[…] muchas son las formas en las que el PAPISMO, la idolatría de los cristianos, puede introducirse en América, y en este momento ni siquiera las aludiré… Aun así, mis estimados compatriotas, permítanme que esta vez les advierta a todos, dado que aprecian su preciosa libertad civil y todo lo que les es querido, para que estén alerta contra el PAPISMO.
• SAMUEL ADAMS, en la BOSTON GAZETTE, 4 de abril de 1768 •
La ciudad de Nueva York ocupa la punta meridional de la isla de Manhattan, donde florece la industria naval, y cuando nos quedamos sin espacio para vivir y trabajar, nos propagamos de manera natural hacia el norte. Por ejemplo, Greenwich Village, donde nací, ha sido completamente absorbida por Nueva York a estas alturas, y la idea de que la alta sociedad viva ya al norte de la calle Catorce es un detalle que siempre me desconcierta. Aunque la zona urbanizada acaba aproximadamente justo al norte de las viviendas de Chelsea, miles de personas comparten este diminuto pedazo de tierra, y esos pocos kilómetros cuadrados se dividen en doce distritos. Y estaba a punto de descubrir que cuando acabas de desenterrar una fosa impía en el medio del bosque, se convierte en una cuestión apremiante decidir adónde acudir a pedir ayuda.
Todo lo que queda por encima de la calle Catorce, desde Union Square Park hasta la algarabía de las prósperas construcciones de la Quinta Avenida al norte de la Casa de Acogida, de río a río y de granja a granja, formaba parte del Distrito Decimosegundo. Pero la comisaría designada al distrito era la antigua cárcel, sita a una distancia impensable para que pudiéramos recorrerla, al otro lado de los bosques que rodeaban la risueña y adormilada aldea de Harlem, con sus verdes cultivos, donde las vallas se desmoronaban tranquilamente y las esposas holandesas se saludaban entre ellas mientras tomaban café en sus encalados porches delanteros. Habría sido absurdo ir galopando hasta Boston Post Road en busca de ayuda cuando la había mucho más cerca.
Y así, el señor Piest desenganchó uno de los caballos del carruaje alquilado y yo el otro, lo que maldita la gracia le hizo al cochero. Pero no recuerdo que mostráramos ninguna consternación por su molestia, y nos comprometimos a devolver los caballos en cuanto fuera posible. Piest cabalgó como un rayo hacia la esquina de Union Market con la calle Catorce, donde estaba ubicada la comisaría del Distrito Decimoprimero, y yo fui, con Bird agarrada no sé cómo, a la vez rígida y medio desmayada, delante de mí, hacia Elizabeth Street para dejarla al cuidado de la señora Boehm.
Matsell se quedó mirando cómo nos alejábamos con una mano sobre la pala. Sin chaqueta, hombros musculosos, labios apretados; probablemente deseando que el día hubiera transcurrido de otro modo.
La irritación de la señora Boehm se desvaneció como el vapor cuando vio cómo se agitaba Bird: un movimiento concentrado, que era a la vez grácil e involuntario, como si no hubiera aprendido a andar todavía. Yo quería quedarme. Pero también ardía en deseos de ver qué habíamos descubierto. Así que ladeé el sombrero para despedirme de mi casera, que había acogido a la niña entre sus faldas, y cuando empezaba ya a anochecer galopé de vuelta a las lindes de azogue y ya desdibujadas de Nueva York.
Había estrellas de cobre por todas partes. Dos alemanes excavaban hondo en un extremo de lo que ahora era una zanja ancha y arenosa, un bravucón americano y un exbritánico cavaban en otra, un grupo de irlandeses metía los huesos que encajaban entre sí en sacos separados. Piest iba y venía supervisando el encendido de antorchas. Pero su luz sólo pareció oscurecer todavía más el crepúsculo, y una malintencionada brisa alzaba la densidad de la descomposición humana hasta nuestras narices. Nada huele igual, y ese olor te persigue durante horas. O días. Me acerqué a Matsell.
—No puedo dar crédito —dijo, sin mirarme—. Que todos sean de la casa de Silkie Marsh.
