29

Había apoyado unas almohadas contra la pared y había intensificado tanto el frío del aire acondicionado que tenía que sujetar las páginas del libro. A intervalos regulares, los cubitos de hielo del vaso de whisky se reacomodaban con un tintineo impotente. En la planta baja, en la oscuridad, las cucarachas debían pulular sobre los mostradores, volviendo negro lo blanco.

Escaleras arriba, yo disfrutaba de mi convalecencia.

Cada dos días, Hosie aparecía con un montón de libros de la biblioteca, algunos se contaban entre sus favoritos, otros los elegía al azar. La peste, Raymond Chandler, Himes, Don Quijote, Notes of a Native Son, Melville y Poe, Más que humano, de Sturgeon.

Era como volver a la infancia, a los lentos e interminables veranos de Arkansas, cuando leía durante toda la mañana, iba a nadar a media tarde y volvía a leer hasta entrada la noche.

Días antes, en un intento por comprender mi desasosiego ante los asesinatos y la muerte de Cari Joseph, escribí todo lo que recordaba sobre los hechos. Me ha sido muy útil ahora, años después, al escribir esto. Parcialmente, en todo caso, porque comprendí que no llegaba a ninguna conclusión, que no entendía, que nunca entendería y empecé a darle vueltas, a improvisar, y dejé que la escritura fluyera sola.

Walsh se había presentado en el hospital poco después de que yo saliera a flote para quedarme.

—Mírate, Lewis —dijo—. La próxima vez que oiga que lo negro es bello me descojonaré de risa. Pareces una boñiga achicharrada.

—Una frase muy colorista.

Se encogió de hombros.

—¿Te encuentras bien? Sí, ya lo sé, es una pregunta idiota. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Sacarme de aquí.

—Lewis, mira cómo estás. Te han metido tres agujas y un par de cosas que ni siquiera sé qué son. Y tienes tantas vendas en la cabeza que cualquiera te tomaría por el Hombre Invisible. Si te levantas e intentas salir andando, los niños gritarán a tu paso, y los hombres más fuertes se desmayarán.

—Odio los hospitales.

—Todo el mundo odia los hospitales. ¿Te crees especial? Oye: espera un par de días. Si aún quieres largarte, yo me encargo. ¿De acuerdo?

Asentí.

—Has sido un buen amigo, Don.

—Espero seguir siéndolo.

Me dijo que el departamento me estaba muy agradecido, y me informó de lo que tenían del rompecabezas de Cari Joseph.

—No hay mucho. Ha dejado huellas etéreas, tan etéreas como es posible hoy día.

—Huellas etéreas y unos cuantos cadáveres.

Treinta y dos años, nacido en Misisipi, desde los diecinueve frecuentaba los alrededores de Nueva Orleans, o Algiers, al otro lado del río. Con regularidad en el extranjero a finales de los cincuenta, es de suponer que en calidad de mercenario. Desde entonces, cuando se le conoce empleo, es en la seguridad privada. Contratado un par de veces como guardaespaldas. Adiestrado por cortesía del Tío Sam en los coletazos de la guerra de Corea. No duró mucho en el ejército, pero el suficiente para convertirse en un diestro tirador. Expulsado poco después. La lista de cargos fue larga, empezando por insubordinación y siguiendo hasta casi matar a un compañero de cuartel por decirle una palabra que no le gustó. Ninguna prueba de su vinculación a grupos radicales, ni literatura de este tipo en su apartamento.

Recordé a Joyce —temo las grandes palabras que nos hacen tan desdichados— y pensé que una parte de esta historia me tocaba de cerca.

—Y entonces, ¿por qué todo esto? —pregunté.

—¿Quién sabe? Algo en su cabeza, quizás, hundido tan hondo que no hemos sido capaces de encontrarlo. O algo en el aire: por todas partes hay gente subiendo a las torres y matando ciudadanos. Él sabía por qué lo hacía. Para él era obvio, era su obligación, tal vez era lo único que podía hacer. Probablemente nunca lo sabremos.

Entonces sí que había quienes dominaban el arte de la invisibilidad: la de sus cuerpos y la de sus motivos.

Su furia, pensé. Su afrenta. La sangre fría para expresarlas. Eso era lo aterrador. Y que al mismo tiempo, de alguna manera (de varias maneras, a decir verdad), me identificaba con él.

Poco después, en un libro que me había traído Hosie, leí la historia de Martín Fierro, contada por Borges. Tras perseguir durante años a un renegado legendario, Fierro por fin lo encuentra. Entonces comprende repentinamente que, durante todo ese tiempo, durante todos esos años, había sido presa de sí mismo y, pasándose al bando del renegado, lucha del lado de Cruz contra su propia partida.

Tres días después, cuando volví a casa, al barracón de los esclavos, la visita de Bonnie Bitler me dio algunas respuestas.

Atardecía, y el tráfico volvía a fluir, aunque había retenciones en Washington. Se encendió el alumbrado. La ciudad empezaba su transformación.

—¿Está bien? —preguntó ella cuando abrí la puerta.

Asentí.

—Pues nadie lo diría.

—He sobrevivido a situaciones peores, créame.

—¿Puedo entrar?

—Por favor, pase. —Me aparté de la puerta—. ¿Qué le apetece? ¿Café, una copa? ¿Té?

—No, gracias.

Me siguió a la cocina. Trituré unos cubitos de hielo que habían empezado a fundirse, los metí dentro de un vaso y me serví un whisky.

—¿Está segura?

Ella asintió. Yo eché un trago.

—¿Lewis?

—Sí.

