que me devolvía la estrella de cobre apañándoselas para no parecer engreído.
—¿Me dijo que volviera a patrullar sólo para ver cómo reaccionaba?
—Ha sido mucho más esclarecedor de lo que yo mismo esperaba.
Saqué la aguja con el pulgar y volví a colocarme la estrella en la solapa. Me sentía mejor con ella ahí.
—Necesito un poco de dinero —admití—. Lo usaré con honradez, le doy mi palabra. Tengo que sobornar a los vendedores de periódicos.
—Muy listo por su parte. Pídale fondos a su hermano, si quiere. Él tendrá la caja con el efectivo de las donaciones al partido en la reunión del comité de mañana por la mañana; las cantidades todavía no constarán en los libros. No le cuente nada de esto a nadie, salvo al capitán Wilde y, si necesita otro aliado, al señor Piest. El hombre que ha escrito a los periódicos es un perturbado. No hay niños muertos ni los hubo jamás. ¿Me entiende? Y si el que está detrás de esta basura es un estrella de cobre, le arrancaré las pelotas. Y antes de irse, redacte un informe sobre el polvorín que impidió que estallara esta tarde.
—Buena suerte con su lexicon —dije con tono de disculpa desde la puerta tocándome el ala del sombrero—. Es una idea muy útil.
—Es la mejor idea que he tenido antes de que se me ocurriera la de asignar a un estrella de cobre concreto la búsqueda de un criminal particular —me respondió satisfecho—. Salga de mi oficina, señor Wilde. Y ni una palabra.
Redacté el informe. Con toda la intención escribí «agresión con intento de homicidio», «amenaza para la integridad física», «embriaguez pública y alteración del orden», entre otras cosas. Eso compensaba en buena medida la ausencia de la palabra «nabo». Luego, como todavía no disponía de los fondos para sobornar a los repartidores de periódicos, y ansioso por hablar con Bird, volví andando a casa, a Elizabeth Street, con el ala de mi sombrero conteniendo las pesadas lanzas de luz de última hora de aquella tarde de agosto. Cuando estaba a menos de veinte metros de las escaleras, me llevé una inesperada sorpresa.
Un carruaje muy elegante, de los que jamás se detendrían ante la panadería de la señora Boehm, aguardaba delante de mi puerta. El cieno de la calle manchaba su pintura negra perfecta.
Me detuve para examinar el vehículo. El cochero negro sentado en el pescante no me había visto, porque su espalda empapada de sudor miraba al oeste. De puntillas, estirando el cuello, me asomé dentro del vehículo. No sé, tal vez esperaba descubrir el maletín de un médico, que Peter Palsgrave se hubiera presentado por arte de magia para echarnos una mano. O el dueño de un periódico, que había ido a sonsacarme una exclusiva y se había olvidado las notas para la edición del día siguiente en una caja sobre el asiento.
Pero no vi nada de eso. Sólo percibí, mezclado con los olores de la calle y de la calurosa tapicería de cuero, un indicio de fragancia de violetas que se alzó lentamente en mi dirección. Enfriadas mis expectativas, me di la vuelta y entré en la panadería.
No había rastro de la señora Boehm. Ni, ya puestos, tampoco de Bird, y a esas alturas mis músculos se aferraban con fiereza a mis huesos. Porque ahí estaba sentada Silkie Marsh, angelical y sonriente, con su alma perfectamente hueca, dando sorbos a una taza de té que ya se enfriaba en la mesa de amasar. Olía a violetas y vestía el más favorecedor tono de verde imaginable.
—Mis disculpas por presentarme sin avisar, señor Wilde —dijo con una mirada de ensayada timidez—. Espero que no se lo tome como una falta de cortesía, pero estaba… estaba muy inquieta. Han llamado a su casera para que vaya a hacer una entrega, pero fue tan amable que me preparó un té antes de salir. ¿Le apetece una taza?
«No tienes por qué simular una actitud amigable, recuérdalo —pensé—, y es lógico que te muestres sorprendido. Tómatelo como una oportunidad, ándate con cuidado y ruega a Dios que Bird haya permanecido arriba todo el tiempo».
—No dispongo de mucho tiempo, Madam Marsh. Y debo confesarle que estoy un poco desorientado. Habría imaginado que sería mi hermano el hombre al que buscaría en caso de que usted se sintiese… inquieta.