—¿Por qué le cuesta creerlo, señor? Sin duda, a lo largo de los años, montones de niños han pasado por su burdel. Que varios de ellos estén enterrados aquí no es imposible.
—No, Wilde, imposible no es —respondió secamente—, pero ya me dirá si no nos acercamos a lo imposible cuando le diga que, hasta ahora, hemos desenterrado a diecinueve.
Emití un sonido que no era sonido en absoluto. Luego carraspeé. Mis ojos recorrieron el escenario a saltos. Las bolsas, los huesos blancos, y los que todavía no habían blanqueado del todo, con hilachas de carne todavía pegadas. Había algunas lonas extendidas, con trozos encima. Nada tenía sentido, y lo que menos, la conversación que estaba manteniendo.
—¿No habremos contado mal? Algunos de ellos… algunos de los trozos son muy… Son fragmentos, señor.
—Las cabezas, Wilde —dijo el jefe Matsell con repugnancia—. Si es tan bueno contando como hablando flash, le agradecería que intentara contar cabezas. ¡Piest! —gritó.
El señor Piest vino corriendo; a la luz de las antorchas y bajo la creciente oscuridad tenía más de araña que de cangrejo. Todo un detalle por su parte, pensé, que pasara por alto que yo pareciera que acababa de ser abofeteado. Un gesto de buen vecino.
—Búsqueme algo —le dijo Matsell en tono cordial.
—Sí, señor. ¿Y qué le busco?
—Cualquier cosa. Esto son cadáveres. Sólo trozos de cuerpos asesinados. Peor que inútiles, una pérdida de mi tiempo. Alimento inidentificable para el cementerio de pobres más cercano. Búsqueme un relicario, el mango de una pala, un trozo de periódico, un clavo oxidado, un botón de camisa. Un botón de camisa estaría muy bien. No sé el qué, pero encuéntreme algo.
Piest se dio la vuelta y desapareció.
—Wilde —dijo el jefe despacio—, explíqueme cómo va a solucionar este problema. Porque, hasta ahora, lo ha ido solucionando por mí. —Hizo una pausa para pasarse los dedos por la papada y buscó mi mirada con toda la intensa concentración de un almirante que planeara una ofensiva. Nunca me habían mirado así en mi vida, como a un hombre al que le están encargando una misión crucial, y contuve el aliento cuando prosiguió—: Todavía no le tengo calado del todo. Creo que me sorprenderá. Puede empezar a sorprenderme ahora.
Sonó como un desafío. Así que yo, faltaba más, me lancé de cabeza.
—¿Ha acabado ya la reunión de los demócratas? —pregunté.
—Hará una hora seguramente.
—Entonces, con su permiso, informaré al capitán Wilde. Interrogaré a Madam Marsh en su compañía. Necesito conocer mejor el territorio, y no quiero entrar en su burdel a ciegas.
—Sensata precaución. —Matsell se frotó con una mano la cara arrugada, haciendo que sus pliegues chocaran entre sí—. Sí, sin duda, vaya a buscar a su hermano y dígale que quiero verle en mi despacho mañana a las seis. Esto debe abordarse como el secreto más celosamente guardado de la historia, y también como una emergencia cívica. Por qué alguien masacra a niños de este modo escapa a mi capacidad de comprensión, pero vamos a averiguarlo, bien lo sabe Dios, y esa persona colgará en el patio de las Tombs un mediodía. Vaya, deprisa. Y no visite a Silkie Marsh sin la compañía del capitán Wilde.
—¿Por qué, señor? —Un resbaladizo bucle de duda se me formó en el pecho.
—Porque —el jefe sonrió mientras se daba la vuelta para coger una antorcha que le ofrecían— es el único hombre vivo capaz de acostarse con ella y escapar indemne, en uso de sus facultades.