—He venido a preguntarle algo. Al hombre del que dicen que disparó contra toda esa gente, a Cari Joseph, ¿lo mató usted? Quiero decir, ¿lo persiguió con la intención de matarlo?

—No.

—Todos dicen que sí.

—No.

—Entonces, ¿qué pasó allá arriba, Lewis?

Se lo conté.

—Entiendo.

La luz de la cocina mostraba cada surco, cada arruga, la carne flácida del cuello y del brazo, como si hubiera envejecido veinte años desde la última vez que la vi.

—¿Puedo sentarme?

La llevé al rincón debajo de la escalera donde estaban las dos sillas. Cuando nos sentamos, nuestras rodillas se rozaron.

—Hace muchos años, antes de conocer a Ephraim, cuando era casi una niña, me enamoré del hombre que me daba trabajo. Estaba convencida de que era el hombre más inteligente, más fuerte, más amable que había conocido, y cuando dio señales de que quería algo más de mí, yo se lo entregué, feliz. No me remuerde la conciencia. No le guardo rencor, a pesar de cómo fueron las cosas.

Esperé.

—Me quedé embarazada casi inmediatamente. Tenía dieciséis años, era negra y con estudios primarios. Él tenía cuarenta, un negocio propio y familia.

—Y era blanco.

Me miró sucintamente y asintió.

—Hablamos del asunto y, una semana más tarde, un día después del trabajo, me llevó a la estación de autobuses y me compró un billete. Cuando estuve a bordo, me puso mil dólares en la mano. Entonces era una fortuna. Incluso me envió más dinero durante los primeros meses, pero luego dejó de hacerlo.

»El niño nació siete meses después, en Tupelo. Solo pesaba un kilo ochocientos y casi no sobrevive. Le puse el nombre de su padre.

—Cari Joseph.

—Sí.

—Entonces usted era su conexión con SeCure Corps.

Asintió.

—He intentado ocuparme de él. Nunca hubiese aceptado dinero, ¿sabe? Demasiado orgullo. Aunque yo tenía dinero de sobra. Pero tampoco tenía mucho más.

—¿Qué sentía Cari hacia su padre?

—Lo odiaba, quiero decir que odiaba lo que él representaba. Nunca conseguí hacerle entender que su padre era bueno. Que, teniendo en cuenta la época, el lugar, la situación, hizo todo lo que pudo. Cuando Cari creció, le hablé de su padre, intenté explicarle lo que había pasado y por qué. No me daba por vencida. Se comportó como un blanco, decía él.

»Y todas esas personas han muerto, Cari está muerto porque odiaba a su padre o porque nunca lo conoció.

—No es tan sencillo.

Levantó las manos del regazo y volvió a dejarlas allí.

—¿Hay algo que lo sea? Cari era un joven problemático. Alcohol, drogas, amistades peligrosas. Al final lo dejó todo, pero los problemas seguían dentro, buscando una salida.

Le cubrí la mano con la mía.

—Lo siento, Bonnie.

Reclinó la cabeza en mi hombro un instante, apenas un roce, y alzó la mirada.

—Es mejor que me vaya. —Ya en la puerta, añadió—: ¿Puedo llamarlo alguna vez y pasar a verlo si lo necesito? ¿Le importaría?

—En absoluto; me encantaría.

Desde la puerta la vi caminar alta y erguida, hasta que la perdí de vista cuando dobló la esquina de la casa grande. Otra persona se iba, se perdía de vista. Quizá volviera. Quizás otras también volvieran.

Me serví otro whisky, lo llevé arriba y cogí la autobiografía de Juan Goytisolo, En los reinos de taifa, que había empezado aquella mañana y tenía casi acabada.

La memoria, escribe Goytisolo al final de su historia, no puede detener el flujo del tiempo. Solo puede recrear escenas congeladas, encapsular momentos privilegiados, organizar recuerdos y episodios de una manera arbitraria para que, palabra a palabra, acaben formando un libro. La distancia infranqueable entre la acción y el lenguaje, las exigencias del texto escrito, inevitable e insidiosamente degradan la fidelidad a la realidad y la convierten en un mero ejercicio artístico; la sinceridad, en mero virtuosismo; el rigor moral, en estética. Dotadas de una coherencia postrera, apoyadas en ingeniosas prolongaciones de la trama y sus ecos, nuestras reconstrucciones del pasado siempre serán una especie de traición. Deja la pluma, dice Goytisolo, rompe la narración, minimiza el daño: porque solo el silencio es capaz de preservar nuestra ilusión de verdad.

Se encendió la luz de la planta baja. Docenas de cucarachas se escabulleron rápidamente y las superficies volvieron a ser blancas.

—¿Lew?

Los pasos de LaVerne en las escaleras. Traía la botella de whisky y un cuenco con hielo.

—Escucha.

Le leí el pasaje final.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Qué significa? ¿Por qué es importante?

Lo volví a leer mientras ella servía el whisky.

—No estoy seguro. Solo sé que es importante.

Dejé el libro y se me echó en los brazos, en la cama. Su cuerpo sagaz, cálido y suave. Siempre íntimo, balsámico; siempre nuevo y sorprendente.

—¿Qué has estado haciendo?

Señalé el libro con un gesto.

—Y bebiendo —dijo ella.

—Las dos cosas que se me dan bien.

—Creo recordar que hay otra cosa en la que te destacas. Bueno, o destacabas.

Le conté la visita de Bonnie y lo que me había contado. LaVerne fue la única persona a quien se lo dije.

—Te he echado de menos, Lew —dijo.

—Lo sé.

—¿Te tomarás tu whisky?

—Quizá más tarde.

También afuera, la tormenta (¿he mencionado la tormenta?) amainaba.