Recuerdo que me quedé allí durante lo que me pareció una eternidad, mirando hacia abajo, preguntándome qué sentido tenía, preguntándome si era posible que lo tuviera. Tantas muertes innecesarias. Y ahora una más.
Recordé el rostro de Esmé alejándose de mí. Me pregunté si me pasaría toda mi vida: que se alejaran, que me abandonaran. Estaba más cerca de la verdad de lo que podía imaginar.
Durante los años siguientes, tras muchas otras despedidas, después de la ruina de un matrimonio, sentado en Joe’s, en Binx’s, en el Spasm Jazzbar o en los bares de Dryades donde tocaba Buster Robinson, pensaría en ello. Durante un tiempo no hice otra cosa. Leía durante el día, bebía y pensaba por la noche. Hasta que la noche empezó a comerse los días.
Cuando me abalancé para cogerlo, me di de cabeza contra el muro y allí, mirando hacia abajo (no pudo durar mucho, aunque daba la impresión de que sí), sentí que me iba hacia delante, mareado. Di un paso atrás, me golpeé, y de repente estaba contemplando el cielo.
Azul celeste, brillante. Las nubes blancas y algodonosas cambiaban lentamente de dirección. Los pájaros planeaban.
Entonces algo negro, que empezó en el centro, creció, voló sobre mí y lo borró todo.
Cuando me desperté, la cara de LaVerne se cernía sobre mí. Ya no había cielo, solo un techo de yeso desconchado, pero del mismo color celeste. Y voces que, durante un instante de terror, me pareció que salían de mí y no que venían de fuera.
—¿Lew? ¿Me oyes? ¿Recuerdas qué ha pasado?
Otras voces detrás de la suya, apiladas e indescifrables. Cuando abrí los ojos, el mundo era plano, como si todas sus superficies se hubieran desprendido y estuvieran pegadas sobre un cartón.
Intenté aclararme la garganta. La habían sellado de algún modo. Con yeso, con cemento, con pegamento. Habían vuelto a colocar la losa en su lugar. Por el amor de Dios, Montressor.
Lo volví a intentar y me salió gurg.
—Más gurg serás tú.
Quise decirle que una señora no hablaba de ese modo, pero eso tendría que esperar.
Un poco más tarde salí a flote. Aún había luz en el cuarto, pero más tenue, vacilante. Las cosas se habían vuelto grises, empezaban a perder su perfil. ¿Madrugada? ¿Atardecer? Volví la cabeza hacia la puerta para encontrarme con el dolor y la oscuridad que se precipitaban hacia mí. Naufragué otra vez. Era mucho más fácil. Un mundo más sencillo.
—Lewis. Lewis.
Alguien dragaba las aguas oscuras por mí. Yo iba al garete, hacia la superficie, ingrávido, hacia la luz.
—¿Lew?
—Sible sobra.
—¿Qué, mi amor?
—Sé sensible a mi zozobra —lo intenté de nuevo.
—¿Crees que no lo soy? —Sonrió, me puso una mano en la mejilla y se inclinó para darme un beso—. Te pondrás bien.
—Nunca he estado bien.
—Bueno, yo creo que sí, Lew. Pero nunca lo has sabido.
—¿Dónde estoy?
—En Touro. Perseguías a Cari Joseph.
Algunas escenas petrificadas, como instantáneas, se tambalearon. La estrecha escalera de acero. Los obstáculos. Las nubes y el cielo azul levantándose desde el repecho de la azotea.
Y, súbitamente, todo.
—El francotirador.
Ella asintió.
—Cuando lo embestiste, se cayó de la azotea. Te diste de cabeza contra la pared. Una contienda equitativa, pero la pared fue más resistente. Tienes una conmoción cerebral, Lew. Es grave.
Sí, era grave, de acuerdo.
LaVerne estaba convencida de que había perseguido al francotirador y lo había matado deliberadamente. Los periódicos también. Todos creían que lo había matado con premeditación, como comprobé días después. Como con el caso de Corene Davis, aunque esta vez sin el beneficio del anonimato, me había convertido en un héroe popular de rebajas.
Abandoné el intento de sacarles del error, de contarles una y otra vez lo que realmente sucedió. Y, después de un tiempo, ya no estaba seguro de si, en algún nivel de conciencia, lo busqué con el propósito de matarlo.
—¿Cuánto llevas aquí, LaVerne? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Dos días.
Me acercó un vaso y lo sostuvo. Agua templada con una pajita de acordeón. Tragué con dificultad. Mi boca y mi garganta, un desierto.
—Tú lo conocías, LaVerne.
Tras una pausa:
—Sí.
—Había un vestido rojo colgado de un gancho en la pared. Te lo he visto puesto.
Otra pausa:
—Era un amigo, Lew.
—Un amigo. ¿Un amigo como yo?
Negó con la cabeza.
—No. En absoluto como tú. —Apartó los ojos y luego volvió a mirarme—. No sabía esta parte de la historia. Walsh me la contó.
Volvió a ofrecerme el vaso. Bebí y me fui otra vez a la deriva.
Rostros monumentales, como los esculpidos en el monte Rushmore, aparecían de vez en cuando mientras me movía, ingrávido, hacia la superficie: Hosie Straughter, los hermanos Boina, Corene Davis, Elroy Weaver, Walsh, LaVerne. Estaba despierto y soñaba al mismo tiempo. No sé qué fue real ni qué imaginario.
Walsh dijo: «Lo lograste, Lew».
Los hermanos Boina dijeron: «La comunidad se lo agradece. Todos se lo agradecemos».
Y LaVerne dijo: «Eres importante para mí, Lew, más importante de lo que nunca sabrás».
Esta parte no la imaginé.