Tener un objetivo hace que un hombre ponga los pies en el suelo, lo estabiliza. Me sentí mejor en cuanto partí hacia el sur en el sufrido carruaje alquilado, ahora íntegro otra vez y conducido por su legítimo dueño. Mi hermano estaba donde había dicho que le encontraría aquella noche estival, con un cielo vaciado de estrellas por la tormenta que se aproximaba. Valentine, como era habitual, recibía en la zona del fondo del Liberty’s Blood, más allá de las mesas atestadas, los bancos y las docenas de descuidadas y mugrientas banderas americanas, desparramado en un diván con la camisa abierta hasta la mitad y el pecho rizado al aire, bebiendo algún tóxico con una persona desconocida acomodada en su regazo.
Una imagen típica. Pero he de confesar mi asombro ante el sexo de quien le hacía compañía.
—¡Tim! —exclamó Val—. Jimmy, éste es Tim. Es mi hermano. No lo dirías al verlo, pero es mi viva imagen.
El tipo moreno, delicadamente esbelto y de seductores ojos azules me miró desde el regazo de Val y comentó con un cuidado acento londinense:
—Claro que es tu hermano. Mira, es un encanto. ¿Qué hay, Tim?
Lo único que acerté a decir, que no era muy pertinente, bien lo sé, fue:
—Ha sucedido algo espantoso.
Val poco menos que resplandecía con el brillo líquido de la morfina que se había metido tras la reunión del partido. Los segundos fugaces goteaban de sus ojos como sangre de una herida. Pero entonces, de golpe, me entendió.
—Arriba, soldadito —dijo, y el desconocido llamado Jimmy fue prontamente desalojado de su regazo, dejando tras de sí a un capitán de la policía, embriagado y aturdido por los narcóticos, y a su hermano menor exhausto. A los dos nos faltaban fragmentos claves de información.
—Dios mío —dije inexpresivamente mientras me hundía en el sillón de ratán a unos centímetros del de Val. Nos sentábamos bajo un águila americana muy bien disecada, envuelta en banderitas rojas y azules, con unas flechas pegadas en sus garras descascarilladas—. No puedo creérmelo. Has añadido la sodomía a la lista.
—¿Qué lista?
«Narcóticos, alcohol, soborno, violencia, prostitución, juego, robo, estafa, extorsión», repasé mentalmente antes de darme por vencido.
Val se llevó la mano ahuecada a la boca y gritó alegremente algo a un tipo que había en la otra punta del local antes de darse cuenta de lo que yo acababa de decir y entonces se volvió hacia mí con una expresión de genuina sorpresa:
—Un momento. A ver, mi pequeño Tim, ¿qué tengo yo que ver con la sodomía?
—Eso es lo que yo me pregunto. Visto el buen mozo que acaba de irse.
Valentine me miró burlón, su juvenil rostro dibujó un gesto de colorista desprecio, a la vez que servía dos gigantescas copas de un líquido claro de una pequeña jarra de loza. Olí el regaliz y el fuego amargo de licores destilados con esmero, y me entraron ganas de dar un sorbo.
—Hermano Wilde, cierra el pico. El bueno de Jim es un amigo mío.
—Eso ya lo he visto.
—Dios, Timothy, atiéndeme un momento y te explicaré algunos principios básicos. Sobre la sodomía, dado que tanto parece interesarte el tema.
—Preferiría que no lo hicieras. Pero ya veo que es lo que te apetece.
A esas alturas probablemente se había olvidado de mi anterior comentario sobre la catástrofe —y, a fuer de ser sincero, en la conmoción del momento, yo también lo había olvidado—; Val extendió una mano y se inclinó con la otra adelantada para pasar la copa bien agarrada a mis manos. Le di un sorbo y me pareció estupendo. Me quemó la garganta como una versión líquida y pecaminosa del Espíritu Santo.
—Digamos —propuso mi hermano— que te mantienes alejado de las damas, de todas ellas y a todas horas, pero haces tu vida y tienes por costumbre entrar en la cama por la puerta de atrás. En ese caso eres un marica. ¿Voy bien?
Asentí, en silencio. El argumento era irrefutable.
—Pero, por otro lado, pongamos que eres amigo de un marica, un joven y elegante demócrata, dicho sea de paso, que vive aquí, y tú le gustas y desea desesperadamente hacerte un francés por diversión, de vez en cuando. Me sigues, ¿verdad?
