La dirección que me dio me llevó a un almacén reformado en Julia. Una tienda de jardinería y floristería ocupaba la planta baja. Encima había cuatro apartamentos de lujo. La segunda planta era una especie de Franja de Gaza donde se mezclaba lo industrial con lo residencial.
Sigo sin saber cómo lo supo Papa. Se lo pregunté una vez, años después, poco antes de que muriera. Sonrió de oreja a oreja y se recostó. Llevaba la bata que le había comprado una de las asistentes y los peúcos de lana que otra le había tejido. Todo el personal de la residencia de ancianos quería a Papa.
—Si el soldado no aprende a hacer un buen reconocimiento del terreno, ni él ni sus hombres durarán mucho, Lewis. Siempre se me dio muy bien. Y a un hombre le gusta hacer lo que se le da bien.
Le ofrecí una cerveza y le pregunté por qué lo había hecho. Por qué había decidido ayudarme a mí, alguien a quien apenas conocía, y traicionar a uno de los suyos.
—Hace mucho tiempo, había un joven en quien yo creía sin reservas. Sabía cosas que no tenía derecho a saber, y entendía aún más. La clase de hombre que, si se empeñase, podría cambiar su pequeño rincón en el mundo y convertirlo en un lugar mejor.
»Ese hombre era yo.
»Pasaron los años, pasó mi vida y, al fin, ese joven aparece de nuevo. Otro joven, ya sabes, pero él en cierto modo. Cómo podemos saber qué es lo bueno y qué es lo malo, me dice. Y yo lo conozco mejor que una madre a su hijo. Espero que obre mejor que yo con lo que se le ha dado. Lo veo pasar por las mismas encrucijadas.
Papa se arrellanó en los cojines.
—Creo que ahora voy a ver la televisión, Lewis. ¿Puedes ponerme el canal ocho? ¿Y subir el volumen?
Entrar fue fácil. Me había vestido con ropa de trabajo de Sears, me había puesto un casco amarillo y llevaba un sujetapapeles rígido. La gente rara vez presta atención a un negro del montón que hace el trabajo que nadie haría. Así que, mirando la tablilla con expresión profesional, atravesé la tienda de la planta baja, subí las escaleras de emergencia hasta el primer piso y, una vez allí, entre los apartamentos C y D, detrás de una puerta amarilla y estrecha, encontré otra, una escalera de servicio de acero y ninguna señal.
Mis pasos retumbaban mientras subía, pensando en las películas de suspense que había visto, escenas culminantes ambientadas en torres, faros, fábricas y submarinos. En esa película de Hitchcock donde Jimmy Stewart sufre de vértigo y lanzan el maniquí desde la torre (él cree que es una persona). Un domingo, cuando tenía doce años y se suponía que debíamos estar en clase de religión, mi amigo Gerald y yo pusimos una silla encima de una mesa y, quitando un panel del techo, iniciamos un frustrado ascenso de veinte minutos por el campanario de la iglesia baptista de Zion.
La puerta situada al final de las escaleras de acero tenía una cerradura Yale con pestillo de guardas móviles. La mejor que había entonces. La calcé con una barra de tensión y forcé el cilindro hacia la derecha, hasta el límite. Luego deslicé la ganzúa entre las guardas guiándome por el tacto. Una por una, las guardas saltaron y se fijaron en su lugar.
La puerta se abrió.
Una habitación enorme e imperfecta, con la luz de la tarde entrando por las múltiples ventanas con cristales de mala calidad. Cada paño, con sus burbujas y sus grietas superficiales, distorsionaba el mundo a su manera. Diez marcos, de sesenta y cuatro paños cada uno. Seiscientos cuarenta mundos diferentes.
En un rincón, alejado de las ventanas, había un colchón de muelles flanqueado por unos cajones de color naranja, amontonados de a seis a cada lado y atestados de libros de bolsillo. Bajo las ventanas, dos gruesas puertas apoyadas sobre rudimentarios caballetes eran la mesa vacía tras un festín. En medio de la habitación, sobre una alfombra de algodón de tres metros por cuatro, había una silla de diseño danés, una mesita espigada y una lámpara de pie: una especie de isla o una balsa, tal vez.
Al otro lado de las ventanas, una extensión de azoteas sembradas de botellas de cerveza, excrementos de paloma, remiendos de alquitrán, el cuello de antiguos tubos de ventilación surgiendo entre todo lo demás como monstruos del lago Ness.
Bajo la mesa improvisada, había una caja de acero llena de munición. Calibre 308, grano de pólvora 173, balas blindadas.
La leche, en el interior de la minúscula nevera, se había cortado. Los restos de café de la cafetera llevaban días allí. El Times-Picayune en el suelo, al lado de la cama, era del miércoles de la semana anterior.
Así que aunque esto era el cuartel general, la sede central, la base, era evidente que pasaba mucho tiempo a la intemperie.
