23

Tardamos en comprender que nuestras vidas carecen de argumento. Al principio nos imaginamos en el centro de las grandes luchas entre la luz y la oscuridad, héroes en pijama o con Levi’s, inmunes a la gravedad que empuja a los demás hacia abajo. Más tarde, urdimos escenas en las que los acontecimientos del mundo giran alrededor de nosotros como lunas, como mariposas nocturnas alrededor de las luces de nuestros porches. Por último, empezamos a comprender, dolorosamente, que el mundo ni siquiera reconoce nuestra existencia. Somos lo que nos sucede, la gente que hemos conocido, nada más.

En cuanto los periodistas se dispersaron, los del Ayuntamiento perdieron su interés por mí. Walsh convenció a la policía y a los medios para que ocultaran mi nombre y me identificaran como un empleado de SeCure Corps. De Corene Davis, una ciudadana cuya privacidad estaba seriamente cuestionada y debía valorar mucho la ajena, recibí una nota de agradecimiento tres días después.

Con SeCure Corps no fue tan fácil.

En el marco de la puerta de entrada me esperaba un telegrama. «Póngase en contacto con nosotros lo antes posible», decía. Cuando entré, encontré un sobre que habían introducido por debajo de la puerta. Dentro un papel con membrete. SeCure Corps quería contratarme como supervisor de campo, para controlar a todos los empleados, tanto los que trabajaban a tiempo parcial como los fijos. Hablaban de opciones sobre acciones de la empresa.

Buena gente, la de SeCure Corps. De la madera de la que está hecha América. Excelente gestión, meticulosa planificación, magnífica estrategia. Se merecen su millón y medio de dólares después de impuestos.

Pero, mientras dormía, uno de ellos llegó a rastras para arrancarme del sueño.

Porrazos en la puerta, como el sonido de los tambores autóctonos ante las grandes puertas en King Kong. Misterio. Ritual. Portento. Pobre de mí.

Soñaba con los tambores de Congo Square. Era un niño sin capacidad de entender los idiomas que oía a mi alrededor. Asustado, me abracé a mi padre. Tantas cosas que temer. Sentía las palabras extrañas agolpándose en su pecho como una tos. Luego tarareaba en la iglesia (porque no entendía las palabras) «¡Qué amigo tenemos en Jesús!», mientras alzaba los ojos a la vidriera que representaba la parábola del hijo pródigo. Los tambores no cesaban. Al final, crucé el umbral de la conciencia y me arrastré, aunque no hacia Belén, sino hacia la puerta.

—Si vuelves a golpear esta puerta, te arrancaré el brazo —dije.

Joder, cuánta luz.

Me lanzó una mirada lacónica, abrió los dedos, bajó el brazo y, aprovechando el impulso, me tendió la mano. Dedos finos, muñeca delgada. Se la estreché. El mundo doliente renacía con nuevas oportunidades.

—Hemos intentado ponernos en contacto con usted, señor Griffin.

—¿Ustedes?

—SeCure Corps. Soy Bonnie Bitler, vicepresidenta ejecutiva. Uvepé, así me llaman, para que me sienta uno más.

Eso en cuanto a un mundo rebosante de oportunidades. Más madera. Por lo que a ella se refería, se lo pasaría en grande tratando de que la confundieran con uno de sus muchachos.

Llevaba una falda de seda y una chaqueta a juego, de un color indeciso entre el azul marino y el negro, con una blusa azul claro y una vuelta de perlas. La falda estrecha le llegaba a la rodilla. Era alta y esbelta. Solo la piel de las manos delataba su edad: cuarenta y largos, quizá más cerca de los cincuenta.

—Impone un poco, ¿no? Pero la verdad en la que se sustenta es mi marido Ephraim. Él puso esto en marcha, a patadas, solía decir. Antes de que cayera muerto a los treinta años, y se diera de morros en la sopa de quingombó que yo había preparado en casa. Cuatro horas tardé en prepararla.

—Lo siento.

—Yo también. Probablemente era el mejor quingombó que he cocinado en mi vida. —Sonrió—. No me tome por una viuda afligida. Pasó hace mucho tiempo.

Asentí.

—Solo tuve que seguir desde el punto donde Ephraim lo había dejado. Y crecimos tanto que todo el mundo empezó a rondarnos. Espiaban por las ventanas, husmeaban en el umbral.

—Bonnie Bitler, ¿le apetecería un café?

—Me apetecería, señor Griffin. Si no es mucha molestia.

—Lew.

—Lew. Sí, por favor. Me encantaría.

Me siguió a la cocina.

—No tengo ni idea de por qué le cuento a usted todo esto.

Me encogí de hombros mientras ponía una cacerola al fuego.

—La gente me cuenta cosas. Siempre es así.

Puse el café en el molinillo e hice girar la manivela.

—Mi intención era ofrecerle un trabajo. No podía ser más sencillo. Pero al parecer me he salido por la tangente.

—Eso parece —dije, y doblé una servilleta de papel en el cono de plástico, eché los granos molidos y luego el agua hirviendo. Puse al fuego un cazo con leche—. Muchas veces las vistas son mejores desde una carretera secundaria.

—¿Considerará el puesto?

—Déjeme pensarlo.

—No está muy interesado.

—Generalmente no me va muy bien eso de trabajar para otros. Pero también es cierto que tengo unos diez dólares por patrimonio. Por no hablar de las facturas del hospital que me caerán.