Silkie Marsh me sirvió una taza de té formando con sus labios rosáceos una curva pesarosa. Para mi espanto, me di cuenta de la presencia de una pieza de ropa esmeradamente doblada sobre una silla, cerca de los sacos de harina, detrás de Silkie Marsh, una pieza que la señor Boehm había lavado a conciencia para que recuperara la blancura: el camisón de Bird. Debería haberlo guardado como prueba o quemado, pero el camisón había sido víctima de las buenas costumbres domésticas en una tina de lejía y piedra caliza. No tenía forma de saber si Silkie Marsh lo había visto, y evidentemente no podía preguntarle sin delatarme.
—Valentine habría sido el primer hombre al que habría acudido, hasta en sueños, en estas circunstancias, hace tiempo. Pero supongo que se habrá dado cuenta de que… es un tema doloroso. —Se encogió, esta vez de verdad. Sólo fingió el modo en que deliberadamente no me ocultó el gesto—. Val es un amante de las novedades, señor Wilde. Me temo que la devoción que siento por él últimamente pasa inadvertida.
—Como la de la mayoría de la gente.
Su expresión paciente de sufrimiento mudó en una sonrisa cómplice. Un regalo. Un secreto entre nosotros.
—Usted lo conoce mejor que yo, claro. Por más desconsolada que me sienta por la pérdida de sus atenciones, usted tiene razón: él está acostumbrado, por buenas razones, a que le reverencien.
—Yo no me atrevería a decir tanto. Dígame, ¿qué es lo que tanto la aflige?
—He leído el periódico esta mañana —confesó en un susurro muy bajo—. Me… Me perturbó, señor Wilde. Me asustó.
Si un hombre con una capucha negra se llevaba con regularidad a niños a los que despedazaba de su burdel, no podía culparla. Sobre todo si ella tenía algo que ver.
—¿Qué era lo que le asustaba personalmente, Madam Marsh?
Frunció los labios y fingió que la pregunta le había decepcionado, parpadeando hacia mí con sus sedosas pestañas.
—¿Acaso temor por nuestra ciudad, señor Wilde? Alborotos, tal vez. Caos en las calles. ¿Quizá temía por los irlandeses y el futuro del Partido Demócrata, el cual cuenta con todo mi apoyo? El fracaso en las próximas elecciones, claro. ¿O supone acaso que mi interés es mucho más personal dado que le estoy haciendo una visita que debe de resultar incómoda para ambos?
La confesión, aunque parcial, fue un buen golpe. Pero la gente suele contarme cosas. Di un sorbo del té que me había servido, sopesando la densidad del silencio. La conversación me tenía haciendo equilibrios sobre la punta de un anzuelo, pero al menos Silkie Marsh sabía que su voz resultaba más persuasiva cuando la utilizaba con fuerza y claridad. Seguramente, Bird podría oírnos desde el piso de arriba. Supliqué a Dios que pudiera.
—Usted emplea a niños a los que prostituye; me presenté con Val y unas cuantas malas noticias sobre Liam, y luego me llevé a un par de sus pupilos más jóvenes —resumí para ella—. Y ahora quiere saber cómo nos enteramos.
Ella negó tajantemente con su rubia cabeza.
—El pasado no me importa en absoluto. Quiero saber si mis hermanas, mis empleados, todos los que vivimos en mi residencia, tenemos motivos para temer por nuestras vidas.
—Yo diría que los niños que han tenido la poca fortuna de acabar viviendo bajo su techo ya temen ahora por sus vidas. Por las vidas que llevan.
Los ojos chispearon dentro del anillo azul más cercano a las pupilas. Un destello que no era premeditado, sólo amargo y cansado. El tipo de resentimiento calcificado, demasiado arraigado ya para poder ocultarlo.
—No es el único que no tiene una opinión precisamente buena de mí, señor Wilde. Pero yo vivo bien, y también quienes residen en mi casa. Soy una mujer rica e independiente. No me extenderé sobre las ventajas de coser a destajo hasta que una se muere de hambre o de frío, ni sobre los placeres del trabajo en las fábricas, donde los favores no se pagan sino que se arrancan por la fuerza. Yo soy la dueña de mi establecimiento. Y también de mi tiempo, que es mucho más valioso aún. No es nada descabellado imaginar que algunos de mis discípulos, cuando crezcan, también prosperarán. Aquí me tiene, sentada ante usted, aunque, a los nueve años, también fui una niña tan desvalida como ellos.