Le seguía. Y también seguí dándole generosos sorbos al licor, mientras recordaba la remota noche en la que vi ese acto concreto, cuando una puta sentada en un cajón en un callejón se ganaba la cena con la boca.
—Y pongamos que le dejas arrodillarse de vez en cuando, y las dos partes quedan tan satisfechas sin que nadie salga perjudicado. ¿Dónde está la sodomía?
Sacudí la cabeza con fuerza, hacia atrás y hacia delante, pensando que así tal vez podría sacarme por las orejas aquellas ideas interesantes pero que no venían a cuento sobre mi pariente, para poder concentrarme en los pensamientos importantes. Aquellos por los que, según parecía, me pagaban.
—Hay diecinueve niños muertos, Val. Además del que ya vimos.
La cara de mi hermano se ensombreció.
—¿Qué?
—No me hagas repetirlo.
En una demostración de interés atípica en él, Val se inclinó hacia delante para escuchar. Yo me explayé. Lo solté casi todo, incluido el relato de la aparición fantasmagórica empapada en sangre que había chocado con mis piernas; cómo nos había advertido de la muerte de Liam; y expliqué que Bird Daly nos había conducido a Matsell, Piest y a mí mismo hasta el terrible hallazgo enterrado bajo tierra. Sólo obvié una parte, la de que Bird todavía vivía conmigo. Sencillamente, no sabía cómo explicarle ese detalle a mi hermano. Mientras tanto, a los dos nos había dado por hacer oídos sordos a las palabras del otro. Valentine, sin ir más lejos, parecía no acabar de comprender por qué el burdel de Silkie era tan importante, ni siquiera después de conocer la cifra total de cuerpos.
—Hay una docena de burdeles en cada manzana, todos idénticos, y cualquier desgraciado podría haber puesto las manos en los niños —dijo con irritación. Las drogas lo estaban volviendo irritable, por no decir frívolo como una puta con una cama asegurada—. Esos niños muertos no pueden proceder todos de un único burdel. Además, los de Silkie son mayores. Y ¿por qué iba ella a cargarse su propia fuente de ingresos? No es lógico pensar que esté implicada.
—Bird salió de allí —repetí—. Y Liam, el niño al que le habían grabado la cruz. Te acuerdas de él, ¿verdad? ¿El niño asesinado que querías que identificara hoy mismo? Pues lo identifiqué y encontré un montón más. ¿Estás desviando la cuestión de esa mujer monstruosa porque te acuestas con ella o porque tienes ganas de que te parta la cara?
—Porque ella ayuda al partido. Ni siquiera la conoces, ¿por qué la llamas monstruosa?
Me mesé los cabellos.
—¿Por prostituir a niños?
—¿De qué estás hablando? Después de todo, ninguno es menor de quince. ¿Cuántos años tenías tú cuando levantaste las faldas de una chica en los prados Timmy?, ¿o es que no lo has hecho todavía?
—Dieciséis. Bird Daly tiene diez años. ¿Ves la diferencia? Por favor, dime que sí.
Val pensó en ello. Con actitud reflexiva, se pasó las uñas por el arco del nacimiento del pelo de la derecha de su frente. No le ayudo a llegar a ninguna conclusión así que cruzó los dedos y arrestó su rodilla con ellos.
—Es demasiado pequeña —admitió—; ¿y estás seguro de que era del local de Silkie?
—¿Eres tonto o estás colgado de morfina?
—Me ha engañado —dijo con brusquedad—. Después de todo, Silkie siempre sabe cuándo voy a presentarme.
—Sin duda. ¿Sabes por qué estoy enfadado?
—No sabría decir exactamente. Conmigo llevas enfadado desde mil ochocientos veintiocho…
—Estoy enfadado contigo —dije siseando— porque ahora mismo deberíamos estar interrogando a esa mujer y, en vez de eso, perdemos el tiempo discutiendo los principios de la sodomía y si diez años son pocos para hacerse puta.
Mi hermano se levantó y vació el vaso. Yo hice otro tanto, sintiendo cómo el espeso dulzor del impío brebaje me bajaba hasta las tripas. Una sonrisa malévola atravesó el rostro de Valentine. De algún modo, la sonrisa transformó a un hombre con sacos de arena amontonados bajo los ojos en un niño con pantalones cortos.