—Lo siento, creí que ya lo sabía. Están pagadas. Tenemos un seguro médico modélico.

Tenía delante de mí a una persona que utilizaba palabras como modélico en la conversación. No me ocurría a menudo.

Le serví una taza de café au lait y volví al hornillo a servirme el mío.

—Ephraim no era un gran hombre de negocios —dijo—. Pero le gustaban los hombres enérgicos, con principios, íntegros, y tenía el talento de encontrarlos, a menudo en los lugares más sorprendentes. Me gusta pensar que también tengo parte de ese talento.

—Gracias.

—No es necesario que me las dé. ¿Me llamará? ¿Me dará una respuesta?

Dije que sí.

Se echó a reír.

—Todos dicen lo mismo, ¿no? Que llamarán. Y después nunca lo hacen. —Se detuvo en la puerta—. Pero esta vez le llamaré yo, para charlar un rato. ¿Le parece? Podríamos encontrarnos en algún sitio a tomar una copa o un café.

Me parecía estupendo. Más que estupendo.

Cuando se marchó, y ya completamente despierto, me serví una copa; el dolor era como un arañazo en la pizarra con cada respiración. Me llevé la copa afuera y me senté en lo que quedaba de los escalones de la casa grande.

Walsh me había dicho en el coche:

—Ese tipo me da miedo, Lewis. Y no hay muchos que lo consigan. No me sentiría bien si no lo llevaras. —Dejó mi 38 al lado de la palanca de cambios.

A mí también me daba miedo. Recordé la cara de Esmé, su mano tratando de aferrarse a la mía. Recordé al francotirador, cómo trepó a gatas por el contenedor para escapar por una puerta trasera. Recordé el bate de béisbol del taxista apaleándome.

Sentía como si el bate volviera a descargarse sobre mí con cada respiración.

Tomé una copa, y otra. Debería hacerse una muesca en el cuello de la botella por cada una.

Sobre las cuatro de la tarde me levanté y me tomé una de las cápsulas que el médico me había prescrito. Me la tragué con un poco de ginebra y volví a la cama.

Me desperté horas después con Hosie Straughter inclinado sobre mí. Un trapo mojado en la cara. Afuera, oscuridad.

—¿Estás bien, Lew? ¿Me oyes? ¿Quieres que llame a la ambulancia?

—Murgh —dije, o algo parecido.

—Esto tiene mala pinta, Lewis. Muchacho, ¿te encuentras bien o no?

Me debatía por subir a la superficie. Allí arriba estaba oscuro, no había luz. Había una capa de hielo que no podía romper, pero encontré un espacio entre el agua y el hielo, y allí podía respirar.

—Hostia, Lewis.

Me quité el trapo húmedo de la cara.

El corazón se me había desbocado. Sentía un sabor acre en la garganta. Tenía el estómago revuelto. Mensajes urgentes buceaban y daban vueltas como tiburones en mis intestinos.

—Murgh —dije, y lo sujeté.

—Ya está bien, ya está bien.

Me di la vuelta. Los oídos me zumbaban. Cada terminación nerviosa parecía raspada con papel de lija.

—Hay una taza de té en el suelo, junto a tu mano derecha.

La busqué a tientas y la encontré. La vacié de cuatro tragos. Volvió a llenarse. Volvió a acabarse.

—¿Has vuelto al mundo de los vivos? ¿Puedes hablar, al menos?

Pensé que sí. Pero cuando abrí la boca, descubrimos que no.

—Pues volvamos a intentarlo.

Esta vez café, negro y fuerte. Oí el tráfico embarullado de los coches en el exterior, las noticias de las diez en la radio de la salita. Nuevos disturbios estudiantiles en los campus de California y de Chicago. Una investigación sobre la presunta discriminación racial en las bases militares de Vietnam. En Alabama, doce «viajeros de la libertad», golpeados tras haber sido obligados a bajar del autobús.

—Bienvenido, Lewis. Me tenías preocupado.

—Me siento como plasta de caballo. Como el interior del zapato de un desconocido.

—Bueno, al lado de la cama hay una botella de ginebra vacía y un frasco de pastillas abierto. Pueden tener algo que ver con esto.

—Un poco idiota, ¿no?

—Sí, un poco. Quizá no sea la mayor idiotez que cometas en tu vida, pero añádela a la lista.

Probé a sacar una pierna de la cama. Luego la otra. Con esfuerzo, intenté sentarme. Tuve que recordar: tomo buenos apuntes. La prueba fue un éxito. Estaba reinventando el mundo.

—¿Has mirado dentro de la nevera?

—La verdad es que sí, buscaba una cerveza.

—¿Hay algo dentro?

—Una pizza en la que crece una capa verde encima. Mucho verde. No es orégano ni albahaca; es todo lo que puedo decirte. Y un bote con algo que una vez pudo ser guindilla.

—¿También con capa verde?

—No, pero con una capa espesa y blanca. Posiblemente penicilina.

—Necesito comer.

Por el amor de Dios, Montressor.

—Deberías.

Las piernas experimentales consiguieron llevarme tras él hasta la cocina. Lo olí antes de que llegáramos. Miré hacia abajo, para asegurarme de que no me caía la baba sobre los pies.

Pollo frito de Jim’s. Del segundo hogar de DeNoux. El fondo de la bolsa de papel, con varias manchas oscuras por la grasa.

—¿Pongo platos?

Sí, claro. Los de porcelana, y la cristalería.