Parpadeé, claro. Porque si eso era cierto, si ella había sufrido lo mismo, si sabía en carne propia por qué Bird rompía la loza… yo nada podía añadir. Hay algunas cicatrices cuya profundidad se me escapa, porque son de una clase que yo no tengo. Y si estaba mintiendo, bueno, en ese caso no merecía la pena hablar con ella.
Parecía irritarle que nuestra conversación se saliera de su cauce. Silkie Marsh se irguió, removió la cucharilla en la taza de té como si quisiera disolver un testarudo terrón de azúcar, aunque era evidente —porque la taza no humeaba— que llevaba esperándome como poco un cuarto de hora. Cuando buscó de nuevo mi mirada, su boca había recuperado el buen ánimo y sus mejillas habían adquirido un tono de pétalos de rosa.
—Por favor, ¿qué le pasó en realidad a Liam? —preguntó sin alterarse—. Y, ya puestos, ¿cómo descubrió usted quién era y dónde vivía?
—Una mujer que hace obras de caridad le identificó.
—Ah. Debió de ser la señorita Mercy Underhill, supongo.
Un sobresalto incontrolable como posos de café quemados me recorrió la sangre. Debí de parecer muy afectado porque Silkie Marsh se mostró repentinamente complacida. Ladeó la barbilla en el mismo ángulo que yo inclinaba la cabeza.
—Era improbable que fuera cualquier otro, señor Wilde. No la veo con mucha frecuencia pero, después de todo, ella se dedica a los niños. No se me ocurre a nadie que hubiera sido capaz de reconocer a Liam tras un breve contacto.
Un extraño matiz en su voz me desconcertó aún más si cabe. Pero una vez hube asimilado el hecho de que se conocieran —y claro que se conocían, Mercy no podría haber atendido a los niños que se prostituían sin conocer a su dueña—, no me sorprendió que Silkie Marsh sintiera una profunda aversión hacia la hermosa y educada hija del reverendo. Sin duda eso explicaba la oscuridad que se filtraba a través de su débil sonrisa.
—¿No puede contarme nada más? —me presionó—. Me gustaría ayudar, ¿sabe?
—¿Por mi hermano?
—Sea lo que sea lo que piense de mí, y por mí puede pensar lo que le dé la gana, no puedo permitir que crea que no me importan nada mis desvalidos hermanos y hermanas. —Lo afirmó con deliberada pasión, y quería que yo la percibiera en las consonantes crujientes y cortantes—. No fui yo la que erigió la ciudad de Nueva York, señor Wilde, así que no me pida que la reforme a su gusto. ¿Puedo serle de ayuda en algo?
—No. Pero se lo agradezco. Usted ha venido aquí a desecarme como si fuera una fuente de la que extraer información, así que es un detalle por su parte ofrecerme un intercambio.
Había creído que eso la descolocaría, que le borraría la sonrisa cruel de la cara marfileña. Pero su sonrisa se ensanchó.
—Valentine podría haberse tomado la molestia de explicarle que soy muy imparcial. Pero no creo que usted haga mucho caso a lo que le dice su hermano, ni que sepa siquiera qué hacer con él.
—Y usted sí que sabe cómo manejarlo, según parece.
Ese comentario logró lo que no conseguían los insultos directos. Tendría que habérseme ocurrido antes. Fuera lo que fuese lo que anidara en el fondo de su corazón, se lo había entregado a la persona equivocada. Así que, por un momento, me arrepentí; sus ojos dejaron de verme y empezaron a ver a Val, y rememoraron la primera barbaridad que él le había hecho, fuera cual fuese. Sus labios temblaron un segundo y al instante los controló de nuevo y recobró la sonrisa, como si la vida le fuera en ello. Y probablemente había sido así. Más de una vez.
Con gestos gráciles, agitando el muaré verde, se levantó sobre sus diminutos pies. Buscó los guantes, que estaban sobre el mostrador del pan.
Y al hacerlo vio el camisón. La cabeza de Silkie Marsh retrocedió un ápice para mirarme.
—No podía llevar a Neill y a Sophia a una iglesia con ese atuendo, ¿no? —dije asqueado.
