Cuando las patatas son atacadas por esta enfermedad, lo primero que se observa es que el tubérculo se reseca y marchita… Últimamente hemos recibido informaciones de nuestros corresponsales quejándose de sus patatas, y en algunos casos nos caben pocas dudas de que están sufriendo la enfermedad que acabamos de describir.
• GARDENER’S CHRONICLE AND AGRICULTURAL GAZETTE, 16 de marzo de 1844, Londres •
La señora Boehm asumió la tarea de limpiar toda la sangre de la chiquilla mientras yo le mantenía quietas las extremidades. Luego mi casera encontró una vieja blusa lisa y se la puso, le abrochó los sencillos botones de concha, le quitó todas las horquillas del pelo castaño rojizo y la acostó en una camita que sacó de debajo de su propia cama. La actitud inesperadamente metódica con que abordaba el caos hizo que me sintiera agradecido. Al salir de su dormitorio de la segunda planta, tras cerrar la puerta a sus espaldas, nos cruzamos cuando yo subía desde la panadería con una pequeña bandeja de pan del día anterior, dos trozos de jamón salado y un poco de queso que había encontrado en un pequeño tarro de salmuera.
—Se lo pagaré, hasta el último centavo —dije, intentando mostrarme cortés. Aunque me temo que parecí enfermo—. Pensé que a lo mejor lo compartiría conmigo.
La señor Boehm chasqueó la lengua.
—Espere —ordenó y volvió a entrar en su habitación.
Cuando salió llevaba en la mano un trozo de papel vegetal como el que se utiliza para envolver el chocolate.
Pusimos platos en la mesa con un par de velas de sebo, y apagamos las lámparas para ahorrar queroseno. La señora Boehm desapareció y volvió con una jarra de gres con cerveza, que sirvió en dos tazas que sacó del aparador. Me fijé en que me miraba con más detenimiento de lo que solía, y al cabo de un instante me quité el sombrero, obediente. Era como si me quitara la ropa interior. Tenía algo de obsceno.
—¿Un incendio en el centro? —preguntó en voz baja—, ¿o un accidente?
—Un incendio en el centro. Tampoco importa.
Ella asintió y las comisuras de su amplia boca se torcieron.
—Dígame, la niña estaba afuera, en la calle, ¿y usted decidió traerla a casa?
—¿Le parece mal? —inquirí, sorprendido.
—No, pero usted es policía.
La insinuación estaba clara. ¿Para qué servían los policías si ni siquiera llevaban a los niños cubiertos de sangre a comisaría y averiguaban lo que les había pasado? Asentí; me sentía un poco desplazado hacia la izquierda de mí mismo desde que me había quitado el sombrero. No me había dado cuenta de hasta qué punto lo había estado utilizando para ocultarme. Por otra parte, no sabía cómo confiarle a mi casera que iba a abandonar la única fuente segura de ingresos que tenía.
—Cuando la pobre criatura se despierte, averiguaremos qué ha pasado, dónde vive, de dónde procede toda esa sangre. No tiene sentido jugar a policías con ella dormida.
Muerto de hambre como estaba, cogí una rebanada gruesa de pan de centeno y corté un trozo de requesón. La señora Boehm sacó un cigarrillo de un bolsillo de su vestido y lo encendió en una de las llamas de las velas. El color trigueño apagado de su pelo titiló por un instante y luego la vela volvió a la mesa. Mis ojos se posaron en una revista que estaba abierta en la página donde había estado leyendo un cuento, una entrega de la muy popular serie Luces y sombras en las calles de Nueva York, y sonreí para mis adentros. Está muy bien escrita, pero es tan escandalosa como lírica, y su autor hace abiertas insinuaciones sexuales siempre que puede, lo que, supongo, es la razón por la que firma «Anónimo». Cuanto más conocía a mi casera mejor me caía. Cuando ella me descubrió leyendo del revés, se ruborizó a lo largo de los pómulos y cerró la revista de golpe.