—Menudo estrella de cobre estás hecho, Timothy. —Restregó con sal las heridas abiertas, como siempre—. Menudo entusiasmo. Ya te lo había dicho, ¿no? Claro que sí. Mucho mejor que mis demás agentes; ellos no han desenterrado nada en todo el día. Vamos al local de Silkie. Incluso podrás echar un polvo, si quieres. A cuenta de la casa.
Es difícil describir a Silkie Marsh cuando la estás mirando directamente. Causa una impresión engañosa. Así que en lugar de eso explicaré cuál era su aspecto en uno de los inmensos espejos venecianos de su salón delantero. Rodeada de mobiliario dorado de nogal forrado de terciopelo morado, iluminada por una lámpara de araña de cristal que centelleaba como lanzando miradas desde el interior de un diamante.
Llevaba un sencillo pero perfecto vestido de raso, al modo de las cortesanas del teatro, lo que me hizo pensar que habría ofrecido sus servicios en el tercer piso del Bowery Theater. Mucho colorete, mezclado con mano experta. El aroma de violetas flotaba a su alrededor como un trozo de primavera. De pie, apoyaba los dedos blancos de una mano sobre las teclas de los agudos de un piano de palisandro y sostenía una copa de champán en la otra. Mirándola de frente uno diría que era hermosa. Pero al mirar detenidamente su reflejo, pronto te dabas cuenta de que no lo era. No de la forma que lo es Mercy, con dos o tres imperfecciones inmaculadas. Silkie Marsh tenía un cabello rubio cobrizo, recogido sin ceñir encima de la cabeza y unos rasgos muy delicados. Todos ellos eran femeninos, equilibrados y frágiles, con una suavidad de la que carecían los de Mercy, y una boca que parecía lanzar un beso al aire. Vista en el espejo, parecía una plasmación de la belleza teórica que, sin embargo, carecía totalmente de belleza. Ojos pardos, despreocupados y con un matiz azul en el centro, una boca que sonreía vacuamente, concentrada en un esfuerzo perpetuo y agotador por parecer agradable. Sin transmitir la menor alegría.
Y en el espejo, te das cuenta de que carece por entero de empatía humana. Ese fino hilo que une a las personas con los desconocidos y los amigos había sido eliminado limpiamente del rostro. Recordé el instante en que la cara de Bird había empalidecido.
«Está aquí, ¿verdad? Me ha encontrado».
—No estoy segura de si debería sentirme halagada por tu inesperada presencia, u ofendida por no haberme dado tiempo suficiente para anular todos mis compromisos de esta noche para atenderte —le dijo a mi hermano.
Yo acababa de obligar a Val a beber un par de tazones de café tibio con brandy, y a meter la cabeza bajo un chorro de una bomba de agua del Croton; además, le había enganchado la estrella de cobre al chaleco bordado después de que se abotonara la camisa. Con todo, todavía parecía el filo de un cuchillo dentado, con los dedos torcidos como una araña aplastada. Pero, aparte de eso, e incluso aparte de tener el cuerpo de un bombero y la cara maliciosa de mejillas rosadas de un granujilla de las calles, había algo en él que convertía en irresistible verlo en el salón delantero de Silkie Marsh. Me pregunté qué era.
—¿O es que no querías que pasara mi tiempo contigo? —añadió ella con timidez.
Valentine tenía la misma pinta de siempre, en mi opinión. Lo que pasaba es que yo no había estado nunca en la misma habitación con alguien que lo amaba. Ni más ni menos.
—Lo que nos trae aquí es el trabajo, no el placer, mi querida bruja —replicó Val en tono distendido mientras ella nos ofrecía a los dos copas de champán—. He empezado a trabajar de policía; además de apagar fuegos, ahora hay trabajo de policía. También lo hace Tim.
—Me alegra conocer por fin al hermano de Val —dijo con una sonrisa medida—. Habla mucho de usted.
Eso resultaba demasiado inquietante para hacer ningún comentario.
