A la mañana siguiente llamé a Sam Brown desde una cabina de Claiborne, cercana a una escuela pintada de azul celeste y mandarina, una combinación de colores que siempre he asociado a los pigmentos isleños, parte de la herencia caribeña de la ciudad.
Le dije quién era y le pregunté si tenía algo para mí.
—¿Para usted? Ya lo creo. Ahora es el rey de la selva, Lewis. Me han llamado de dirección. ¿Está libre esta tarde a eso de las dos?
Le dije que tal vez pudiera arreglarlo.
—¿Seguro que no tiene que consultar su agenda?
—Bueno, ya sabe cómo es: el negocio es lo primero.
—Claro, claro. Lástima que tanta gente lo haya olvidado.
—¿Qué tiene para mí?
—Un segundo.
Me tomé un instante.
—¿Y por qué no un primero?
—Porque allí está usted, hombre. Acabo de decírselo.
—¿Sabe, Brown? Quizá no hayamos empezado con buen pie. Se nos podrían ocurrir unos cuantos chistes más, y con sombrero hongo y traje a cuadros tendríamos nuestro propio espectáculo en la tele.
—O un espacio como estrellas invitadas de vez en cuando en el programa de algún blanco.
—Es una opción.
—Y, claro, tendríamos que medir lo que dijéramos o acabaríamos embetunados como Bobby Belle, sin trabajo aquí y expatriados.
—Eso no es cierto. Leí un artículo sobre ese tema. Fue un malentendido.
—Ya. El malentendido de siempre.
—¿Y qué trabajo tenemos entre manos?
—Sencillo, escolta. Llega, sale, una hora, una hora y media como máximo.
—¿Quién es el pez gordo?
—Elroy Weaver.
Hacía años, Elroy Weaver había fundado la Víbora Negra con un par más. Fue la primera organización auténticamente militante para los negros, de pocas palabras y mucha acción. La Víbora tenía muchos enemigos tanto en el corazón del poder, donde pasaba mucho tiempo en los tribunales acompañados por su abogado de Harvard, como en las inmediaciones, donde recibía repetidas amenazas y era objeto de violencia por parte de individuos y grupos blancos. Es probable que la Víbora tuviera otros tantos enemigos en su propia comunidad: viejos negros aterrorizados por navegar a contracorriente y jóvenes convencidos de que la única alternativa era una política de tierra quemada y empezar con una nueva siembra.
—Un pez muy gordo —dije.
—Desde luego. Un verdadero pastel. Weaver viene a una reunión para definir políticas y estrategias con una agrupación local cuyo nombre no han revelado. Creemos que es la Mano Negra. Todo se ha mantenido en secreto. Weaver viaja bajo seudónimo. Iremos a buscarle a Moisant y lo llevaremos a un motel de Airline. Eso es todo. A partir de ahí, el grupo local se encargará de todo.
—¿Quién paga?
—Nunca lo pregunto.
—¿Quiénes y cuántos?
—Seis. Los mejores. Yo también estaré allí… aunque no me verá hasta que acabemos. Tal vez después hablemos de su futuro en SeCure.
—¿Mi papel en el reparto?
—Guardia de honor, Lewis. El jefe lo quiere en el coche, al lado de Weaver.
Y en el coche estaba, cuatro horas más tarde.
Elroy Weaver era un hombre bajo, enjuto, con unos ojos oscuros y serenos, mirada directa y, bajo esos ojos, una boca de sonrisa y risa fáciles. Había desembarcado con una bolsa al hombro, había bajado por la rampa y se había dirigido directamente hacia mí.
—Me alegro de que haya podido venir, Lewis —dijo, y me tendió la mano.
No hubo mucha conversación en el coche. Me hizo algunas preguntas sobre mí, me dijo que viajaba tanto que echaba de menos a su familia.
—¿Tiene familia, Lewis?
Le hablé de mis padres y de mi hermana Francy, en Arkansas.
—¿Los ve a menudo? ¿Mantienen el contacto?
Hice un gesto negativo y él no insistió.
—Entonces no ha formado familia.
No, aunque no tardaría mucho en formar una, para mi sorpresa.
Pasado Williams Boulevard, una camioneta nos adelantó, pero calculó mal la velocidad de una furgoneta que venía en sentido contrario y chocaron en medio de la maniobra, afectando a otros vehículos cuando atravesó dos carriles antes de detenerse en una calle transversal. Frenamos y nos quedamos varados por el tráfico. La policía y las grúas llegaron para despejar la carretera. Elroy miraba tranquilamente toda la operación.
Esto es lo que iba a pasarme: iría al centro, a la biblioteca, a buscar otro libro de Camus, y la bibliotecaria del mostrador de información se llamaría Janie. Estaría a punto de acabar la jornada y yo, por alguna razón, me dirigiría a ella y, antes de que me diera cuenta, estaríamos tomando un café en un bar de la acera de enfrente.
Cuando le anuncié a LaVerne que Janie y yo íbamos a casarnos, ella apenas dijo, sin un ápice de emoción: «Buena suerte, cariño». Durante mucho tiempo, no la vi. Janie y yo tuvimos un hijo. Empecé a beber y a utilizar el matrimonio para hacerme ciertas cosas que la furia y la insatisfacción no habían conseguido por sí solas. Por aquel tiempo, mi ceguera no se reducía a LaVerne.
Pasaron los años y perdí a David, mi hijo.
Más años, y perdí a LaVerne.