—Los niños como esa pequeña son un problema —comentó con voz pesarosa.
—¿Los niños irlandeses?
No me sorprendía que pensara así. Aunque la niña hablara inglés americano, su pelo y su tez moteada como un huevo de chorlito la señalaban como de la primera generación de emigrantes. Y, viviendo en el Distrito Sexto, la señora Boehm había visto sin duda a muchos como ella, y a veces sí eran un problema. A menudo les enseñaban que la propiedad privada es un mito.
—No, no me refería a niños irlandeses.
—¿Niños que se han escapado de sus casas?
La pregunta me desconcertó. ¿Acaso no huiría la señora Boehm si alguien la cubriera a ella de sangre?
La señora Boehm negó con la cabeza mientras mantenía cruzados los huesudos brazos y el cigarrillo pendía de la boca.
—No, los fugitivos tampoco. No se ha fijado.
—¿En qué?
—Ella es…, ¿cómo lo llaman? No, niña no. Es una pupila. La pequeña es una ninfa, una niña prostituta.
Se me atragantó el pan. Di un sorbo a la cerveza casera de la señora Boehm, luego dejé la taza sudada en la mesa y apoyé los codos sobre ella, pasándome con tiento los dedos por la frente. ¿Cómo había estado tan ciego? El agotamiento, el hambre y los mil horrores de las últimas horas no eran disculpas de mi perspicacia de cachorro.
—El pelo —musité—; el pelo, claro.
La boca extrañamente larga de la señora Boehm se curvó en una oscura sonrisa.
—Veo que mira de cerca a las personas. Sí, el pelo.
—Podría ser un error. —Me recosté en la silla, dejando que mis dedos resiguieran la madera granulosa—. A lo mejor había estado jugando con una hermana mayor esta tarde.
La señora Boehm se encogió de hombros. El gesto fue tan tajante como un argumento perfectamente escrito.
Porque, a ver, ¿quién, en su sano juicio, le haría a una niña pequeña el peinado de una mujer de dieciocho años y luego la dejaría irse corriendo, descalza, por las calles? Las putas adultas se dejan el pelo suelto por norma, porque quieren parecer lo más jóvenes posible. Se exhiben con las blusas finas abiertas hasta el ombligo, agitando sus mechones quebradizos y resecos a sus espaldas, como ramitas de maleza, con la esperanza de, al menos en su aspecto, quitarse de encima unos cuantos años de pinchazos de jeringuillas, magulladuras de porras o de cualquier otra herramienta conocida por el hombre. Pero no las niñas. Las prostitutas infantiles son casi siempre escondidas puertas adentro. Cuando salen, las pintan para que parezcan diminutas mujeres de alta sociedad. Con el pelo recogido como las bellezas de un fantasmal baile en miniatura.
—Cree que se ha escapado de una casa de mala fama —dije—. Si lo hizo, acabará en una institución religiosa de beneficencia, si quiere, si no, volverá a las calles. Pero nunca la mandaré a la Casa de Acogida. No si mi opinión cuenta para algo.
La Casa de Acogida es un asilo para niños huérfanos de uno o de los dos padres, vagabundos y delincuentes, ubicado al norte de la populosa ciudad, en el cruce de la calle Veinticinco con la Quinta Avenida. Su propósito es sacar a los niños sin hogar de las calles, donde son muy visibles, para educarlos y ponerlos en el buen camino desde detrás de puertas cerradas, donde no son visibles. La cuestión más peliaguda no radica tanto en la educación de los pequeños cuanto en si la cómoda complacencia de las clases altas de Nueva York corre algún peligro con la visión de niños de seis años muriéndose de hambre, acurrucados en los desagües de las alcantarillas. A mí no me impresionaban los preceptos de la institución.
La señora Boehm asintió, apoyó las costillas en la madera de la mesa, desenvolvió el papel vegetal y partió un trozo de chocolate oscuro de una esquina. Comió pensativamente y empujó el pequeño tesoro hacia mí.
