SEIS

Todas las persecuciones que ha sufrido la verdadera Iglesia, de los paganos, los judíos y del resto del mundo, no son nada en comparación con lo que ha tenido que soportar por la implacable crueldad de éste, el más insaciable asesino de hombres.

• «Regarding the pope[16]», de la ORANGE COUNTY PROTESTANT REFORMATION SOCIETY, 1843 •

Aquella mañana no hice mis rondas. Matsell me dio permiso para ir con Val a la nueva comisaría del Distrito Octavo, con árboles delante de su fachada, en la esquina de las calles Prince y Wooster. Aunque tuve que insistir con vehemencia. Mientras tanto, se había propagado la noticia de mi hallazgo de Aidan Rafferty, lo que seguramente fue relevante para conseguir el permiso. Supuse que el jefe había sido indulgente con un conmocionado nuevo recluta, porque encontrar un niño muerto ocupa uno de los primeros lugares en la lista de maneras desagradables de pasar una mañana, incluso en Nueva York. Y eso, con su infinito tacto, se encargó de recordarme Valentine en el carruaje que alquilamos para que nos llevara al trote hacia el norte.

—Me he enterado de lo del niño irlandés asfixiado. Tenías ganas de dejarlo, ¿verdad? —preguntó con las manos apoyadas en el puño de su bastón, las piernas extendidas cuanto podía en aquel pequeño cabriolé. El juvenil rostro de Val estaba crispado por la irritación, las eternas ojeras se tensaban—. Pues me habrías hecho pasar un mal trago, Tim. Le prometí a Matsell que servirías para el puesto.

—No recuerdo haberte pedido que hicieras nada por el estilo.

—De todos modos acepto tu sentido agradecimiento. Y hazme el favor de no ser un bocazas.

Mis ojos revisaron despreocupadamente la mano de mi hermano, que oscilaba sobre su recargado bastón, y captaron un leve temblor en las puntas de sus dedos. Levanté la mirada y examiné sus pupilas.

—Estás sobrio —musité. Y eso que había supuesto que tendría los ojos vidriosos por la morfina cuando le viera, suspirando por sus preciosos incendios—. Me pregunto por qué.

—Porque soy capitán, una figura en quien los demás confían, y esta tarde tenemos una reunión del comité demócrata. Lo que yo me pregunto es por qué tienes tú tanto interés en echar un vistazo a otro niño muerto. ¿Es que has descubierto que te gustan las sonrisas pequeñas?

Con lo de «sonrisas» se refería a cráneos, claro.

—No seas desagradable. Cuéntame qué pasó.

Valentine me explicó que ese amanecer una puta que atendía al nombre de Jenny estaba dando sus habituales rondas, ensimismada, en busca de algún cliente, cuando pasó junto a un tonel de basura delante de una casa de comidas. El barril de desperdicios era una fuente previsible de comida, y Jenny se había gastado su última moneda en una jarra de whiksy matutina, así que quitó la tapa del barril esperando encontrar, como sucedía a menudo, sobras de pastel de ostras o restos de pato. Tal vez, si tenía mucha suerte, un poco de ternera frita a medio comer. Pero, en lugar de eso, lo que descubrió la hizo gritar como una posesa hasta que encontró a un agente de ronda, que llevó el cadáver a comisaría. Y entonces, para mi sorpresa, me dio por pensar qué habría sido de ese cadáver antes de que nosotros, la policía, existiéramos; no se sabe. Me gustaría creer que un vigilante lo habría examinado a fondo, incluso habría avisado a su capitán, antes de mandarlo a un cementerio, pero ¿quién sabe?

—Gracias a Dios él lo soltó en comisaría —añadió Val mientras frenábamos junto a la acera y le lanzaba veinticinco centavos al cochero—. No encaja, se acaba de crear la policía y aparecen niños muertos entre conchas de ostras. Ahora mismo está en el sótano. Voy a reunirme con un médico dentro de unos minutos.

Era una calle tranquila y salpicada de árboles; el edificio, uno normal de ladrillo, con una mesa de aspecto oficial en la fachada y un policía irlandés moreno en pie, detrás de ella, luciendo una expresión pétrea que hizo que algo se deslizara por mi nuca. Una mirada inescrutable, herida. Por un instante, mientras cruzábamos la pequeña sala, me alegré mucho de que mi hermano estuviera ahí. Y entonces, utilizando sus propias palabras, me dije que no debía comportarme como un gallina.

