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—Sí, es un Winchester. Modelo 70, calibre 308; tiene dos o tres años. Magnífico cacharro. El cañón es un Douglas Premium, fijación reforzada para obtener la máxima precisión. Dispara grano de pólvora 173, una bala alargada y blindada que, según los chicos de balística, alcanza una velocidad de casi setecientos metros por segundo.

—Eso no lo encuentras en el Sears del barrio.

—Ni por asomo.

—¿Es el arma de los asesinatos?

—Probablemente. Todavía la están analizando. Y tratando de saber su origen. De dónde viene el Winchester, el cañón, la mira. No solemos tener mucha suerte en estas cosas. Casi todo es mercado negro.

—¿Qué hay de la munición?

—Conocemos su procedencia: Lake City, Missouri. No hay otra posibilidad. Pero cuando tratemos de concretar, resultará que ha pasado por dieciocho manos y un par de señuelos y no habrá manera de rastrearla.

—¿Qué vamos a hacer?

—Pues esperar un golpe de suerte. Es lo que hacemos los polis.

—¿Has hablado con la buena gente de SeCure Corps?

—Y al menos con tres de sus abogados. La empresa no tiene vinculación oficial alguna con el presunto francotirador, no conoce su identidad ni su paradero, y quizá lo mejor sería no volver a charlar con ellos sin una orden judicial.

—Estuve a punto de atraparlo, Don.

—Yo también.

—Ah, ¿sí? No lo recuerdo. Pero gracias, jefe. Ya hablaremos.

Colgué y fui a sentarme en el bar. Un local llamado Bob’s en el que nunca había estado, a unas manzanas de Tulane y Carollton, al lado del lago. Mucho Bobby Blue Band y Jimmy Reed en el jukebox.

El barman se situó delante de mí y me miró sin decir nada. Uno de esos sitios.

—Bourbon —dije—. Y lo prefiero de una botella con etiqueta.

Cogió una de la estantería (sí, tenía etiqueta) y vertió la ración exacta en un vaso pequeño. Devolvió la botella a su lugar con una mano, mientras con la otra me dejaba el vaso.

—Ha sido una larga caminata —dijo alguien desde la puerta abierta a mis espaldas—. No me vendría mal uno igual.

Supe que la puerta se había abierto porque la luz inundó el bar. Y como el local no tendría más de diez metros cuadrados, cuando me di la vuelta no tuve que forzar demasiado la vista para ver de quién se trataba.

—¿Existe algún bar en Nueva Orleans que usted no frecuente?

—Claro que sí. Con la costumbre que tienen de aparecer y desaparecer, a veces no se quedan lo suficiente para incorporarse a mi itinerario.

—Ellos se lo pierden.

Hice una señal al barman para que nos sirviera dos bourbon más mientras Doo-Wop se sentaba a mi lado. El barman apenas podía contenerse. Qué gusto.

Doo-Wop se acabó el bourbon de un trago.

—Tenía la esperanza de encontrarlo, capitán —dijo Doo-Wop.

Esperé. Finalmente le hice una seña al barman para que le sirviera otro bourbon.

—Muchas gracias —dijo, pero todavía no lo había tocado—. Papa y yo tomamos una copa en Oak. No sé, quizás en Oak Leaf. Según Papa, hay un hombre que busca algo especial. Circula el rumor, esas fueron sus palabras. Me dijo que a ese amigo mío, el capitán, le gustaría saberlo. ¿Le gustaría, capitán?

—¿Qué busca ese hombre, Doo-Wop? ¿Lo sabe?

—¿Le importa si echo un trago, capitán? Tengo la lengua casi pegada al paladar.

Le dije claro, adelante.

—Muchas gracias —dijo, tras dejar el vaso vacío—. Entonces: el hombre busca un Winchester, modelo 70. Y piezas de repuesto, esto es lo que Papa me dijo que le diga. ¿Le sirve de algo, capitán?

Dejé mis últimos diez pavos en la barra, luego los cogí y los sustituí por un billete de cincuenta. En aquella época siempre llevaba el de cincuenta en el zapato, debajo de la plantilla, para evitar la ley de vagos y maleantes, para pagar una fianza o lo que fuera. Qué más daba, podía tirar unas semanas con diez dólares. Seguro.

—Sí, Papa dijo que le valdría de algo.

Doo-Wop hizo un gesto grandilocuente y el barman salió de la oscuridad, cerniéndose como un barco fantasma en el horizonte del bar.

—Un coñac doble. Y otra copa para mi amigo. Lo que él quiera.

—¿Dónde está ese hombre, Doo-Wop?

—Papa dijo que me lo preguntaría.

—Vale.

—Papa dice que vaya a verlo.