—¿Qué cree que quería decir con eso de «Ellos harán pedazos a mi amigo»? —pregunté.
—A lo mejor se refería a algún animal. La niña entra en el patio trasero, tiene un cerdo preferido, matan al cerdo, ella escapa corriendo. La sangre es de la matanza, no sé, es lo que se me ocurre. Una vaca, incluso, o tal vez un poni con una pata rota al que venden para hacer pegamento. Sí, su querido poni. Claro que lo harán pedazos. Mañana lo averiguaremos.
La señora Boehm se levantó y cogió una de las velas.
—Mañana sólo tengo que hacer medio turno —mentí a los amigables nudos de huesos que recorrían su espalda por debajo de la bata—. No tiene que molestarse en despertarme.
—Muy bien. Me alegro de que sea policía. Necesitamos una policía —dijo pensativamente mientras recogía su revista. Luego, tras una pausa, añadió—: Se trataba sólo de su poni, eso es lo que creo.
La señora Boehm era una mujer práctica, me dije. Y tenía razón: la sangre podía proceder de cualquier parte. Sería tan sólo de un poni, o incluso de un perro al que había atropellado un carruaje y que al momento cubría un montón de ratas. Me relajé un poco.
Pero el hecho de pensar en ratas volvió a inquietarme y a revolverme el estómago, mientras miraba embobado al otro lado de la habitación, a una grieta fina como la raya de un pelo en el yeso. Me pregunté, mientras subía la otra vela hasta mis alojamientos, cuánto me costaría volver a ser yo mismo tras un día como ése.
La mañana siguiente, me desperté de un sueño profundo ante un par de ojos grises que me examinaban atentos.
Miré, sin comprender. Aún tumbado en la cama y ya tenía la sensación de haber perdido el equilibrio. La luz del sol entraba por la ventana, lo que no solía suceder cuando abría los ojos. Mi colchón de paja todavía seguía pegado a la pared del salón, porque la idea de acostarme en el cubículo que debía servir de dormitorio me deprimía más allá de lo explicable, y hasta el día anterior me hubiera sorprendido mucho que fuera a tener compañía. Pero el caso es que ahí estaba yo. Llevaba puestos unos calzones de cordón que no me llegaban a las rodillas y tenía unos enormes ojos de color ceniza clavados en mi cuerpo.
La niña llevaba la blusa larga que le había dado la señora Boehm la noche anterior. Le colgaba hasta la mitad de los muslos, y por debajo lucía unos pantalones de niño de nanquín. Interesente, pensé. Su pelo de color de palisandro estaba suelto, recogido por detrás con un trozo de bramante.
—¿Qué haces aquí? —pregunté.
—He estado mirando sus pinturas, me gustan.
No había ninguna pintura, pero entendí a qué se refería. Desde que era un chavalillo, cuando mi mente quiere tranquilizarse, he garabateado cosas en cualquier trozo de papel que encontrara. Y cada día, antes de empezar mi labor de policía, había dibujado algo. Salir al calor hacía que me ardiera la cara y no quería ver gente. Cogía el ómnibus de la Línea de Madison hasta la frontera noreste de la ciudad, hasta Bull’s Head Village, en la Tercera con la Veinticuatro, hacia donde habían emigrado todos los corrales, gallineros y carnicerías cuando los echaron del Bowery. Allí hedía a muerte reciente, y los animales chillaban. Pero vendían casi regalado el papel de estraza marrón fino que utilizaban para envolver la carne, y compraba un rollo bastante grande. Luego cogía un saco y lo llenaba con carbón desechado de un fabricante de braseros abandonado, cerca del corral de ovejas.
Ventajas. Yo sé cómo aprovecharlas.
—Tienes que salir para que pueda vestirme.