Bajamos por las escaleras de la parte de atrás, sin necesitar linterna porque la sala de abajo estaba iluminada. La cámara a la que accedimos era más una caverna seca que un sótano. Había un saco de manzanas en un rincón para los hombres hambrientos del turno de noche, tres grandes lámparas de aceite que acentuaban y ennegrecían las sombras negras como amenazas. La temperatura era unos diez grados menor que arriba. Me llegó un olor a árboles y suelo vegetal, el agradable aroma subterráneo de mi infancia, cuando recogía patatas para nuestra madre. Pero en éste se mezclaba otro olor, enfermizamente dulzón y crudo. Había algo estirado encima de una mesa colocada en el medio de la sala, bajo una lona cenicienta.

—Adelante —me retó Val—. Tú eras el que quería ver la rareza. Sírvete, Timmy.

Si hay una palabra en el mundo que me haga tirarme a ciegas por un barranco, ésa es «Timmy». Así que me acerqué y retiré la lona.

Y, bueno, lo cierto es que al principio no podía aceptarlo. Val tenía razón, yo no era lo bastante hombre para eso, y de nuevo me sentí abrumado por la misma sensación agobiante y de debilidad que había tenido al mirar el diminuto puño cerrado de Aidan Rafferty. Pero entonces, mientras miraba el cuerpo, un leve clic metálico encajó en mi cerebro, como una ventana al cerrarse. Tenía que ser capaz de preguntarle a Bird con claridad acerca de esto más tarde, pedirle que me explicara mejor lo que dijo: «Ellos harán pedazos a mi amigo». Por alguna razón, era una necesidad que sentía muy adentro.

Pero había algo más que no tenía sentido.

—No hay mucha sangre, ¿verdad que no? Teniendo en cuenta lo que le ha pasado.

—Tienes razón —fue lo único que dijo Val. Le sorprendió. Cruzó sus gruesos brazos y se acercó.

El chico debía de rondar los doce años. A todas luces era irlandés. Piel clara y delicada, rizos del color de la arena rosácea, cara macilenta; pero tenía los ojos cerrados y en paz, como si estuviera agotado. Sin embargo, el chico no sólo estaba muerto. Y no sólo lo habían rajado, como Val había dicho. El torso había sido abierto en canal con un objeto que bien podría ser una sierra de metal, y el corte tenía la forma exacta de una cruz. Le colgaban trozos de músculos, los órganos nos devolvían las miradas, las costillas sobresalían. Eran dos cortes enormes que se intersecaban. No tenía ni idea de cómo se llamaban ninguno de los trozos de carne arrancados ni las astillas de los huesos rotos. Pero sí sabía que habían tallado con violencia una cruz en el torso del pobre chiquillo, y que la caja torácica ahuecada mostraba una extraña limpieza. El camisón teñido de sangre de Bird aleteó ante mis ojos como ondea una bandera de guerra.

—¿Quién es?

—¿Cómo pelotas voy a saberlo? —respondió irritado Val, mientras centelleaban sus ojos verdes.

—¿Se ha denunciado alguna desaparición?, ¿la de algún chico que se le parezca?

—Si piensas que no fue eso lo primero que comprobamos, eres un cabeza hueca. Además, es un típico irlandés. ¿Tienes la menor idea de con cuánto interés los buscan cuando se pierden? Es como si pidieras a los padres que cuidaran mejor a sus pulgas.

—¿Y cuándo abrió la tal Jenny el tonel de basura?

—A las siete y cuarto.

—¿Y el tonel está lleno de sangre?

—Ahora que lo pienso, no. Tuve una breve charla con el dueño del restaurante, con el cocinero y con el chico de las ostras. Allí trabajan también dos camareros, pero no habían llegado todavía. Hablamos aquí abajo, para estar en ambiente —añadió, frotándose la mano por encima de los nudillos en un gesto inconsciente de poder que era completamente inútil conmigo—. Es su maldito tonel de desechos, deberían saber qué hay dentro. Quién hay dentro. Bueno, pues no tenían ni idea, y tampoco sabían quién era el chico. Me aseguré de que no mentían. No me preguntes cómo.

Estaba a punto de decirle a Val que no se lo había preguntado, es más, que prefería no saberlo, cuando los dos oímos unos pasos vacilantes. Nuestras cabezas se volvieron a la vez. Lo que resultaba bastante frustrante.