—Así que yo estoy aquí para ayudar —continuó Val—. Vamos. Cuéntame. ¿Qué podemos hacer por ti?
La angelical cabeza de Silkie Marsh se ladeó.
—Gracias, pero no entiendo nada.
—Tus putas. Uno de tus chicos ha sido asesinado. Y yo estoy aquí para ayudar.
La bonita boca se abrió, y luego se retorció consternada.
—¿Me estás diciendo que…? No, es espantoso. No echo en falta a ninguna de mis hermanas, pero nuestro botones, Liam, se ha escapado. ¿Lo ha encontrado alguien?
—Sí, y cuando demos con quienquiera que sea el que lo hizo primero vamos a tener que ponerle una cuerda al cuello, no sé si me entiendes.
—Oh, Dios —dijo boquiabierta mientras agarraba el brazo de Val. A mi entender, una excusa muy pobre para tocar a mi hermano—. Estábamos muy preocupadas por él, pero rezábamos para que volviera.
—Este…, botones suyo —dije—, ¿cuándo desapareció?
—Debe de hacer una semana, como poco.
Y entonces supe que nos estaba engañando. Porque hacía sólo veinticuatro horas que me había tropezado con Bird en Elizabeth Street, y esa misma mañana me había enterado de lo del cadáver de Liam, lo había identificado y había hecho el viaje a la fosa a última hora de la tarde. Por tanto, Liam estaba vivo y aún residía en el local de Silkie Marsh ayer, porque «Ellos harán pedazos a mi amigo» es una frase formada con el verbo en tiempo futuro. Bird Daly, pensé, era un regalo que llegó en buena hora. La pequeña era una mentirosa que señalaba como la punta de un compás hacia la verdad. Mientras pensaba, oía el inconfundible chasquido de un látigo azotando carne.
—¿Están azotando a alguien en su local, Madam Marsh? —pregunté en un tono acerado.
—Sí —dijo y se ruborizó ligeramente en mi honor—. Pero puedo asegurarle que el señor Spriggs ha pagado un extra por adelantado por el servicio. Con su permiso, señor Wilde, me gustaría sufragar los gastos del funeral de Liam. Todo el mundo estará desolado cuando se entere.
—Sería un bonito gesto —convino Val sonriendo.
Por mi parte, sólo pude reprimir una mirada al techo y un suspiro con un esfuerzo supremo de mi voluntad.
—¿Está segura de que ninguna otra de sus… hermanas… ha desaparecido? —pregunté a continuación.
—¿Por qué me lo pregunta, señor Wilde?
—Estamos preocupados por otras almas inocentes del barrio —me limité a responder.
—La gente entra y sale de aquí a todas horas, como si fuera un parque de bomberos —dijo encogiendo resignadamente un hombro, que apuntaba a Val—. Pero esta noche, para su tranquilidad, no he echado en falta a nadie.
—En ese caso, ¿podemos echar un vistazo a su sótano, Madam Marsh?
—¿Al sótano? ¿Con tres dólares bastará para cubrir una ceremonia sencilla, Valentine? —Sacó la mano de un monedero de terciopelo morado y puso unos dólares de oro en la palma de la mano de mi hermano. Las puntas de sus dedos se demoraron sobre ella—. Claro que puede ver mi sótano. ¿Para qué?
—Por capricho —dije mientras Val se metía el soborno en el bolsillo.
Bajamos al sótano con una linterna de queroseno. Y, como había sospechado, no había nada. Pero era un vacío muy estudiado. Se trataba de un espacio con paredes de tierra, donde se respiraba aire fresco, bien ventilado para estar bajo tierra, con unas cuantas cajas apiladas desordenadamente y un escalofriante maniquí de sastre en un rincón, cubierto de agujas clavadas que titilaban a la luz. Muy limpio. Demasiado limpio par ser un sótano, sin telarañas ni cucarachas, y todos los sótanos tienen cucarachas en verano. Si Liam se había desangrado allí y no en el tonel, como así me decía el camisón de Bird, no quedaba ni rastro.