—Este —dijo, y se acercó a un trozo de papel marrón clavado con tachuelas a la pared, en el que se representaba el transbordador de Williamsburg saliendo de Peck Slip bajo una encapotada tormenta de julio. Era así como a mí me gustaba imaginar los viajes por el río, la forma en que todavía despierta ecos en mi memoria: un barco que avanza a través de un río amplio y plácido, segundos antes de una delirante colisión entre la luz del sol y la lluvia—. Es el que más me gusta. Es flash. ¿Cómo aprendió?
—Acércame la camisa —ordené—. Hay una en la palangana.
Ella me la acercó, sonriendo. Una sonrisa auténtica, pensé, pero con doble intención, un encanto genuino que envolvía un instrumento de medida: ¿cómo iba a responder yo a un sencillo comentario amable?, ¿me gustaba que me halagaran? Yo también había estudiado a la gente de ese modo, pero lo hacía mejor. Negué con la cabeza para mis adentros. Esta niña había estado empapada en sangre no hacía ni ocho horas, había sido sometida a Dios sabe qué antes, y aquí estaba yo, preocupado por mi atuendo.
—Me llamo Timothy Wilde, ¿y tú?
—Todo el mundo me llama Little Bird —dijo levantando un hombro—. Bird Daly, pero puedo decirle el verdadero si quiere.
Dije que claro, que me lo dijera, mientras me ponía la camisa y me preguntaba con una sensación cada vez más mortificante dónde habrían ido a parar mis pantalones.
—Aibhilin ó Dálaigh. Antes no sabía pronunciarlo bien, así que también me llamaba Bird yo misma, porque Bird es más fácil. Pero significan exactamente lo mismo, sólo que en idiomas distintos, así que Bird es tan bueno como el otro, eso es lo que pienso, ¿a usted qué le parece?
«Pantalones», pensaba yo. Ahora tenía dos pares, y nunca me habían parecido tan importantes. Finalmente, mi pie descalzo tropezó con el tejido de paño negro y me los puse todo lo deprisa que pude.
Bird miraba fijamente un gran boceto de una cabaña en el bosque, en medio de un visible y violento incendio. Los bosques que la rodeaban constituían una tierra de nadie reducida a cenizas, un paisaje de pesadilla, y olía a incineración. Después de todo, lo había pintado con combustible desechado. Fuera cual fuese el antro del que había salido, la niña había contemplado cuadros antes. Sus ojos estaban comparando las nuevas obras de arte con las que ya había visto. Eso quería decir que no procedía de Five Points, nuestro infierno más negro, ni tampoco de los garitos salobres de East River. Demasiado bien alimentada, vestida con ropa cara y con una mirada crítica sobre los esbozos a carboncillo.
—Tenemos que hablar de ayer —sugerí amablemente—. De lo que te pasó, y lo que le pasó a tu camisón, y de dónde eres.
—¿Pintó éste cuando era más joven? Parece distinto.
—No, todos son bastante recientes. Vamos a buscar a la señora Boehm, tomaremos un poco de té mientras me cuentas qué te pasó anoche.
Bird se entretuvo ante otro tramo de pared cubierto de papel, frunciendo el ceño. Era un retrato muy sencillo de una mujer pálida con mechones negros y aire erudito, que apoyaba el hoyuelo de la barbilla en una mano y miraba a lo lejos con sus ojos separados. Mercy, ensimismada.
—Ella le gusta —anunció Bird en un tono lúgubre—. Seguramente la besa mucho, ¿verdad?
—Yo…, eh, a decir verdad, no. ¿Por qué…?
Al observar con atención el boceto, me di cuenta de que los sentimientos del artista hacia su modelo quedaban ciertamente en evidencia, hasta para una niña de diez años. No es que la idea aliviara mi confusión. Mientras tanto, el rostro sombrío de Bird se había transformado en otro: agradable, dócil, que borraba la huella de su error.
—No a todo el mundo le gusta dar besos. A lo mejor a usted no. Da igual, si a usted le gusta ella, a mí también me cae bien. Porque me trajo a esta casa y todo eso.
—No vas a conocerla. Aunque es una… una dama digna de admiración.
—¿Es su amante?
