—Es uno de los míos, Lew.
El Oak Leaf parece haberse arrastrado desde los años treinta hasta el presente gracias a la fuerza de voluntad. Estructura de madera, techo de hojalata, las salas tan estrechas que la gente ha de pasar de lado. Te hace ver la ciudad como una especie de memoria desmembrada. A unas manzanas, el Misisipi acecha para inundarlo. Solo el cuerpo de ingenieros, esa otra fuerza de voluntad, es capaz de contenerlo.
—Compréndelo —dijo el viejo mercenario—. Ninguno de nosotros es de aquí ni de ningún otro sitio. Formamos una sociedad aparte.
—Sé a qué te refieres, Papa.
Levantó la cerveza y miró a través de ella hacia la escasa luz que se abría camino por la ventana del bar.
—Probablemente más de lo que imaginas, Lewis.
Hizo girar la copa y la cerveza se arremolinó en el fondo, quizá para comprobar si retenía un poco de luz, y luego la acabó. Yo hice lo mismo. El barman nos trajo dos más.
En el jukebox empezó a sonar una balada irlandesa, Kilkelly.
—Dejó de ser un soldado cuando empezó su propia guerra —dije.
—No es su guerra, Lewis. Los soldados siempre luchan en guerras ajenas. Esto los convierte en soldados. También sabrás algo de esto…
—Pero los muertos que él mata no son soldados, Papa. No se trata de una abstracción, una teoría, de una idea que tomas a la ligera en el aula o discutes mientras bebes martinis civilizados: los peones blancos aquí, los negros allí. Cuando estos peones caen, no se levantan para la próxima partida. No vuelven a levantarse.
—A un viejo le resulta difícil cambiar.
—Es difícil a cualquier edad, Papa.
Se me quedó mirando y, finalmente, habló.
—Entiendes mucho más de lo que tienes derecho a entender, Lewis, siendo tan joven.
—No creo que entienda mucho de nada.
—Entonces te equivocas.
Volvió a apartar la mirada.
—Hace cuarenta años que repito sin cesar que las ideas no importan. Democracia, socialismo, comunismo, son todas iguales. Es como cambiar de camisa entre bailes. Un tipo medio malo se va y otro tipo medio malo ocupa su lugar. Nadie se da cuenta. ¿Crees que a alguien le importan los derechos humanos, el progreso social? Yo les decía a mis hombres: «Sois soldados. Profesionales. Esa gente paga vuestros servicios. Lo que importa es el dinero. Eso y hacer un buen trabajo: para eso os pagan. No hay más».
Fue un momento Hemingway. Comprendí que Papa quería que, de alguna manera, le confirmara que, si violaba su propio código, no pasaba nada. Pero no podía hacerlo. Solo podía esperar.
Papa dejó la copa medio llena en la barra.
—Ya he tenido bastante cerveza por hoy. Bastante de todo, en general.
Se levantó.
—¿Quieres que te lleve, Lewis? Tengo la furgoneta en la parte de atrás.
—Creo que voy a quedarme aquí a tomar una o dos copas más.
—¿Lewis?
—Sí, Papa.
—¿También yo he estado equivocado? ¿Durante tantos años? Se quedó allí de pie un momento más y después me dijo dónde vivía el francotirador.