El coche empezó a moverse de nuevo, avanzó sobre un reguero de cristales rotos que parecían piedras preciosas y dejó atrás al policía que dirigía el tráfico.
—Quizá más adelante, Lewis. Más adelante —dijo Weaver.
—Sí. Quizás.
Más adelante sabremos todas las respuestas, más adelante comprenderemos el porqué.
Pasamos despacio por Airline, con sus bares destartalados, sus merenderos que no eran más que agujeros en los muros, sus fábricas abandonadas con ventanas de rejas arrancadas, hasta el Pelican Motor Hotel. Habían pintado «Aire acondicionado» en la ventana de la recepción. Frente al hotel se extendía el solar de un autocine cubierto por la maleza.
El momento de la cesión, de la entrega. El punto más débil.
Tal como lo habíamos ensayado en SeCure, salí del coche y dejé a Weaver, al otro guardia y al conductor en el interior, y me quedé esperando a unos pasos. Al cabo de un momento, Louis Creech salió de la recepción del motel y vino a reunirse conmigo. Me saludó con un gesto brusco y echó un vistazo rápido al solar, al otro lado de la calle. Por el rabillo del ojo capté un fugaz destello en la parte superior de la pantalla del cine. Podría haber sido el reflejo de un coche. Desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
Había intuido que el Centinela estaba en esto.
Ya sabía dónde.
Según el plan, yo debía desaparecer en ese momento y dejar a Weaver con Louis Creech. Entonces tenía que dar una vuelta para controlar los alrededores.
Empecé a hacerlo, y cuando todos estaban ocupados en sus asuntos, eché a correr por un callejón que había detrás del motel y de una tienda de muebles de ocasión, pasé por un almacén y atravesé Airline.
Cuando llegué al otro lado, miré atrás. Creech había vuelto la cabeza y me miraba. Levantó el walkie-talkie.
Al lado del autocine había lo que debió ser un concesionario de automóviles. Las paredes estaban intactas, pero la fachada de cristal y el techo habían desaparecido. Entré y corrí entre los escombros: neumáticos viejos apilados, esqueletos de animales, recipientes de comida rápida, restos de hogueras. Al principio no vi la salida. Finalmente, una puerta de emergencia cedió al cuarto puntapié.
Volví a la luz del sol y al aire libre y vi la pantalla a diez o doce metros de distancia.
Alguien corría a gatas alejándose de la base de la pantalla hacia el bosquecillo que había detrás.
A gatas, como se había encaramado en el contenedor de basuras y desaparecido por una puerta de servicio.
Casi había llegado a los árboles cuando tropezó con la maleza, con unas raíces o con una alcantarilla, y cayó.
Se levantó, miró hacia abajo, hacia atrás, vio que me acercaba y salió disparado hacia los árboles.
Allí lo perdí.
Actué precipitadamente: fui hacia un lado, volví sobre mis pasos, me detuve y agucé el oído. Estaba claro que aquello era un callejón sin salida.
Por fin encontré la salida. En Airline había aumentado el tráfico. Había más coches y furgonetas que camiones, porque la gente volvía a casa del trabajo.
Sam Brown dijo:
—Se ha desviado un poco de su puesto, ¿no, Lewis?
Así acabó mi brillante futuro con SeCure.
Me encogí de hombros y me dirigí hacia donde había tropezado mi perseguido.
No cabía duda. Una pieza profesional, ensamblada a mano o hecha por encargo. Un Winchester con mira telescópica Zeiss de diez aumentos. Al parecer, habían sustituido el cañón original. Solo la recámara estaba sujeta a la caja. El cañón nuevo era de fijación reforzada. Había visto cacharros parecidos en manos de francotiradores.
Sam Brown me había seguido.
—¿Quién es? —pregunté mirando hacia arriba.
—Usted es el único que tiene problemas, Lewis.
—Sam —me incorporé—. No puedo estar completamente seguro, pero creo que ambos deberíamos suponer que esta arma está cargada. Todavía no se ha disparado.
Tuve cuidado de no tocar el gatillo ni el seguro, ni la parte de la culata que pudiera tener huellas dactilares, aunque sabía que no habría.
—La gente sabe que su tirador estaba en esto, Sam. Si lo mata un disparo de este rifle, será él quien lo haya hecho. Nadie lo discutirá.
Empezó a levantar el walkie-talkie y se detuvo.
—Está loco, Griffin. Tan loco como dicen.
Me encogí de hombros.
—América. Me rindo a la opinión de la mayoría. ¿Qué piensa hacer?
Los momentos se abrían paso a codazos. Veinte o treinta coches, furgonetas, vehículos de servicio.
—Sinceramente, no sé quién es, Griffin.
—¿Cómo lo fichó SeCure?
—Se lo repito: no lo sé. Para saberlo tendrá que preguntarlo en las alturas. Pero mi impresión es que él se puso en contacto con nosotros.
—¿Todo bien al otro lado de la calle? ¿Han entregado a Weaver sano y salvo?
Asintió.
—Muy bien. Necesito a uno de sus hombres para que me lleve a mí y a este cacharro al centro, a la central de la policía. ¿Está de acuerdo?
Se encogió de hombros.
—Claro. ¿Por qué no? —dijo, y cuando empecé a caminar, añadió—: Lewis.
Me volví.
—Esto es lo que buscaba desde el principio, ¿no?
Le dije que sí y me contestó que lo suponía.
Nunca somos tan invisibles como pensamos. Ni nosotros ni nuestros motivos.