22

—En el sitio adecuado, en el lugar adecuado y mirando al cielo cuando pasa la bandada de palomas.

—Es un don.

—¿Qué hacía un chico como tú en un lugar como ese?

Se lo conté.

—¿Estás pensando en una conexión entre el francotirador y SeCure Corps?

—Quien se hace llamar el Centinela es el único tan esquivo como tu francotirador con quien me he cruzado en los últimos días.

—Esquivo y encumbrado.

—Eso es. Vale la pena meter la nariz, aunque hubiera otras pistas.

—¿Señor Griffin?

Nos volvimos. Un joven en bata blanca, con acné y dos dedos de frente, salió de detrás de la cortina. Era alto, desgarbado y, como mucho, aparentaba dieciséis años: uno se lo imaginaba cortando el césped para su padre o preocupado por cómo pasarle el brazo sobre el hombro a su chica. Sin embargo, estaba aquí remendando a la gente e intentando salvar vidas.

—Han enviado sus radiografías. Las del cráneo y las cervicales están bien, no hay problema. La mano, por lo que podemos ver, también. No hay signos de fractura. Pero va a tener unos hematomas de padre y señor mío, y la mano quizá se le hinche como la de Mickey Mouse. Sin embargo…

El famoso sin embargo de los médicos.

—… tiene tres costillas rotas. No creo que corra peligro, pero preferiríamos que se quedara esta noche en observación.

Me negué.

—Péguelas con esparadrapo.

—Señor Griffin…

—Doctor, aprecio su interés, créame —lo interrumpí—. Pero ya he pasado por esto.

—No nos entendemos. Con este tipo de heridas siempre existe la posibilidad de…

—Perforación del pulmón, neumotorax, atelectasia, neumonía. Sí que nos entendemos. Ya se lo he dicho, no es una novatada. La primera vez guardé cama como me indicaron y llegué a estar tan dolorido que tardé dos meses en recuperarme. La siguiente no tuve elección, porque estaba bajo amenaza y tenía que circular constantemente. Y hacia el fin de semana ni me acordaba del asunto.

—Bueno, una a su favor. Veamos, señor Griffin. Lo haremos a su manera, con dos condiciones. Una: que me permita extenderle una receta por si el dolor aumenta demasiado y así, por lo menos, podrá descansar.

—¿La segunda?

—Que se pase por aquí pasado mañana para un control.

—De acuerdo.

Yo sabía que había pocas posibilidades de que cumpliera. Y él, probablemente, también.

—Aún no tengo claro el caso Davis —dijo Walsh, mientras el médico empezaba a vendarme.

Lo miré por debajo del brazo levantado.

—Cuando las cosas empezaron a salirse de madre, me pregunté si no sería una trampa. Si todo aquello, los problemas con los altavoces, los disturbios posteriores, todo, no era una maniobra de distracción.

—Para facilitarle el trabajo a quien quisiera cargarse a Corene Davis.

Asentí.

—No se mueva, señor Griffin —dijo el médico.

—No podía hacer nada desde donde estaba. El tipo podía estar de pie a la luz de la luna en una azotea con un cañón y no lo habría visto. Así que me mezclé entre la multitud con la idea de que, si me acercaba al centro, al menos tendría la oportunidad de ver algo, si había algo que ver.

»En ese momento sacaron a Corene Davis por una puerta lateral para alejarla del peligro. Salieron directamente de la iglesia, no del centro social, y resultó que yo estaba en el lugar adecuado y pude verlos. La protegían cuatro hombres y se dirigieron a un Lincoln negro, aparcado en el pasaje de la parte trasera.

»Capté el relámpago de un movimiento en una entrada. Ni siquiera estaba seguro de haberlo visto. Pero salté el murete de piedra que hay entre los edificios y, agachándome cuanto era posible para no perder velocidad, corrí junto a él. Cuando Corene y su escolta se acercaban al coche, el tipo salió de la entrada.

—Le rompiste el brazo por dos sitios, Lew. Los testigos han declarado que dabas la impresión de querer arrancárselo. Y después te dedicaste a lo que quedaba de él.

—No lo sé. Me concentré en el arma. Fue gracioso ver la rapidez con la que giró sobre su eje para dejar de apuntar a los demás y la asestaba en mí. Quise asegurarme de que, cuando cayera, quedase inmovilizado. Tenía una fuerza endemoniada.

—Pues lo machacaste. ¡Y cómo! Tardará bastante en recuperarse.

—¿Quién es?

—De momento, sabemos poco. Se llama Titus Kyle y, al parecer, es de aquí. Hemos puesto en circulación su fotografía y las huellas dactilares, y los federales están buscando posibles conexiones con organizaciones subversivas, grupos de activistas, y todo ese rollo.

—Es viejo.

Walsh asintió.

—Cincuenta y largos, más o menos.

—No es el francotirador.

—No.

—¿Qué tal se encuentra, señor Griffin? —preguntó el joven médico.

Bajé los brazos, roté el tronco, respiré hondo.

—Como si tuviera a alguien sentado encima.

—Perfecto —dijo, casi sonriendo de contento—. Nos veremos pasado mañana. —Garabateó algo en un bloc, arrancó la hoja y me la dio—. Cada cuatro horas, si lo necesita.

Walsh me dio la camisa. Conseguí ponérmela sin gemir.

—Se ha formado una cola delante de la puerta de Urgencias. Se pelean por un sitio. Eres la atracción más solicitada. Cinco o seis periodistas, alguien del Ayuntamiento. El jefazo de SeCure Corps quiere ofrecerte un empleo fijo. Y la señorita Davis te espera para darte las gracias personalmente.

Me remetí la camisa y me puse el abrigo.

—¿Hay una puerta trasera?

—Ya sabía que lo preguntarías. La hay. Y un coche espera en el callejón.

Atravesamos los pasillos estrechos que olían a cloro y una puerta metálica de incendios sin que nadie nos viera. Walsh puso el coche en marcha y se quedó quieto un momento, con la mirada fija en el parabrisas.

—¿Sabes? Esta noche probablemente hayas salvado más de una vida, Lew —dijo.

Luego metió la marcha del Corvair y nos dirigimos hacia la autopista Jefferson.