Reconociendo el terreno.
En algún lugar del ancho mundo, como dirían Buster Robinson, Robert Johnson o John Lee Hooker.
Registré minuciosamente lo que había que registrar: una maleta de plástico escondida detrás de la puerta; las cajas de la comida en un estante al lado del baño, instalado en un rincón frente a la cama; la cisterna del váter; la bolsa de deporte, la estantería de los libros. Me enteré de que le gustaban Philip Atlee, Simenon y la historia natural, que utilizaba pasta de dientes Ipana, bebía café French Market, compraba la ropa en Montgomery Ward y en Penney’s, y guardaba una Walther PPK bajo el colchón.
Nada personal.
Ningún tablón de anuncios cubierto por recortes de periódico sobre sus víctimas. Ninguna lista. Ninguna fotografía. Ningún archivo con cartas al director, a amores pasados ni al presidente de la República. Ni folletos, propaganda ni mensajes en una botella.
Podía esperar, claro. Quizá volviera dentro de diez minutos con la bolsa de la compra, o al cabo de una semana.
Me había esmerado en no dejar nada fuera de su lugar, en no dejar pistas.
Bajé por las escaleras retumbantes, crucé el pasillo de la segunda planta, luego pasé entre los bancos de plantas, salí a Julia y me senté en el portal de la casa de enfrente. Pasaron cuatro hombres que podían haber sido el francotirador.
Cinco.
Seis.
Entonces recordé lo que Papa me había dicho la primera vez: si quieres encontrarlo, mira hacia arriba.
Cuando lo hice, vi una silueta que pasaba encima del dintel de un tejado colindante.
Y luego hablan de entradas privadas.
Bajó la pendiente con soltura y, de uno o dos saltos, se plantó en su azotea. Una vez allí, se tiró de espaldas en un doble salto mortal y entró con las piernas hacia delante por la parte superior de una ventana abierta.
Ya estaba dentro.
Al cabo de unos minutos, yo también.
No le quitaba el ojo a su espalda ante la enorme mesa frente a las ventanas, mientras entraba sigilosamente por la puerta.
—¿Griffin, verdad? —dijo—. El del callejón. Y el del motel en Airline. —Un tazón de café apareció sobre su hombro derecho cuando lo dejó—. Eres perseverante.
No, no lo era. Estaba más cerca de la tozudez que de otra cosa.
—Preferiría que no te acercaras más y que no te movieras demasiado. Doy por supuesto que sabes que voy armado.
Lo sabía, y también sabía, por la manera en que seguía mis movimientos con la cabeza, que podía verme reflejado en los cristales de las ventanas. Pero no sabía si me veía bien.
Llevaba la pistola que me había devuelto Walsh, pero no iba a usarla.
—No tengo cuentas pendientes contigo, Griffin. No abras las puertas que deben quedar cerradas.
Miré a la izquierda e hice como si fuera a embestirlo, pero giré sobre mí mismo y ataqué por la derecha. Se dio cuenta del cambio de sentido pero ya había empezado su propio giro a la izquierda y no logró detenerse a tiempo. La mano de la pistola estaba apareciendo cuando le hice un gancho al brazo izquierdo y, aprovechando el impulso, lo empujé contra la mesa.
Le quité el arma mientras daba la vuelta. Un punto a mi favor.
Rebotó en la mesa y me golpeó en el pecho con las manos juntas, derribándome como un árbol talado.
Tiraba del arma, trataba de quitármela. La tozudez, ¿recuerdan? Hasta cuando me faltaba el aliento.
Entonces vi que ya no insistía.
Tenía que respirar, debía ponerme en pie.
Cuando lo hice y me acerqué a la ventana, lo vi correr a gatas a través de los obstáculos: una vieja chimenea, un muro, una antena… a dos azoteas de distancia.
Cuando llegué allí, estaba subiendo una escalera de acero fijada a la pared del edificio colindante. Era dos veces más alto que los de alrededor. Arriba, era todo lo que importaba: la altura, los desniveles, los obstáculos. Nada más. Un mundo mucho más sencillo.
Me encaramé a la escalera tras él, gané terreno y salté el repecho de la azotea con el tiempo justo para ver que su zapato se hundía en un parche de alquitrán. Quedó pegado. Trastabilló. Cayó.
Casi lo tenía cuando, con unas manos como garras, metió los dedos bajo los cordones y los arrancó. Dejó atrás el zapato y echó a correr de nuevo, cojeando por la izquierda con cada paso. Quasimodo dirigiéndose a su torre.
Pero estaba a punto de pillarlo.
Saltó a un muro y se agachó para saltar a la azotea siguiente. El cemento era viejo, se desmoronaba por todas partes y, no sé por qué, vi lo que iba a pasar.
Salté hacia él instintivamente justo cuando la pared se desplomaba. Aun así, intentó dar el salto.
No llegué a tiempo.
Él tampoco.