—No, no lo es. Escúchame, tenemos que hablar de dónde vivías. Porque te estarán buscando para que vuelvas, y si no se merecen que vivas con quienquiera que sea, tenemos que encontrarte un sitio nuevo.
Bird parpadeó. Luego volvió a sonreír, porque antes le había sido útil.
—No quiero hablar de eso —reconoció—. Pero me esforzaré si usted quiere, señor Wilde. Me parece que a partir de ahora seré su amiga. Así que me esforzaré.
—Vas a contarme qué le pasó anoche a tu camisón —dijo la señora Boehm con una voz muy amable.
Bird, sentada a la ancha mesa de amasar con una taza de vino de grosellas caliente y un trozo de azúcar que sostenía delicadamente en sus manitas, bajó la mirada a una voluta de vapor. La cara se le ruborizó intensamente, luego recuperó la palidez. Me recordó a cuando mi padre me preguntó, hacía mucho tiempo de eso, si había acabado de pulir los arreos en los establos con aceite de ballena, y de repente me aterroricé porque no lo había hecho; y luego vi a Val, que me guiñaba un ojo tranquilizadoramente desde el rincón de la habitación en una de las raras ocasiones en que había acudido a mi rescate. Era el mismo destello de pánico que acababa de ver en los ojos de Bird, el tipo de pánico que te deja sin aliento.
—Es un camisón muy bonito —comenté desde mi silla en el rincón.
El cumplido ni siquiera afectó a Bird, que apenas levantó una pizca las cejas. El gesto me recordó con crudeza que, mientras que algunos niños se tragan los comentarios de ánimo como si fueran galletas de jengibre, Bird Daly seguramente había sido objeto de algo peor, de adulación. Y de obscenidades mucho peores.
—Me quedaba bien, pero seguramente se habrá estropeado. Me gusta su sombrero —comentó Bird con astucia—, le queda muy bien.
Cuando me di cuenta de que hablaba como una adulta porque el noventa por ciento de sus relaciones humanas habían sido con hombres adultos que se gastaban el dinero con ella, sentí que se me ensombrecía el semblante sin poder evitarlo. En ese momento me percaté de que no podría hablar con Bird como si ella fuera una chiquilla y yo un exagente de policía de veintisiete años. Verme superado por no ser lo bastante inteligente para dirigir la conversación resulta casi estimulante. Pero verme superado porque no he sabido ver a quién tengo delante me produce vergüenza ajena.
—Sé que estás asustada —dije—, porque todo el mundo sabe que anoche sucedió algo terrible. Pero, si no nos cuentas qué pasó, no podremos ayudar a nadie.
—¿Dónde vives, Bird? —intervino con tranquilidad la señora Boehm.
Los amplios labios de Bird se torcieron, reticentes. Se me pasó por la cabeza, de una manera vaga, como si estuviera contemplando un rosal, que era una niña preciosa. Luego tuve que deshacer el nudo que se me estaba formando en el estómago, algo que ya empezaba a cansarme.
—En una casa al oeste de Broadway, con mi familia —dijo simplemente—. Pero no volveré a verla.
—Sigue —dije—, no te obligaremos a nada, siempre que nos cuentes la verdad.
Los labios, oscuros como capullos, se retorcieron otra vez, y luego las palabras empezaron a brotar a raudales de ellos. Húmedas, como si estuviera llorando. Pero no lo estaba, o al menos no se veía.
—No puedo. No puedo. Llegó mi padre y la cortó con un cuchillo. También me habría cortado a mí, pero salí corriendo, aunque ya me había puesto el camisón para acostarme.
Intercambié una mirada con la señora Boehm, o más bien lo intenté, porque sus desvaídos ojos azules estaban clavados en Bird.
—¿A quién cortó? —preguntó con voz seria.