—Doctor Palsgrave —dijo Valentine cuando un hombre muy pequeño entró en la sala—, me alegro de que haya venido.

—Oh, Dios misericordioso —exclamó el hombre cuando vio la mesa del horror.

Y, como sucede con asombrosa frecuencia en Nueva York, sobre todo a los camareros, le conocía de vista. El doctor Peter Palsgrave es el último descendiente de una prominente y antigua familia, de las afortunadas que conservaban su dinero y su casa en Broadway. Es conocido en toda la ciudad como experto en salud infantil. Y eso es lo que lo convierte en alguien tan peculiar: nadie se especializa en atender específicamente a los niños. Después de todo un médico es un médico, a secas, a no ser que sea cirujano o encargado de manicomio. El doctor Palsgrave tiene unos ojos vivaces de color ambarino, un par de patillas plateadas bien recortadas y adopta una postura extrañamente erguida debido a su anticuada costumbre de llevar corsé bajo el chaleco blanco con cuello esmoquin. Aquel día llevaba un sombrero de copa bastante alto y una levita azul zafiro ceñida. En conjunto, una fascinante combinación de nerviosismo y acaudalada pulcritud.

—Tampoco es que a mí me guste, doctor, aunque mi hermano Tim, aquí presente, no puede apartar la mirada.

Por asombroso que parezca, ésa no era la peor presentación que de mí había hecho mi hermano.

El doctor Palsgrave se enjugó la amplia frente con un caro pañuelo de seda verde con dobladillo.

—Lo lamento, caballeros, pero mi corazón sufre daños irreversibles —confesó. Y, en mi modesta opinión, se le notaba—. Padecí fiebre reumática a una temprana edad, lo que me llevó a adoptar muchas medidas compensatorias. Si existiera en este país un Hôpital des Enfants Malades o algo parecido a una institución donde se atendiera a los niños, no sería tan vulnerable a los sobresaltos. Pero las cosas son como son y tengo el pulso disparado. Bien. Usted debe de ser el capitán Wilde, ¿estoy en lo cierto?

—En persona —afirmó mi hermano.

—Usted está al tanto de que no soy forense, ¿no? Y aun así he recibido una llamada de emergencia de esta… esta denominada fuerza policial. Puede explicarme por qué, y sin rodeos.

—Pues mire —dijo Valentine exhibiendo una sonrisa fina como una navaja mientras se pasaba la mano sobre la línea donde nacía su pelo leonado—, ahora va a examinar con mucho detenimiento la cara de este niño y va a decirle al capitán del Distrito Octavo si alguna vez lo ha atendido en alguna de sus obras de caridad, o le mandaré a pasar unos días a las Tombs. Ni se le ocurra pasarse de listo. Y, dicho sea de paso, le agradezco su colaboración.

El doctor Palsgrave pareció a punto de sufrir otro episodio cardíaco. Luego cambió de pie de apoyo e intentó parecer… bueno, más alto que yo, porque teníamos exactamente la misma altura, muy lejos de la de Val. No le salió muy bien. Mientras tanto, sentí un raro destello de orgullo familiar que aplasté como a una cucaracha en la despensa. La contundente y excesiva rudeza de la petición de Val no podía negarse, aunque, bien mirado, tampoco su eficacia.

—Es un escándalo. ¿Pretende que identifique a un niño que puede que no haya visto en mi vida, o sea uno de los tantos miles que sí he visto?

—Exactamente —convino con frialdad Val, pasándose el pulgar por los botones del chaleco—. Además, quiero que nos diga cualquier cosa que le parezca digna de mención, simplemente como un favor a los estrellas de cobre.

Olí un dinero imaginario en el aire, muy metálico. Ese era el instante en que, conociendo a mi hermano, Valentine podría haber ofrecido un soborno. A no ser que creyera que el sujeto no merecía la pena y no le importara. Val no dijo nada.

Tenía toda la razón.

Encogiéndose de hombros, el doctor Palsgrave se acercó al cadáver y se puso los brazos a la espalda. Cuando llegó a la cáscara sin vida, su rostro se ablandó de golpe, como si la visión de la muerte todavía le acongojara pese a sus conocimientos de anatomía.