Entonces se me ocurrió una idea al vuelo. Una idea genial. Un respingo de emoción me recorrió serpentino de arriba abajo.
—Es un detalle por su parte sufragar los gastos del funeral de Liam —dije sin alterarme, dándome la vuelta—. Me pregunto si todas sus hermanas son… tan generosas como usted. Si lo son, me gustaría conocer a alguna.
—Veo que has captado el espíritu, Tim —aprobó Val, sacándose un puro del bolsillo—. Hazte un regalo.
—Me alegra decir que en esta casa todas somos espíritus generosos —replicó Silkie Marsh con una sonrisa cómplice—. Vamos, le llevaré arriba. Esta noche un par de mis chicas están muy solas.
Vacié mi copa de champán cuando llegamos al salón, y ella sirvió otras tres. Me senté con las piernas abiertas, repantigándome virilmente, como le había visto hacer miles de veces a mi hermano, y le lancé una mirada desde debajo de mi sombrero. Se había encendido el puro y su olor se arrastraba como un espectro por todo el salón.
—Rose está libre esta noche, y le encantará conocerle mejor, señor Wilde —dijo Silkie Marsh, sentada en el brazo del sillón de mi hermano.
—Me pregunto… —me aclaré la garganta—. Mire, soy un poco… especial. No me gusta estar con chicas… experimentadas. Esas que han estado con muchos. Me gusta tomarme mi tiempo, enseñar a la chica un par de cosas, hacer que se lo pase bien. ¿Cuántos años tiene Rose?
Silkie Marsh parpadeó y pasó los dedos por la melena de mi hermano.
—Dieciocho, señor Wilde. Pero Lily tiene quince, estará libre dentro de media hora, si puede esperar.
—No es exactamente eso lo que quería —dije sibilinamente.
Mi hermano me guiñó el ojo por detrás de la espalda de Madam Marsh.
—Mi Tim es un diablillo —dijo—. No tiene mala intención y las trata bien. Con ternura, incluso. Pero me temo que le gustan los capullos que todavía no se han abierto, una vez la rosa florece, pierde el interés para él.
Es muy difícil reprimir un escalofrío. Pero lo conseguí. No sabía si quería darle un puñetazo a mi hermano por la barbaridad que acababa de decir o estrecharle la mano por seguirme la corriente tan rápido.
—Oh —dijo en voz baja Madam Marsh—, la verdad, me temo que no servimos ese tipo de platos.
—Es una pena —suspiró Valentine— porque mientras Tim estuviera ocupado…, bueno, yo necesitaría pasar el rato con algo, ¿no?
«Malvado, perverso», pensé mientras me levantaba y aplaudía mentalmente.
La expresión de Silkie Marsh se ablandó.
—Ahora que lo pienso, sí hay una chica, la que me ayuda a coser.
—¡Genial! Pero ¿sabes lo que le vuelve loco de verdad? Cuando está con una jovencita, a Tim nada le gusta más que tener también a un chiquito cerca. Enseñarle los trucos al chaval, por así decirlo, dejarle que participe. Tu Liam ya no está, y que Dios se apiade de él, pero si tuvieras…, no sé…, un mozo de cuadras o algo así, eso sería el no va más para Timothy Wilde. —Le devolvió las tres monedas de oro.
Esbocé una sonrisa asqueada dedicada a mi depravado, horrible y absurdamente listo hermano y contuve la lengua.
—Y yo que pensaba que no había en toda Nueva York hombre más maravillosamente depravado que su hermano —me dijo Silkie Marsh con una risa afectuosa, acurrucándose un poco más en su brazo.
—Y no se equivocaba —le aseguré secamente—. A mí sólo me gusta enseñar a los niños a pasárselo bien.
Tras asegurarnos de que esas peticiones no supondrían ningún problema, Silkie Marsh se levantó y tocó un par de campanillas. Entretanto, me contó que su mozo de cuadras tenía unas costumbres un poco raras. Hábitos extraños. Pero era un buen chico, y ellas lo querían mucho. Estaba convencida de que no me molestarían sus excentricidades.