—A mi madre —susurró Bird—. Le cortó la cara. Me estaba llevando en brazos a la cama y había sangre por todas partes. Él se pone como loco cuando ha bebido, pero antes sólo usaba las manos; o el bastón que llevaba. Nunca un cuchillo. Mi madre me dejó en el suelo y me dijo que corriera, me dijo que no volviera nunca porque él me echa la culpa por el dinero que cuesta mi comida y mi ropa.
Se calló y pasó un dedo tembloroso por el borde de la taza. No apartaba la mirada de un diminuto desconchado de la porcelana.
Y yo me puse a pensar en ello, a fondo.
No era una imagen agradable, pero resultaba creíble. Incontables familias acaban destripadas todos los días por el precio del whisky. «Madre de Dios —me había dicho un cauteloso irlandés de Sligo de manos firmes tras pedirme una copa en el local de Nick una tarde—. Le escribiré a mi primo y le diré sin rodeos que no venga, es verdad que en casa escasea la comida, pero al menos el whisky es caro». Sí, todo era posible.
Luego pensé en el pelo de la chiquilla. Pensé en qué tipo de niña irlandesa llamaría «madre» a su mamá. Y siempre se refirió a ella con referencia a sí misma. Mi madre me dejó en el suelo. No «Mamá me dejó en el suelo y me dijo que corriera».
—Me parece que deberías contarnos lo que pasó de verdad —objeté.
Bird pareció sorprendida, su boca formó una «O», y fue entonces cuando supe que era una mentirosa consumada. Sólo los buenos mentirosos se sorprenden cuando los pillan. Y seguramente no te quedaba otra que ser muy buena mintiendo si querías sobrevivir en su tipo de trabajo.
—No puedo —respondió temblando—. Usted se enfadaría. Y la señora Boehm dice que es usted policía.
—Tonterías —dijo la señora Boehm en un tono reprobatorio—. Cuéntanos lo que pasó de verdad. El señor Wilde es una buena persona.
—Yo no quería hacerlo —musitó Bird.
Se le quebró la voz mientras clavaba dolorosamente la uña del pulgar en la mesa.
—Hacer… ¿qué, cariño?
—Todo lo que hice —dijo ella en voz baja—. Pero él…, me parece que estaba borracho porque no paraba de beber de una petaca, y me preguntaba si yo quería un trago. Le dije que no; entonces lo vertió en mi almohada y dijo que así me acostumbraría, y yo creí que estaba loco. Tenía una caja de cerillas, y no paraba de encenderlas. Una por una. Dijo que eran como mi pelo, y me acercó una a la cara, y yo le dije que se apartara, él ya… ya me había pagado. Así que… Pero no se apartaba, me empujó a la almohada mojada y se me echó encima con la cerilla encendida. Iba a pegarme fuego. Empecé a gritar y lo empujé con todas mis fuerzas. Él…, se cayó al suelo. Llevaba un cuchillo en el cinturón…, pero yo no lo sabía, juro por Dios que no lo sabía. Se cortó en un lado y cuando me levantó en brazos, la sangre me manchó el camisón. Ellos me habían oído gritar y entraron en la habitación, y fue entonces cuando pude escaparme. No está muerto, se lo juro, y yo no quería hacerlo. Él iba a quemarme.
Esta vez, cuando Bird calló, la señora Boehm estiró la mano y acarició suavemente la muñeca de la chiquilla. Porque esa historia, a mi juicio, sólo podía ser cierta. Los detalles eran tan extraños que ningún niño habría sido capaz de inventárselos.
Derramar whisky en una almohada y prenderle fuego al pelo de una niña.
Todo eso había sucedido. Pero ella no estaba aquí por eso.
—Bird, no sabes cómo lo lamento —le dije—. Pero si un hombre fue apuñalado, aunque fuera accidentalmente, habría montado un alboroto increíble. No habrías podido escapar de la casa. Tenemos que saber si alguien resultó herido de verdad. Tengo que llevarte a comisaría.
La taza de licor de grosella se estampó contra la pared, lanzada por un puño rabioso. Al momento, Bird parecía aterrada y se miraba la mano derecha como si fuera de otra persona. Se la acarició con la izquierda, parpadeando muy rápido.