—Tiene entre once y trece años —informó en un tono entrecortado—. No veo ninguna señal definida de la causa de la muerte, pero no fue ninguna de estas… heridas gemelas. Los cortes se practicaron postmórtem. Tal vez un extranjero realizó conjuros paganos, pretendió robar sus órganos y se vio inesperadamente interrumpido. O a lo mejor el niño se tragó un objeto de valor y alguien quiso recuperarlo. Tal vez alguien tenía una necesidad desesperada de carne. Fuera lo que fuese, el niño ya estaba muerto.

Todo aquello me pareció un poco descabellado, la mención al canibalismo en particular. De repente me encontré echándole una mirada a mi hermano, buscando algún amarre a la realidad y para mi sorpresa vi que él ya me estaba mirando. Volví a concentrarme en el doctor.

Los ojos de éste habían adquirido un aire casi de ternura, profundamente apenados, y se quitó una mano de la espalda para acariciar el brazo rígido del niño.

—Pobre alma bendita. En cuanto a su identidad, no tengo ni la más remota idea. Sin duda es un pilluelo de las calles, que se busca el pan de cada día entre la basura y se topó con una desgracia fatal.

—No, no lo es —dije sin reconocer mi propia voz—. Tiene las uñas limpias. Debería mirar más de cerca.

El pecho chillonamente ataviado de Val se encogió unos centímetros mientras se reía. Esbozó una mueca como siempre que se reía cuando el tema no era para tomárselo a broma. Mientras tanto, en mi cabeza oí: «Los dos tenemos un nuevo empleo, mi querido Tim… Uno al que te acostumbrarás, como un pájaro al aire», y tuve que reprimir dos impulsos contrapuestos: el de cabrearme y el de reírme.

—¿Acaso pretende —dijo con voz sibilante el doctor Palsgrave a mi hermano— que tenga que aguantar la… la insolencia de este señor?

—Pues sí, pero sólo porque está siendo mejor médico que usted. Sigue, Tim. A ver, ¿de dónde es más probable que provenga el pequeño?

—O de una casa respetable o de un burdel —dije, con cautela—. Pero incluso si se hubiera lavado bien las manos, su tez no se ajusta a veranos pasados al aire libre. Está muy pálido. ¿Quiere decirnos de qué cree que murió, doctor Palsgrave?

A regañadientes, mientras el rubor de la irritación iba desapareciendo, el doctor volvió a inclinarse sobre el cadáver. No teníamos herramientas para él, así que se quitó los puños de la camisa y buscó con los dedos, mientras mi hermano se cernía sobre él con un interesado ceño fruncido. El médico echó hacia atrás los párpados del chico, hurgó en su cavidad torácica y, pegándose a él, le olió los labios. En sus movimientos se advertía cierta reverencia palpable, un respeto hacia lo que había sido un niño. Por último, se lavó las manos en una jofaina de porcelana que había cerca de la mesa.

—Las marcas casi borradas de su cuerpo sugieren que hace aproximadamente un año sufrió la varicela. Varicela, saben qué es, ¿no?, tremendamente contagiosa. Su salud no era muy buena. Era, como ha dicho usted, un niño cuidadoso con la higiene; sin embargo está bastante delgado y sus pulmones muestran todos los indicios de que sufría una grave neumonía cuando murió. A ella le atribuiría la causa de la muerte, sin duda, porque no hay otras señales de violencia en su persona, salvo esas espantosas heridas postmórtem, aunque no puedo estar totalmente seguro.

Se aclaró la garganta. Vaciló.

—Le falta el… el bazo, lo que ciertamente es muy raro. Sin embargo podría habérselo llevado una rata, hay señales claras de que varios bichos han visitado el abdomen abierto del cadáver.

Valentine, como recompensa por nuestro buen comportamiento, volvió a cubrir con la lona gris al niño anónimo. El pobre chico había dejado tras de sí el olor de tejido sin vida que todavía no se había descompuesto. Y también una creciente aversión por mi parte a las preguntas sin respuesta.

—¿Está absolutamente seguro de que nunca atendió a esta criatura antes, en un hospital o en alojamientos privados? —insistió mi hermano.

—Atiendo a miles de niños y no cuento con demasiados colegas dispuestos a ayudarme. El porqué debe esperarse de mí, doctor en medicina, que recuerde sus caras individuales, escapa a mi comprensión —resopló ofendido el doctor Palsgrave secándose las manos—. Más les valdría preguntar a alguien que se dedique a la beneficencia. Les deseo buenos días a ambos.

—¿Y a qué alma caritativa nos recomendaría? —preguntó Val arrastrando las palabras y esbozando una sonrisa que dejaba bien a las claras que no aceptaría de buen grado que el doctor se marchara sin haber cerrado el asunto como era debido.