—Por supuesto que no, señor Wilde —respondió, toda ella azúcar y veneno agitados hasta el punto de ebullición—, pero aun así espero que les haya pagado lo debido por haber… pasado la noche aquí. Por haber sido una fuente de valioso entretenimiento. En mi local me ocupo de que se les compense adecuadamente por su tiempo.
—Y si yo descubro que ha empleado a más niños, por Dios bendito, si los ha prostituido en cualquier forma en su local, lo consideraré inmediatamente un acto ilegal.
Antes de conocerla sabía que las mujeres eran capaces de escribir la palabra «asesinato» en sus párpados y luego pestañear dulcemente a un hombre. Pero nunca lo había visto. Intimida, cuando se hace bien.
—Debe de ser difícil pasar por la vida como el hermano canijo de Valentine Wilde. No me extraña que parezca un amargado —dijo en un tono agradable mientras se dirigía a la puerta.
—¿Saludo a Val de su parte?
Cerró dando un portazo.
A esas alturas yo me sentía también muy irritado. Aliviado, enfadado, alterado, crispado y con los puños a punto. En cuanto la señora Boehm volviera a casa, decidí, iba a informarle con la mayor cortesía de por qué no se debía dejar entrar, en ninguna circunstancia, a esa mujer en la casa. Ahora que Silkie Marsh había estado sentada a ella, la mesa de la harina —que yo había empezado a sentir como un mueble más de mi hogar— me parecía torcida. Hasta el aire mismo daba la impresión de haberse desplazado, y yo no sabía devolverlo a su sitio. Así que me quité el sombrero, me acerqué al aparador donde guardaba mis pocos accesorios domésticos y eché un chorro chispeante de brandy a mi té.
Un paso sonó a mis espaldas, un pie descalzo, el espectro de una pisada.
—No me escondía —anunció Bird.
Me di la vuelta. Se estaba atando el improvisado cinturón de arpillera alrededor de la cintura, llevaba el pelo suelto y le caía de manera que empequeñecía el resto de su cuerpo; los ojos grises aterrados y el acento de Nueva York fluido como el Hudson.
—Ya lo sé, claro que no te escondías —me burlé—. Dios, no. Lo que pensaba que estarías haciendo, en realidad, lo que deseaba que estuvieras haciendo, era espiar. Sin que te vieran, como una auténtica chivata a sueldo.
Había llegado el momento, tal como estaban las cosas, de que recurriera sin remordimientos a la mentira. Las manos de mi pequeña amiga temblaban.
Asintiendo agotada, Bird dio unas palmadas sobre la mesa.
—Sí, eso es. Estaba fisgoneando. Le ha dado un buen par de cortes.
—¿Yo?
—Yo sabía que usted era un buen rival para ella y ahora sé por qué. No me acordaba bien, porque le tuve por un hombre honrado desde el principio. Pero le reconocí, ella ha hecho que me acuerde. Y ahora me acuerdo.
Me senté en una silla con la taza de té cargada y apoyé los codos en las rodillas, encarándola.
—Pero tú nunca me habías visto antes.
—A usted no —me corrigió—. Cada vez que había una gran juerga, yo me vestía de doncella del servicio y llevaba bebidas a los clientes. El señor V. Sí, él me dio una vez una naranja que llevaba en el bolsillo. Habría caído antes en la cuenta, si los dos hubieran sido del mismo tamaño.
Suspiré, y fue un suspiro lúgubre.
—¿Era un buen hombre?
—De los mejores. Y usted es clavado. Hermanos, ¿no? Eso lo explica todo.
—No, no lo explica, pero es un punto de partida.
Escuchamos durante un rato a los vecinos alemanes. Todo indicaba que estaban bailando o bien peleándose. Por los golpes continuos, los gritos descontrolados y alguna carcajada digna de una bruja yo diría que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que fuera una cosa o la otra. Pero no tenía ni idea de cómo acabaría el alboroto, así que di un sorbo a mi taza y miré cómo Bird escribía su nombre, el irlandés, sobre el polvillo blanco que siempre cubría la superficie de la mesa.
—Si pudieras explicármelo todo —le dije en voz baja—, lo harías, ¿verdad?
Bird asintió con seriedad. Pero no respondió. Se limitó a trazar una línea tras otra por encima de su nombre en la mesa, con una intensidad enfermiza. Hasta que sólo quedó un trecho limpio de madera, como si ella nunca hubiera estado allí.