Al cabo de unos minutos bajaron dos niños por las escaleras. Uno era una niña de once o doce años con el pelo peinado como lo había llevado Bird, rellenita y con cara de sueño, luciendo un camisón igual de ornamentado aunque, a Dios gracias, sin rastro de sangre. El otro era el doble del niño irlandés de huesos de pajarillo al que había advertido que no robara melaza antes de que el incendio destruyera la bodega de ostras, que también vestía un camisón, y, por si fuera poco, llevaba los labios pintados de carmín. Me quedé boquiabierto al verle, y de repente el aire empezó a abrasarme en los pulmones. A todas luces, los dos estaban bajo los efectos sedantes de una reciente dosis de láudano.
—Despertaos, pequeños. Neill, Sophia, este caballero va a ser muy bueno con vosotros.
—Eso es —convino Valentine, poniéndose en pie. También me levanté—. ¿Tenéis algo arriba que os gustaría llevaros?
Sophia, aterrada, no dijo nada. Neill, con la infalible inteligencia de los niños, me reconoció pese a la ropa gris y el sombrero de ala. Negó con la cabeza, crispando los dedos como las garras de un diminuto gorrión.
—¿Tenéis zapatos? —pregunté.
Otra mirada asustada e inexpresiva, otra negativa.
—¿Qué pretende? —exclamó Madam Marsh—. ¡Viven aquí!
—Ya no —dije.
—¿Sabías, mi pequeña —comentó Val—, que la prostitución es ilegal? Pues yo tampoco. Sólo era un bombero sin instruir que iba detrás de un polvo. Pero nos han explicado que va contra la ley. Cuesta creérselo, ¿verdad? Así que estos dos se marchan ahora mismo.
Los rasgos rosáceos de Silkie Marsh se dispersaron en varias direcciones, como una flor bajo un vendaval. La rabia pasó fugazmente por ella, luego un dolor apagado mientras miraba a mi hermano, y por fin la aceptación forzosa. Por lo general, no soy un hombre cruel, y no me enorgullece regocijarme en el mal ajeno, pero aquello me satisfacía hasta el fondo de mis entrañas.
—¿Hay algo más que quiera llevarse, señor Wilde?, ¿Valentine? —Se alisó con una mano el corpiño de raso negro. Era una espléndida representación teatral porque había conseguido que no se le notara la rabia.
Val chasqueó los dedos.
—¡Casi se me olvida! Pronto tendremos una reunión del comité de recaudación de fondos, Silkie, y sé que eres una buena amiga que sabe recolectar para el partido. Me quedaré con esos tres dólares que te devolví, agradeciéndote las molestias. Y que tengas muy buenas noches, querida.
Silkie Marsh le dio el dinero. Al salir Valentine, los ojos de ella le carbonizaron las anchas espaldas. Yo quería quedarme, preguntarle otra vez si había desaparecido alguno más de los niños que prostituía. Preguntarle si creía que podría vengarse de mí por haberla delatado como falsaria. Pero en cuanto le hiciera cualquiera de esas preguntas, ella sabría que yo conocía a Bird. Y eso bastó para me contuviera, al recordar los labios temblorosos de la pequeña cuando se negó en redondo a llamar a Silkie Marsh por su nombre.
Así que, en vez de eso, incliné mi sombrero ancho con frialdad y dejé aquel antro infame a toda prisa. Me encontré en la acera con dos niños descalzos vestidos casi igual, mientras esbozaba la lúgubre sonrisa de un loco. Mi hermano, con el puro colgado de la comisura de los labios y las manos en las estrechas caderas, negaba con la cabeza con aire filosófico.
—Menuda puerca —dijo Val en voz baja—; casi me hace perder la fe en la honestidad de los neoyorquinos. La tuve como amante, más o menos, hace unos años, que lo sepas. Y durante todo ese tiempo, delante de mis mismas narices… claro que casi siempre estaba borracho. Bueno, Timothy, tengo que hacerte una pregunta.
—Dime.
—¿Qué vas a hacer exactamente —preguntó Valentine, señalando con dos dedos como puñales a cada uno de los pequeños que nos miraban con los ojos como platos en la calle, bajo el aire espeso y húmedo de agosto— con este par?