—Una que tenga buen ojo para las caras, que sea digna de confianza y que esté dispuesta a visitar católicos, claro —espetó el doctor Palsgrave mientras se reajustaba los puños a las mangas—. Es decir, una rareza entre los que se dedican a la beneficencia. Tendrán que recurrir a la señorita Mercy Underhill para eso, supongo. Yo trabajé mano a mano con el reverendo Thomas Underhill en barrios pobres protestantes. Pero no hay muchos que se arriesguen a entrar donde lo hace la señorita Underhill, ni siquiera su padre. Y ahora, por última vez, adiós.

Sus pasos rápidos y nerviosos resonaron cuando subió por las escaleras. Le pasaba algo a mi boca. Estaba tan seca como una pasa. Me dio la impresión de que si la movía, se haría añicos.

—Vaya, no me digas que no hemos tenido suerte. —Valentine me dio una palmada en la espalda—. Tú eres capaz de encontrar a Mercy Underhill a ciegas en la oscuridad y con las manos atadas, ¿no podrías…?

—No —dije con claridad—. No. Sólo quería ayudarte, ayudarte con el cadáver. Nada más.

—¿Y por qué coño querías ayudarme? Y, una vez que te has decidido, por la maldita razón que sea, ¿por qué te cortas ahora?

—No haré que Mercy vea eso. No se lo pediría por nadie.

—¿Ni siquiera por el pobre chaval muerto? —Cuando abrí la boca con rabia, Val alzó una mano inmensa y patentemente autoritaria—. Viste a un bebé irlandés asesinado y te entró el canguelo, así que viniste conmigo para saber si tenías el valor de hacerlo otra vez. Lo entiendo, Tim. Pero estuviste espléndido. Escúchame, voy a hacer que limpien el cuerpo y le pongan una bata, así que ella sólo tendrá que concentrarse en recordar su nombre. Incluso lo enviaré a San Patricio, está a sólo seis manzanas por Prince, para ver si allí lo reconocen primero. Es posible que el cura sepa de dónde ha salido.

—Ni siquiera estoy destinado a este…

—Matsell estaba dispuesto a ponerte de patitas en la calle esta mañana, con bebé muerto o sin él, así que le diré que te necesito en el Octavo para ayudarme a resolver esto. Es perfecto. Le contaré lo que dijiste de las uñas. Fue genial. Supongo que lo sabías de servir en el bar, ¿no?

—Pero no sé cómo…

—¿Y quién sabe, Tim? Todos mis hombres están interrogando a los vecinos mientras hacen la ronda, y compartiré contigo las últimas noticias cuando vengas a informarme esta noche. Estaré en el Liberty’s Blood a partir de las diez. Puedes dar unas chupadas conmigo.

—Por favor, dime que eso significa fumar una pipa.

—¿Y qué otra mierda iba a significar?

—No puedo presentarme e interrumpir a Mercy cuando…

—Es por un asesinato. Es una chica resuelta y con mucha cabeza, le encantará echar una mano. Hasta luego, Tim, y mucha suerte.

—¡Esto no es sólo por un asesinato! —solté mientras me frotaba angustiado la frente.

Valentine ya estaba a medio camino de las escaleras.

—Oh —dijo deteniéndose.

Me mentalicé para soportar las burlas que se me venían encima. Pero él se limitó a tirarme una moneda mientras esbozaba una sonrisa irónica.

—Eso es un chelín, me parece. Cómprate una máscara que haga juego con ese sombrero tan bonito que llevas. Algo de un rojo patriota, intimidante y misterioso.

Mientras cerraba el puño sobre la moneda, dije:

—Una máscara nunca arreglará…

—Deja descansar un rato ese trapo rojo que tienes por boca, Timothy. No he dicho que fuera a arreglar nada. Hay un mundo entero de cosas que yo no puedo solucionar, por más que te sorprenda.

Su voz había resonado audiblemente lubricada con sarcasmo. Entonces, rápido como un lobo, Val me sonrió con una deslumbrante y franca exhibición de su dentadura.

—Pero algo ayudará, ¿eh? Sí, ayudará. Hazlo. Luego busca a Mercy Underhill y averigua quién ha abierto al chaval irlandés como si fuera una langosta. No me importa decírtelo, yo también tengo muchas ganas de saberlo.