—No, por favor. Deje que me quede aquí, deje que me quede —suplicó como en una extraña salmodia—. Todo está bien. No tiene que preocuparse. Nadie resultó herido.
—Pero acabas de decir que…
—¡Era mentira! Por favor, era mentira…, pero usted ya sabe que no quería hablar de dónde vivo, ¿verdad que lo sabe? Deje que me quede aquí, no puedo volver. Me harán algo horrible. Pagaré la taza, siempre pago lo que rompo. Por favor…
—Cuéntanoslo todo otra vez —la interrumpí—, pero esta vez la verdad.
El labio inferior de Bird tembló violentamente, pero en cuanto se dio cuenta levantó la barbilla.
—No podía seguir viviendo allí —dijo con voz inexpresiva—. Estaba cansada, ¿sabe? Muy cansada, y no me dejan dormir. Ella dice que es porque les gusto a todos, pero…, pero yo no podía. Es terrible no poder dormir. Anoche cogí unas cuantas monedas de diez centavos que tenía escondidas abajo. En la parte de atrás, donde están las gallinas. Íbamos a cenar curry. Le pagué al chico que mató la gallina para que me diera un poco de sangre, le dije que era para un conjuro que quería hacer. La pusimos en un cubo en el gallinero, yo llevaba el camisón y…, y lo empapé de sangre. Esa noche, cuando me escabullí, creía que me perseguirían, o a lo mejor me enviarían a la Casa de Acogida, pero… pero si estaba ensangrentada, podría decir que estaba escapándome de unos asesinos de los muelles. Y todos me creerían. Verían la sangre y dejarían que me quedara con ellos.
Bird se calló y paseó la mirada entre la señora Boehm y yo con unos ojos que parecían los de un cervatillo acorralado. La esperanza le arañaba en las entrañas con suaves garras, tirándole de las costillas.
—Dejarán que me quede con ustedes, ¿verdad?
Mientras me dirigía a las Tombs con la insignia en la mano y una resignación casi audible en los labios, cavilaba sobre el mejor modo de decirle a una fantasiosa niña de diez años que no podía vivir con nosotros. Antes me había quedado callado. Y la señora Boehm había limitado su respuesta a sacudir la cabeza con un triste cloqueo. En cualquier caso, aparte de nuestros deseos, no había más habitaciones.
Sin embargo, cuando llegué al adusto edificio, encontré a mi hermano Valentine hablando taciturno con la imponente figura de George Washington Matsell en las inmensas escaleras de la fachada. Hasta Valentine se mostraba respetuoso cuando aparecía Matsell. No llevaba las manos metidas en los bolsillos, uno de sus gruesos pulgares estaba encajado en el hueco de un chaleco del que parecían brotar muguetes por todas partes. Era elocuente.
—Capitán Wilde —saludé—. Buenas tardes, jefe Matsell.
—En el nombre de Dios, ¿dónde demonios ha estado toda esta mañana? —preguntó Matsell en cuanto me vio.
—Cuidando de una niña cubierta de sangre. No se preocupe, acabó en nada. ¿Cómo está usted, señor?
—No muy bien —respondió.
Valentine se frotó los labios en actitud distraída.
—¿Y cómo es eso? —pregunté mientras aferraba con fuerza la estrella preparándome con ganas para tirársela a mi hermano al ojo.
—Porque hemos encontrado a un niño asesinado en Mercer Street, en mi distrito —respondió Val—. Sin ropa, rajado, en tan mal estado que te haría vomitar el desayuno. Era un chiquillo guapo; apuesto, como suelen hacerlos los irlandeses. Estamos intentando mantenerlo en secreto, pero es más fácil decirlo que… ¿dónde coño está tu estrella de cobre, jovencito impertinente?
Para mi propia sorpresa, cuando la saqué del bolsillo no se la arrojé a la cara. Me la puse otra vez.